P. Miguel Angel Fiorito, S.J.
Todos tenemos experiencia de diversos estados de ánimo: sentimos miedos, entusiasmos, depresiones, apertura a los demás, cerrazón sobre nosotros mismos… estados de ánimos diversos, desánimos, tristeza, alegría, esperanza desesperanza, coraje, cobardía.
Discernir es el arte de detectar cuáles de estos estados de ánimos nos vienen de Dios y, de una manera o de otra, nos señalan su acción en nosotros – por medio de un buen espíritu -; y cuáles no vienen de Dios – aunque sean permitidos por Él – y debemos oponernos a ellos, o no hacerle caso, porque no nos ayudan en nuestro camino hacia Dios, e incluso nos desvían de él. No se trata pues, de hacer meramente una “lectura psicológica” de esos estados de ánimo, sino una “relectura” religiosa de los mismos; “leer” en ellos la voluntad de Dios o la del “enemigo de natura humana”, como dice con frecuencia S. Ignacio (EE. 7). A continuación vamos a presentar, en “breve o sumaria declaración” las reglas de discernir ignacianas, llamadas de la Primera Semana, como introducción general al discernimiento de los espíritus en Ejercicios Espirituales.
1. Cuando nos apartamos del buen camino, el “enemigo” nos ayuda a ello, nos atrae con “placeres aparentes”, nos distrae con lo que no tiene importancia, etc, etc. En cambio, el remordimiento que brota en nuestro corazón, el disgusto por la vida de pecado que llevamos o por la tibieza en que vivimos, son señales de acción de Dios que en esa forma quiere sacarnos del “pozo” en que estamos (EE. 314).
2. Por el contrario, cuando nuestro estado es de fidelidad a Dios, generosidad con El, puede ocurrir que, de repente, nos sintamos desanimados o tristes, o nos invada la inseguridad, el miedo, la desconfianza (¿podré estar tanto tiempo viviendo tan austeramente?)... Tales estados de ánimo o preguntas nos abaten y paralizan, y se oponen a la acción que estábamos experimentando.
La acción de Dios, en cambio, cuando vamos de “bien en mejor subiendo”, nos anima a progresar en el bien, y nos da paz, alegría, fuerza (EE. 315).
Comparada la acción del buen espíritu, en el caso anterior (EE. 314) con la del malo en éste (EE. 315), se nota que el buen espíritu – en el caso anterior – nos remuerde, levantándonos hacia Dios (como en la parábola del hijo pródigo que dice: “me levantaré e iré a la casa del Padre” Lc 15, 18), mientras que, en el caso presente, el mal espíritu lo que hace es morder y entristecer… como espantándonos, poniendo “impedimentos” para que no pasemos adelante en el bien que estamos haciendo.
3. Hemos experimentado algunas veces estados de consolación, de vitalidad espiritual (EE. 316): los temores se disipan, y se experimenta una paz profunda y gozosa. Estamos animados, alegres y dispuestos al trabajo. Sobre todo sentimos la cercanía de Dios.
Cuando estamos en este estado que llamamos –con S.Ignacio- de consolación, nuestra fe se fortifica, nuestras dudas se disipan, nuestra esperanza aumenta; y nuestra visión del mundo y de los acontecimientos de nuestra vida ordinaria, de profana, se convierte en religiosa. Nuestra mirada sobre las personas, las instituciones, las “cosas”, se transfigura. Hacemos entrar a Dios en nuestra relación con todo lo demás, y, a su vez, en todo vemos como un reflejo de Dios.
Ese estado va acompañado de una alegría, una paz, una libertad de espíritu. Alegría de estar con Él, de renunciar a nuestro egoísmo, de ayudar al necesitado. Alegría que puede subsistir –e incluso crecer- con el sufrimiento físico o la prueba moral: es la anticipación de esa plenitud de gozo que tendremos con El, cuando lleguemos a la patria celestial.
4. La desolación, la depresión, es todo lo contrario de la consolación (EE. 317). En lugar de paz, turbación; en lugar de alegría, tristeza, a veces sin saber por qué, a veces sabiéndolo…o suponiéndolo.
Las señales de este estado de desolación pueden ser:
5. En este tiempo de desolación, no hay que hacer cambios respecto de lo que estábamos haciendo antes de entrar en ese estado: si cuando el tiempo estaba claro, habíamos elegido un camino, por él debemos seguir, a pesar de la oscuridad: la oscuridad, el desaliento, la turbación… son los peores consejeros (EE. 318).
- Oscuridad de nuestra fe, de nuestra certeza, de nuestra vocación, de nuestro sentido cristiano de la vida. Oscuridad antes las decisiones que debemos tomar, ante la marcha de la Iglesia, de la institución a la que pertenecemos…
- Tristeza, disgusto de todo, falta de entusiasmo por cualquier cosa, abatimiento, mal humor difuso. Este estado invade todo nuestro ser, nos oprime, imposibilita –o debilita- nuestra comunicación con los demás.
- Inquietud, miedo, ansiedad, escrúpulos, inseguridad… Sequedad del corazón en la oración, en el apostolado: no sentimos ni el amor a Dios ni al prójimo. Una especie de vacío. En momentos álgidos, puede llegar hasta la “naúsea” de las cosas espirituales, de la vida, de Dios…
- Atracción de los sensible, necesidad de divertirse, de distraerse, de “alienarse” en las cosas materiales. Deseo de lo sensual, de seguridad humana, de cariño y afecto humano, de vivir aburguesadamente, se pierde la confianza y la esperanza: todo se ve negro, todos obstáculos se juntan, no se ninguna salida.
