Rodrigo Sánchez-Arjona Halcón, S.J.
Continuación...
El símbolo religioso
Hoy, después de una larga serie de estudios, las ciencias de las religiones nos afirman que a través de las realidades sensibles el hombre se pone en contacto con un mundo trascendente al cosmos. Los autores dedicados a estas ciencias de la religión han observado con toda razón, que ciertos símbolos, como la inmensidad del desierto, la profundidad de la noche, despiertan en nosotros unas resonancias específicamente religiosas.
Esta idea ha sido magistralmente tratada por Mircea Eliade. Para él todas las realidades de este mundo cósmico son hierofanías, manifestaciones de lo sagrado, a través de cada una de ellas se manifiestan ciertos aspectos de lo divino.
El poder a través de la tormenta, la estabilidad a través del movimiento estelar, la fecundidad a través de la lluvia y el sol. Todos los estudios de este autor nos confirman en la idea de que todo símbolo nos descubre algún matiz de Dios (3).
La objetividad del simbolismo religioso está garantizada por las leyes permanentes del espíritu humano y del mundo. La simbología religiosa consiste en descubrir las correspondencias del mundo visible e invisible determinando su significación y por esto constituye un camino auténtico de acceso al mundo divino.
Pero la dificultad en señalar el significado exacto de los símbolos hace que muchos de nuestros contemporáneos pongan en duda la objetividad del conocimiento simbólico.
En efecto se preguntan: ¿la significación simbólica es determinada por la misma naturaleza de las cosas mundanas, o procede esta significación de una relación impuesta por el hombre en un determinado complejo cultural? Si ocurriera lo segundo, es claro que el valor gnoseológico de los símbolos quedaría muy reducido y la razón de hacerse esta pregunta que los símbolos presentan una plurivalencia de significados, aun contradictorios. Y esto naturalmente escandaliza al hombre occidental moderno acostumbrado a las ideas claras y a la exactitud matemática de las ciencias. Nuestra cultura técnica no puede acostumbrarse fácilmente, a que el agua, por ejemplo, lo mismo sea el símbolo de la vida y de la muerte, de la fertilidad y de la destrucción, según riegue mansamente la chacra del campesino o se desborde como un torrente incontenible.
Lo primero que se me ocurre ante esta dificultad puesta al conocimiento simbólico en general y al religioso, de modo particular, es hacer caer en la cuenta, de que a pesar de esta plurivalencia del símbolo las variaciones de significación se mantienen siempre dentro de ciertos límites. Un símbolo determinado no adquiere cualquier significado; puede oscilar dentro de un determinado ángulo de significación, pero de ahí no ha salido a lo largo de la historia humana.
Aquí nos puede prestar una gran ayuda la historia de las religiones. La comparación entre las diversas religiones nos lleva a la conclusión de que por todas partes se hallan los mismos símbolos con las mismas significaciones. El sol es considerado como expresión del poder creador divino tanto en la antigua Roma como en el Cusco incaico.
Algunos pretenden explicar este fenómeno por la influencia de unas religiones sobre otras. Hoy se está saliendo de este espejismo científico, pues para una mente imparcial esta explicación no da una respuesta definitiva y satisfactoria al fenómeno examinado.
No hay más remedio que aceptar una conclusión más serena. y esta conclusión sería, que la unidad de significación de los mismos símbolos en todas las religiones está relacionada con la captación de las mismas realidades trascendentes por hombres de diversas culturas en diferentes tiempos y lugares.
El material inmenso recogido por los estudiosos de la historia de las religiones nos permite a nosotros examinar con facilidad las diversas constelaciones de ideas y sentimientos evocados por los diversos grupos de símbolos: los símbolos celestes evocarán siempre la trascendencia de Dios, los fenómenos meteorológicos serán siempre expresión de su poder creador y destructor. Con todos estos estudios se puede establecer una ciencia de la simbólica religiosa que se apoyará en multitud de hechos comprobados fenomenológicamente.
Esta ciencia nos muestra a la vez la plurivalencia significativa de los símbolos y las constantes de su significación, que nos garantizan la objetividad del conocimiento simbólico.
