Los Retos de la Familia - 2° Parte: Una mirada a la historia reciente - El Concilio Vaticano II



LOS RETOS DE LA FAMILIA EN EL CONTEXTO ACTUAL

Mons. Juan Antonio Reig Pla
Obispo de Alcalá de Henares
Vicepresidente del Pontificio Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia (Sección Española)


I. UNA MIRADA A LA HISTORIA RECIENTE

Tradicionalmente la doctrina católica sobre el matrimonio recogía la enseñanza de San Agustín que él mismo sistematizó en torno a los bienes del matrimonio: el bien de la prole (bonum prolis), el bien de la fidelidad (bonum fidei) y el bien del sacramento (bonum sacramenti). El matrimonio era visto como un contrato singular cuyas notas características son la unidad y la indisolubilidad. Los fines propios de esta institución natural eran descritos como la procreación y la educación de los hijos, la ayuda mutua entre los esposos y el remedio de la concupiscencia (1).

En las décadas anteriores a la celebración del Concilio Vaticano II, desde perspectivas más personalistas, se reclamaba una revisión de los fines del matrimonio y se abogaba por incidir más en la relevancia del amor conyugal: se insistía en la necesidad de revisar el término contrato y la división entre fin primario (procreación) y fines secundarios.

1. El Concilio Vaticano II

Con este contexto inmediato, el Concilio Vaticano II al afrontar los temas del matrimonio y de la familia en la Gaudium et spes los trata como el primero de los problemas y necesidades urgentes en el mundo actual (GS 46). En expresión del mismo Concilio “la salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar” (GS 47). Después de describir las sombras que oscurecen la dignidad de esta institución, se propone exponer la doctrina sobre la dignidad del matrimonio y de la familia (GS 48).

En este apartado de la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual (GS 48) el Concilio ofrece una síntesis en la que se guarda un equilibrio entre el carácter institucional del matrimonio y los nuevos acentos que venían propiciados por la corriente personalista. En primer lugar llama la atención la descripción que se hace del matrimonio como “íntima comunidad de vida y amor conyugal”. La expresión “íntima comunidad” y la referencia directa al “amor conyugal” son una clara expresión de la perspectiva en la que se sitúa el Concilio. Esta “íntima comunidad”, continua el Concilio, esta “fundada por el Creador y provista de leyes propias” que no se especifican. El término “contrato” es sustituido por la palabra “alianza” (foedus) de mayor relevancia bíblica y que hace referencia al consentimiento matrimonial: “esta comunidad […] se establece con la alianza del matrimonio, es decir, con un consentimiento personal irrevocable” (GS 48).

El Concilio hace compatible estas nuevas expresiones con el lenguaje más tradicional: “Así, por el acto humano con el que los cónyuges se entregan y aceptan mutuamente nace una institución estable por ordenación divina, también ante la sociedad” (Ibíd). La palabra “institución” es completada con el término “vínculo sagrado” que apunta a la esencia del matrimonio: “este vínculo sagrado, con miras al bien tanto de los cónyuges y de la prole como de la sociedad, no depende del arbitrio humano” (Ibíd).

Así pues, siguiendo el lenguaje del Concilio Vaticano II, por el consentimiento matrimonial entre un hombre y una mujer (alianza) se ingresa en una” institución” fundada por el Creador y que tiene “leyes específicas”. Estas leyes hacen referencia a la unidad y a la indisolubilidad, que se describen en el mismo párrafo: “Así el hombre y la mujer, que por la alianza conyugal ya no son dos, sino una sola carne (Mt 19,6), se prestan mutuamente ayuda y servicio mediante la unión íntima de sus personas y sus obras, experimentando el sentido de la unidad y lográndola más cada día. Esta íntima unión, en cuanto donación mutua de dos personas, como el bien de los hijos exige la fidelidad plena de los cónyuges y urge su indisoluble unidad” (Ibíd).

Esta síntesis, como un mosaico completo en el que se unen las palabras comunidad, alianza, amor conyugal, institución y vínculo sagrado, es rematada por el Concilio con la siguiente afirmación: “El mismo Dios es el autor del matrimonio al que ha dotado con varios bienes y fines, todo lo cual es sumamente importante para la continuación del género humano, para el provecho personal y la suerte eterna de cada miembro de la familia, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana” (Ibíd).

Al hablar de los varios bienes y fines del matrimonio el Concilio no los especifica ni los subordina, aunque los Padres conciliares remiten en nota específica a San Agustín, santo Tomás y a la carta encíclica de Pío XI “Casti connubii”.

En continuidad con la doctrina católica, el Concilio destaca la llamada a la santidad de los esposos que deriva del origen del matrimonio y de su condición de sacramento de la nueva alianza: “Cristo, el Señor, ha bendecido abundantemente este amor multiforme, nacido de la fuente divina de la caridad y construido a semejanza de su unión con la Iglesia. Pues de la misma manera que Dios en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo con una alianza de amor y fidelidad, ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos. Permanece además con ellos para que, como Él mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella, así también los cónyuges, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad” (Ibíd).

