P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J.
Continuación
Domingo 2° de Pascua
El segundo domingo pascual nos presenta a Jesús Resucitado como el centro de la fe cristiana. Esta fe requiere de un alimento espiritual, que es la Palabra de Dios trasmitida por los apóstoles; por eso la antífona de entrada nos exhorta:
“Como niños recién nacidos apeteced la leche espiritual, no adulterada, para que con ella crezcáis hacia la salvación”. (1 Pet. 2,2).
Pero el testimonio apostólico sobre la Resurrección es incomprensible sin los dones de la gracia, la cual nos hace comprender mejor cada año “que el bautismo nos ha purificado, que el Espíritu nos ha hecho renacer, y que la sangre nos ha redimido”. De ahí que en la oración colecta de este domingo pidamos a Dios el aumento de estos dones espirituales de la gracia.
Los tres ciclos del leccionario utilizan el mismo pasaje evangélico para este domingo segundo de Pascua. Se trata de la aparición de Jesús resucitado a los discípulos y de la fe de Tomás. Es muy importante señalar el misterio de la fe cristiana, y por ello la liturgia ha escogido el Evangelio de San Juan (20, 19-31).
Tomás pudo tocar las llagas del Resucitado, creyó y confesó su fe en la divinidad de Cristo diciendo:
“Señor mío y Dios mío".
El Pueblo Nuevo de Dios confesará esa misma fe sin haber visto al Resucitado, y lo hará sólo apoyado en el testimonio de los Apóstoles y en la luz interior del Espíritu. De esta manera experimentan en sí las palabras de Jesús a Tomás: “Dichosos los que crean sin haber visto”.
El mensaje espiritual de la liturgia de los días de entre semana está tomado de los Hechos de los Apóstoles y del Evangelio de San Juan.
Los textos evangélicos nos presentan a Jesús como el mensajero que viene de Dios y nos lo da a conocer; Cristo Resucitado demuestra a sus discípulos la realidad de la resurrección y de su cuerpo glorioso, come con sus discípulos y nos advierte, que si queremos entrar en el camino de la salvación, hemos de nacer del agua y del Espíritu.
Los Hechos de los Apóstoles nos muestran durante esta semana la vida de la recién nacida comunidad cristiana, su oración, su unidad por el amor, su testimonio del Resucitado a pesar de las persecuciones y las cárceles.
Domingo 3° de Pascua
El Tercer domingo de Pascua nos presenta a Pedro como el gran testigo de la Resurrección del Señor. Las primeras lecturas de los tres ciclos, tomadas de los Hechos, nos hacen contemplar la figura de Pedro hablando sin temor de la Resurrección ante el pueblo y ante las autoridades judías. Y los textos evangélicos escogidos para este domingo están centrados en las apariciones del Señor Resucitado a los discípulos encabezados por Pedro:
“¡Es verdad!, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón” (Lc. 24,34).
Y los días entre semana nos recuerdan con las lecturas de los Hechos la expansión de la Iglesia bajo la guía del Espíritu, y con las lecturas evangélicas, tomadas del capítulo 6° de San Juan, la necesidad de la participación en la Eucaristía para alimentar la fe sellada por el bautismo.
Domingo 4° de Pascua
El cuarto domingo de Pascua centra nuestra atención en el tema del Buen Pastor, título que se aplica ante todo a Cristo pero también al Padre Celestial, como vemos en la oración después de la comunión:
‘‘Pastor bueno, vela con solicitud sobre nosotros y haz que el rebaño adquirido por la sangre de tu Hijo pueda gozar eternamente de las verdes praderas de tu Reino”.
Los textos evangélicos, tomados para los tres ciclos del capítulo 10 de San Juan, nos presentan los diversos matices de la figura de Jesucristo como Buen Pastor, y las otras lecturas bíblicas están encaminadas a subrayar esos matices. Esta visión del Buen Pastor ha hecho de este domingo el día más apto para pedir a Dios por las vocaciones sacerdotales y religiosas.
Los días de esta cuarta semana de pascua nos presentan a Jesús como el único camino de salvación: Él es, pues, la puerta de las ovejas, la luz venida al mundo, el camino, la verdad y la vida... Y las lecturas de los Hechos de los Apóstoles recuerdan el anuncio misionero de los discípulos y la conversión de los gentiles.
Domingo 5° de Pascua
Los tres ciclos de lecturas del domingo quinto de Pascua insisten en la urgencia de los ministros de la Iglesia, para asegurar la trasmisión de la Palabra y de los Signos Sacramentales legados por el Señor. Pero los textos evangélicos recuerdan sin cesar a esos ministros la necesidad de estar unidos con el Señor Resucitado para producir fruto apostólico, el mensaje de estos textos queda perfectamente resumido en la antífona de la comunión:
“Yo soy la verdadera vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante. Aleluya”.
Durante la semana el evangelio subraya cómo Jesús es la fuente de todo fruto espiritual, de la alegría auténtica, de la profunda paz interior, del amor fraterno, y de la sabiduría espiritual, que detecta fácilmente los engaños del mundo.
Los Hechos de los Apóstoles nos siguen narrando las peripecias de la conversión de los gentiles a la fe cristiana y su ingreso al Nuevo Pueblo de Dios.
Domingo 6° de Pascua
El domingo sexto de Pascua nos coloca ya frente a la Ascensión del Señor, que se celebrará el jueves próximo. En este domingo Jesús Resucitado aparece despidiéndose de sus discípulos y para consolarlos les ofrece enviarles otro Consolador, el Espíritu de la verdad; por eso las lecturas de los Hechos en los tres Ciclos nos recuerdan la intervención misteriosa del Espíritu Santo en la naciente Iglesia.