La sicología profunda nos proporciona hoy parecidos resultados. Así Jung llega a la conclusión de que los mitos de las religiones naturales no son el resultado de una mentalidad primitiva, sino que corresponden a estados permanentes de la vida síquica del hombre. Estamos en el reino de los arquetipos. Para Jung, el arquetipo es "una especie de disposición para producir siempre las mismas representaciones míticas, no se trata de representaciones heredadas, sino de disposiciones innatas que producen representaciones similares. Se trata de estructuras universales e idénticas de la psique" (4).
Para explicar más su teoría, Jung recurre a una comparación: "Un arquetipo o preforma de las imágenes arcaicas puede asimilarse, en cierto modo, al sistema axial de los cristales. El sistema axial determina como si dijéramos la formación de los cristales en el agua madre, pero no posee ninguna existencia propia. El arquetipo no es en sí más que un elemento formal, una posibilidad de representaciones dada a priori (facultas praeformandi)" (5).
El arquetipo se podría describir como estructuras inconscientes de por sí, comunes a todos los de tal modo que dirigen según sus propias leyes la energía psíquica espontánea.
El arquetipo puesto en contacto con un objeto simbólico afloraría en la conciencia mediante la imagen arcaica o motivo mitológico. Esta imagen mítica es el resultado de la combinación del arquetipo y del objeto externo captado. Reconociendo el carácter hipotético de la explicación, parece que la teoría de Jung nos señala una ruta para explicar de algún modo el conocimiento misterioso dado por el símbolo. En efecto debe de haber algo en el fondo del espíritu humano, que proporciona al hombre la posibilidad de captar facetas ocultas a los otros medios de conocimiento en los objetos mundanos, que se hacen presentes en su conciencia.
La teoría del arquetipo apunta a explicar la existencia en el alma humana de ese foco de iluminación. Podemos decir que ha existido siempre en el hombre una disposición psíquica, la cual ante una determinada constelación de datos objetivos se carga de energía y desencadena una actividad cognoscitiva de tipo intuitivo-emocional y de expresión imaginativo-poética.
Esta interacción de lo objetivo y de lo psicológico esboza un símbolo, y el objeto cósmico, que provocó la actividad del arquetipo, se carga de prestigio simbólico a los ojos del sujeto, que descubre horizontes trascendentes en una cosa común y familiar del mundo conocido.
Como vemos, tanto la historia de las religiones como la sicología profunda nos brindan fundamentos en donde pueda apoyarse la objetividad del conocimiento simbólico religioso.
Diversos niveles de los símbolos religiosos
Los primeros símbolos religiosos los hallamos en la religión natural, pues en ella Dios se revela a los hombres por medio de las cosas cósmicas.
Estamos en la primera alianza, la de Noé. El pagano es el hombre, a quien el mundo visible le habla de Dios. Para este hombre el sol y sus resplandores, la tempestad y el horror de la presencia benévola o terrible de Dios.
Hoy nadie medianamente impuesto en fenomenología religiosa piensa que el pagano adore los objetos mundanos. Sí para el pagano el objeto cósmico es venerable en la medida que llegue a ser hierofánico. Lo que adora el pagano es el mundo trascendente manifestado en el objeto sagrado. Pero este objeto se llena de prestigio religioso para él.
Los ritmos de la vida natural, el curso de los astros, las estaciones, trasparentan para el hombre religioso la fidelidad de Dios en su providencia. De esta vivencia religiosa nos habla la Escritura cuando nos narra la alianza de Dios con Noé, cuyo objeto es el orden cósmico y su signo es el arco iris (Gn 9)
Es cierto que la religión degenera fácilmente en idolatría y magia, pero tanto la idolatría como la magia lejos de ser lo constitutivo de la religión natural, son su perversión y su sustitutivo degenerado.
La religión en el paganismo es lo que lleva al hombre al encuentro con lo sagrado a través del cosmos. El sol, por ejemplo, es como un sacramento en la religión natural, en la medida que es un signo sensible de una realidad trascendente.
Existe un primer sacramentalismo que es el pagano pues los símbolos de la religión natural son símbolos, si no de la gracia de Cristo, al menos del amor fiel de Dios al hombre.