Así pues se pone en evidencia la bondad de la sexualidad humana que en su diferencia varón-mujer desde la creación apuntaba proféticamente a la alianza de Yahvé con su pueblo y de manera definitiva a la unión Cristo-Iglesia. La imagen y semejanza de Dios (Gen 1,27) vivida como vocación al amor tiene su icono en el amor de Cristo por la Iglesia. La herida del pecado que distorsiona esta llamada al amor y al don de sí es ahora sanada por el bautismo y por el sacramento del matrimonio que conduce al amor conyugal a participar de la caridad esponsal de Cristo: “El auténtico amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y se enriquece por la fuerza redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, para conducir a los esposos a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime tarea de padre y de madre” (Ibíd).

Si, como dice el Concilio, “por su propio carácter natural la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y educación de la prole”, ahora, desde la perspectiva sacramental, la participación en la alianza de amor de Cristo con la Iglesia, los consagra y los fortalece para cumplir con su misión: “Por ello, los cónyuges cristianos son fortalecidos y como consagrados para los deberes y dignidad de su estado por este sacramento especial, en virtud del cual, cumpliendo su deber conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, con el que toda su vida está impregnada por la fe, la esperanza y la caridad, se acercan cada vez más a su propia perfección y a su santificación mutua y, por tanto, a la glorificación de Dios en común” (GS 48).

De esta manera se completa la arquitectura de lo que el Concilio enseña sobre el matrimonio. Éste tiene su origen en Dios, quien creando al hombre a su imagen varón-mujer los llama desde su condición sexuada al amor conyugal. Amor e institución van unidos y van encaminados al don de sí y a la procreación y educación de la prole. La unión de los esposos por el consentimiento matrimonial hace surgir un vínculo sagrado en quien descansa la esencia del matrimonio: serán una sola carne (Mt 19,6); se trata de una unión indisoluble vinculante porque, dándose y recibiéndose como esposos, consienten en pertenecerse mutuamente a título de justicia. Ya no son dos sino una sola carne. Su donación total en su condición sexuada atraviesa el tiempo hasta la muerte. Los esposos, movidos por el amor, dan voluntariamente su ser y su poder-ser; su entrega es para hoy y para siempre.
Este amor conyugal específico, robustecido por el don del sacramento del matrimonio es el que destaca como signo emblemático la Constitución conciliar Gaudium et spes. En su número 49 encontramos una descripción y análisis del mismo. Este amor, enseña el Concilio, no puede confundirse con la satisfacción del impulso erótico o ser considerado como un simple sentimiento. El amor conyugal tiene su sede en la voluntad que, sin excluir el impulso erótico o el sentimiento, es una decisión que implica el don de sí: “Este amor, por ser eminentemente humano, ya que se dirige de persona a persona con el afecto de la voluntad, abarca el bien de toda la persona y por ello puede enriquecer con una dignidad peculiar las expresiones del cuerpo y del espíritu y ennoblecerlas como signos especiales de la amistad conyugal” (GS 49).

Este amor, que impulsa y enriquece toda la vida matrimonial, está llamado a vivificar el vínculo sagrado que nace del consentimiento matrimonial. Por eso, llamar al matrimonio “institución” no disminuye la grandeza del amor, sino que garantiza la fidelidad a título de justicia. Amor y justicia van juntos. Por eso el amor reclama la fidelidad que es garantizada por la institución. Esta fidelidad no se puede confiar al impulso erótico ni al sentimiento. Este amor reclama el concurso de la voluntad, la decisión que conlleva el don de sí.

Este designio de Dios, autor del matrimonio, tropieza con la herida del pecado que debilita la voluntad, inclina hacia el egoísmo e incapacita para el don de sí. Por eso, continúa enseñando el Concilio: “El Señor se ha dignado sanar, perfeccionar y elevar este amor con un don especial de la gracia y de la caridad. Tal amor, que asocia al mismo tiempo lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos, demostrado con ternura de afecto y de obras, e impregna toda su vida; más aún, por su misma generosa actividad se perfecciona y crece. Por consiguiente, supera con mucho la mera inclinación erótica, que, cultivada de forma egoísta se desvanece muy rápida y miserablemente […] Este amor, ratificado por la promesa mutua y sancionado sobre todo por el sacramento de Cristo, es indisolublemente fiel en cuerpo y en espíritu, en la prosperidad y en la adversidad, y, por tanto, permanece alejado de todo adulterio y divorcio” (Ibíd).

Completado este bagaje con la reflexión sobre la fecundidad del matrimonio (GS 50) y la armonización del amor conyugal con el respeto de la vida humana (GS 51), el Concilio Vaticano II animaba a todos, —esposos, sacerdotes, fieles, al poder civil y a los científicos— a promover, también de manera asociada, el bien del matrimonio y de la familia. La síntesis doctrinal y el equilibrio entre las corrientes personalistas y las jurídico-institucionales así lo hacía preveer.



1 Cf. San Agustín, De bono coniugali: pc 40,375-376 y 394; Pío XI, Enc. Casti connubii: AAS 22 (1930) 543-555.


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