6. Pero no basta no hacer cambios o mudanzas en tiempo de desolación, sino que además tenemos que tratar de cambiar nosotros en mejor instar en la oración, en la penitencia (EE: 319). Examinar qué me pudo llevar a este estado. Es conveniente romper la inercia, haciendo algo por los demás.
7. Hacer actos de fe: Dios no me abandona en las tinieblas; está siempre conmigo, aunque ahora no lo sienta (EE: 320): Puedo con el auxilio divino, que nunca me falta, resistir. Una cosa es no tener, y otra, no sentir, siempre me queda –aunque no lo sienta- el auxilio que me basta para servir a Dios … también en medio de la oscuridad.
8. Por último –y no lo último- tener paciencia. Decirse: no hay mal que dure cien años. Todo tiene un final. No hay fecha que no llegue, ni plazo que no se cumpla (EE.321). Y pensar en la próxima en la próxima consolación, que no tardará en llegar … si hago –a pesar de la oscuridad- lo que está de mi parte: Dios aprieta pero no ahoga.
9. Y ¿la causa de la desolación?. Puede ser por nuestra culpa: no aceptamos la verdad sobre nosotros mismos. No aceptamos a realidad que se nos impone. No aceptamos a los demás como son. O nuestra se ha ido debilitando, y nos hemos resistido. O hemos ido perdiendo el sentido de nuestra vocación y de nuestra misión en la vida, y nos hemos ido dejando estar, siendo negligentes.
En otros términos más generales, hemos sido negligentes en nuestras obligaciones, en nuestro deber de estado, en nuestros compromisos con Dios y con nuestro prójimo (EE.322).
También puede ser porque, independientemente de cualquier culpa nuestra, Dios quiere probarnos “para cuánto somos y en cuánto nos alargamos en su servicio y alabanza”, sin tantas gracias sensibles (EE.322).
Y en tercer lugar, puede ser, para “darnos verdadera noticia y conocimiento que no es de nosotros tener devoción crecida, amor intenso … mas que todo es gracia de Dios nuestro Señor” (EE. 322): nos alzamos muchas veces con las gracias de Dios, atribuyendo sus efectos a nuestro esfuerzo o a nuestro mérito. Lc. 17,10, “somos siervos inútiles hemos hecho lo que teníamos que hacer”.
Estas son las tres “causas principales… porque nos hallamos desolados” (EE. 322); pero puede haber otras, como por ejemplo que, con nuestra “desolación”, podamos reparar los pecados de otros, uniendo nuestros sufrimientos a los de Cristo nuestro Señor.
10. Cuando estamos en consolación, pensemos cómo nos comportaremos en la desolación futura (Cfr puntos 5 – 9): la alternancia de consolaciones y desolación es normal en una vida espiritual sana (EE. 323); de modo que, si no se diera esta alternancia, podría ser señal de falsa paz (Sta. Teresa, “ Moradas Terceras capítulo. 2)
11. En la consolación, debemos acordarnos de las “vacas flacas”, y ver para cuán poca cosa éramos en tiempo de desolación, sin la gracia o consolación (EE: 325). Por el contrario, - como dijimos antes en el punto 7 -; y conviene repetirlo, por la importancia que tiene, - piense el que está en desolación que puede mucho con la gracia suficiente -, o sea, la que se tiene, pero no se siente – para resistir a todos los enemigos, tomando fuerzas en el Creador y Señor.
12. El enemigo (Satanás) se agiganta, cuando nosotros lo tememos y no le resistimos. Y se achica cuando “ponemos mucho rostro contra las tentaciones del enemigo, haciendo lo diametralmente opuesto” (el “oppsitum per diametrum”) de lo que él nos sugiere (EE. 325).
No hay cosa peor, en la tentación que temerla. La tentación es algo normal en la vida espiritual: S. Ignacio dice que: "el que da los Ejercicios, cuando siente que al que se ejercita no le vienen algunas mociones espirituales, así como consolaciones o desolaciones, ni es agitado por varios espíritus, mucho le debe de interrogar” … (EE. 6).
Mala señal, pues, cuando no experimentamos tentaciones: lo que tenemos que hacer es no dejarnos “atropellar” por ellas. Hacerles frente con decisión. Y si la tentación crece en vez de disminuir, mala señal: no resistimos bien; pero si simplemente permanece sin decrecer, debemos seguir resistiendo, sin desalentarnos.
13. El mal espíritu trata de que sus tentaciones “sea recibidas y tenidas en secreto, y por eso cuando el que las padece las descubre a su buen confesor o a otra persona espiritual (como el director o el P. Espiritual, o superior), que conozca sus engaños, mucho lo siente, porque colige que no podrá salir con su malicia, al ser descubiertos sus engaños a otro” (EE. 326). El solo hecho de hablar con otro “objetiva”; pero si el otro tiene experiencia espiritual, la ayuda que se recibe puede ser mayor.
14. Finalmente, el enemigo “mira en torno todas nuestra virtudes, y por donde nos halla más flacos y más necesitados, por allí nos bate y procura tomarnos” (EE, 327). En este sentido, el conocimiento propio –que conseguimos con las meditaciones que S. Ignacio llama de la Primera Semana (EE. 45 y s.s.), nos prepara para el discernimiento de los espíritus: éste no se hace en “abstracto”, sino en uno mismo; y cada uno es atacado con más frecuencia en aquello que es más débil, o donde haya experimentado más derrotas.
15. Estas son las Reglas de discernir de la Primera Semana; pero existen otras reglas, que son de materia “más sutil” (EE. 9), que se llaman de Segunda Semana (EE. 328 y s.s.).
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Agradecemos al P. Ignacio Garro S.J. por compartir este artículo del P. Fiorito, S.J.
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