Pero la manifestación de Dios al pagano se realiza también a través del hombre y de sus gestos. Es el hombre la hierofanía más maravillosa de Dios en el mundo. Sófocles escribió bellamente: "Muchos son los misterios, pero nada más misterioso que el hombre" (6). Las realidades humanas de la familia, del trabajo y del amor, de la paz y de la guerra, se encuentran ya para el pagano en el tiempo primordial de los dioses. El mundo de los dioses viene a ser un arquetipo ejemplar cuya reproducción es la vida de los hombres en esta tierra.
Hoy en la cultura occidental el paganismo ha abandonado un tanto el símbolo cósmico y encuentra a Dios de modo peculiar en el hombre. Y el hombre occidental desacralizado descubre el horizonte divino en las situaciones límites de la soledad insoportable, de la muerte absurda y del amor siempre sediento.
La religión natural sigue teniendo. en nuestros días una vitalidad grande, pues la hierofanía a través de lo mundano seguirá existiendo mientras en este mundo exista un hombre hambriento de Dios. Y la razón es muy sencilla: Dios quiere comunicar la salvación religiosa a todo hombre que hace su entrada en este mundo (Jn 1,9). Por esto la luz de la gracia se acomoda a todas las culturas y a todas las circunstancias personales de los hombres.
Cuando Dios hace su aparición a un hombre en una cosa de aquí, esta cosa viene a ser una sacralidad. Ahora bien, el que una cosa llegue a ser sacralidad no depende del hombre sino de Dios, el cual se revela a quien quiere, cuando quiere y por donde quiere. Por tanto, el que sacraliza es Dios y no el hombre, de ahí el infinito respeto que nos debe merecer toda hierofanía y todo símbolo religioso, aunque nos parezca a nosotros infantil y ridículo.
Con la entrada de Dios en la historia de los hombres con su revelación a Abraham nos encontramos con una revelación a través de acontecimientos históricos.
A primera vista parecería que debiera desaparecer el símbolo de la vida religiosa del hombre, pues el símbolo al señalar al hombre la causa ejemplar última, solo se interesa por lo susceptible de repetición. Pero el acontecimiento histórico es irrepetible y único. Lo que ocurrió en un momento histórico es singular, inimitable e irrepetible.
Pero al irrumpir Dios en la historia, lo que era incapaz de ser reducido al simbolismo, nos muestra una dimensión simbólica. Donde está Dios, allí aparece inmediatamente el símbolo, pues Dios trasciende al cosmos y también a la historia humana. A medida que se desarrolla el plan salvador de Dios en la historia vemos que las acciones salvadoras muestran entre ellas una estrecha correspondencia, una estrecha comunicación y una semejanza admirable.
De esta manera aparece un nuevo símbolo religioso, el símbolo histórico. Se le da el nombre de tipología por referencia a dos pasajes del N.T. (Rom 5,14; Pe 3,21). La tipología tiene su fundamento en la unidad del plan salvífico de Dios, el cual se manifiestas en los diferentes planos de la historia de la salvación
La teología tipológica tiene su origen en el A.T al mostrarnos los acontecimientos de la historia de Israel como figuras proféticas de los tiempos mesiánicos. El A.T. nos muestra las maravillas obradas por Dios en favor de su pueblo, pero estos acontecimientos son sólo imagen de otras maravillas más espléndidas que el mismo Dios realizará en la plenitud de los tiempos.
La tipología, pues, es esencialmente escatológica pues mira siempre a un futuro definitivo.
La historia como realidad sensible nos hace captar las gestas salvadoras de Dios en un momento determinado y la salvación anunciada por esas gestas. Así, un pueblo esclavo en Egipto es símbolo de una humanidad esclava de Satanás y un liberador Moisés es figura de otro salvador definitivo Jesucristo.
La cumbre histórica de la intervención salvadora de Dios es Jesucristo. Con Jesús de Nazaret ha llegado la plenitud de los tiempos en el campo religioso. Esta plenitud de los tiempos se ha de entender en el sentido de que el hecho decisivo de la historia religiosa de la humanidad se ha cumplido y se ha realizado ya. Ningún invento, ninguna revolución y ningún hallazgo filosófico traerá algo tan importante al hombre para su vida religiosa como la resurrección de Jesús. Con esto el anhelo mítico de todas las religiones se ha cumplido: Dios y el hombre se han abrazado definitivamente.
El hombre Jesús es la hierofanía máxima y definitiva. Así lo explica bellamente la carta a los Hebreos: "Muchas veces y de muchas maneras habló Dios a nuestros padres por medio de los profetas, últimamente nos ha hablado por medio de su Hijo" (1,1s), y Juan en su Evangelio dice la misma idea: "Y él - la Palabra - se hizo carne y puso su morada en medio de nosotros. Pero nosotros vimos su gloria, gloria como de Hijo único que viene del Padre, lleno de gracia y de verdad" (1,14).
Entre los símbolos religiosos merece ser destacado el culto. En toda acción cultual hallamos el mito y el rito, es decir, la palabra divina con poder y eficacia irresistible y el gesto simbólico estos dos elementos hacen presentes en el aquí y en el ahora las acciones salvadoras de la divinidad realizadas en un tiempo original. EI culto también tiene los niveles correspondientes a la religión natural, judía, y cristiana.
Odo Casel nos define este culto como un misterio litúrgico y escribe: "EI misterio es una acción sagrada y cultual en la que se actualiza por medio de un rito el hecho de la salvación. La comunidad que realiza el culto bajo estos, ritos, se hace partícipe de la acción salvadora, alcanzando por ella su salvación" (7).
En la religión natural el culto celebra y descubre a los fieles la fidelidad de Dios providente en el ciclo constante de la naturaleza.
El encuentro con la divinidad fiel en dar al grupo humano presente en la acción cultual lo necesario para la vida despierta en la comunidad un ambiente incontenible de alegría y júbilo, lo cual queda simbolizado por el canto la danza y la orgía sagrada. En el culto pagano la comunidad es sacada del tiempo profano y proyectada al tiempo mítico-primordial de los dioses donde se halla la fuente de la vida, el paraíso perdido, la plenitud del ser y en donde se puede beber a torrentes y saciar la sed de intimidad imbatible.
Por medio del culto, el hombre religioso-del paganismo contempla las acciones divinas realizadas en los tiempos míticos y esto es el misterio litúrgico explicado más arriba. Por esto en la religión natural el culto viene a ser la expresión más honda de la vivencia religiosa.
El pueblo judío celebra en su culto las intervenciones salvadoras de Yavé en favor del pueblo escogido. Se celebra ante todo las, las obras maravillosas de Dios (magnalia Dei) en la historia del pueblo.
Al encontrarse con hechos históricos singulares, el culto judío ha buscado una nueva modalidad del misterio litúrgico, se trata del memorial litúrgico.
El memorial judío, al recordar resucita ante la comunidad un hecho histórico pasado, a través de los símbolos rituales. Por medio de la acción cultual los fieles se enrolan en la acción salvadora de Yavé y captan como “ya presente” una salvación futura y definitiva.
El pasado, el presente y el futuro se dan cita en el memorial litúrgico. También aquí nos encontramos con un misterio litúrgico, pues tras los símbolos y palabras rituales se hace presente a la comunidad de los fieles el mismo Yavé, Señor de la historia, para arrastrar a los fieles de hoy en su acción salvadora del pasado, figura de la salvación mesiánica definitiva.
I
El culto cristiano también es un memorial litúrgico de la pascua de Jesucristo. El evangelio de Juan nos presenta los milagros de Jesús histórico como símbolos de que la salvación de Dios definitiva ya está presente en nuestro mundo, pero además estos milagros son figuras proféticas de la presencia del Señor resucitado en los misterios litúrgicos de la Iglesia en el tiempo que ha de correr desde la Ascensión hasta la Parusía.
En efecto entre el misterio de la Ascensión y el de la Parusía está el misterio de Jesús resucitado y sentado a la derecha del Padre. La acción cultual cristiana a través de los símbolos litúrgicos hace presente al Señor en medio de la asamblea recordando sus gestas salvadoras llevadas a cabo “en aquel tiempo” (in illo tempore) y anunciando a la vez la salvación definitiva del tiempo futuro (venturi saeculi). De ahí que el culto cristiano sea un misterio litúrgico y un memorial semejante al memorial de la liturgia judía.
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