Durante toda la semana el evangelio hablará de la venida del Espíritu sobre los discípulos, para dar testimonio de Jesús, para guiarlos a la verdad plena, para llenarlos de la alegría mesiánica.
La Ascensión del Señor
La fiesta de la Ascensión del Señor, cuarenta días después del domingo de Pascua, está toda ella cuajada de misterios.
Pues en esta fiesta la liturgia nos hace vivir el misterio de Cristo subiendo al cielo para reinar allí a la derecha de Dios y abrirnos las puertas de la “Ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial” (Heb. 12,22). San Juan pone en boca de Jesús el sentido más hondo de la Ascensión.
“Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo el mundo y me voy al Padre” (Jn. 16,28).
De esta manera el misterio de la Ascensión viene a ser la explicación más luminosa del misterio de la Encarnación. Por la Encarnación, el Hijo de Dios bajó hasta la condición de esclavo; por la Ascensión, el Hijo del Hombre subió hasta el trono del Padre y penetró en la ciudad eterna como una avanzadilla de la raza humana (Fil. 2, 6¬11; Heb. 9,24).
La primera lectura, tomada de los Hechos, nos narra el acontecimiento de la Ascensión y nos coloca en una actitud espiritual de esperanza. San Lucas nos cuenta que Jesús dio a sus discípulos una serie de instrucciones y disposiciones referentes al Reino de Dios, les anunció la venida del Espíritu Santo, el cual hará de los discípulos de Jesús sus “testigos en Jerusalén, en toda Judea, y Samaría, y hasta los confines del mundo”.
En seguida el texto sagrado nos narra la Ascensión de Jesús:
“Y dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a su vista”.
Después, la nota de la esperanza:
"Este mismo Jesús vendrá del mismo modo que le habéis visto subir al cielo”.
El hecho, narrado sencillamente en esta primera lectura, recibe una explicación teológica en la lectura segunda; en ella el Apóstol desea para todos los cristianos ojos iluminados para conocer el poder de Dios revelado en Cristo resucitado y sentado a la derecha del Padre, como Cabeza de la Iglesia, formada por todos los fieles. Lo realizado en Cristo ha de llenar de esperanza religiosa a todos los cristianos, pues participan misteriosamente de su cercanía divina, de la misma manera que los miembros del cuerpo humano gozan de la vitalidad de la cabeza.
Por eso la antífona de la comunión nos recuerda la enseñanza de los textos evangélicos escogidos para esta fiesta:
“Y sabed que estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Aleluya”.
Tal vez el resumen más bello del misterio de la Ascensión nos lo dé el primer prefacio del misal romano para esta fiesta. Allí leemos:
“No se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como Cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con ardiente esperanza de seguirlo en su Reino”.
Domingo 7° de Pascua
El séptimo domingo de Pascua comienza la liturgia de la Eucaristía recordando la llamada del Señor Resucitado a su Iglesia, a sus fieles desde el cielo, y la súplica ardiente de la Iglesia a Jesús para que no le esconda su rostro:
“Oigo en mi corazón: Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro. Aleluya”.
Este diálogo en la fe del Pueblo de Dios con su Señor, ausente y presente, es el fruto más bello de la oración de Jesús en la última Cena, recordada por los evangelios de este domingo en los tres ciclos. En esta oración Jesús había pedido al Padre la “vida eterna” para los suyos, la cual consiste en conocer a Dios Padre y a su enviado Jesucristo; había pedido para sus discípulos la unidad, la victoria contra el mal, la entrada en la ciudad eterna, y el amor eterno que une al Padre con el Hijo. (Jn. 17, 1-26).
Para la liturgia esta oración sacerdotal de Jesús tiene tanta eficacia, que nos hace pedir al terminar la Eucaristía un aumento de esperanza con estas súplicas:
‘‘Escúchanos, Dios Salvador nuestro, y por la comunión de estos santos misterios afiánzanos en la esperanza de que toda la Iglesia alcanzará un día la misma gloria de Jesucristo Resucitado”.
En las oraciones colectas de esta séptima semana de Pascua, desde el lunes al sábado, se pide, recordando la promesa de Jesús de enviar el Espíritu Santo a los discípulos, la fuerza del Espíritu Divino, para que los fieles de hoy podamos cumplir la voluntad de Dios con un corazón fiel, para que podamos mantenernos unidos en la verdad, para que seamos templos vivos de la gloria de Dios, para que tengamos una mente iluminada y una voluntad siempre adherida a lo bueno, para que nuestra fe aumente con los dones múltiples del Espíritu Consolador. Estas súplicas humildes han ido preparando el espíritu de los católicos para la fiesta de Pentecostés.
Pentecostés
Con esta fiesta de Pentecostés se cierra el Ciclo Litúrgico de la Pascua. Con ella llegamos a la última pieza de esta única fiesta, formada por los 50 días del tiempo pascual. Pentecostés no celebra una fiesta del Espíritu Santo, sino el anuncio de su envío y el misterio de su venida sobre los discípulos del Señor, para dar testimonio en sus corazones de la vida, muerte y resurrección de Jesús.
La liturgia de Pentecostés es muy rica, comienza con la misa vespertina de la vigilia. La oración colecta de esta misa nos señala el papel de esta fiesta en el misterio pascual al decir:
“Dios todopoderoso y eterno, que has querido que la celebración de la Pascua durase simbólicamente cincuenta días y acabase con la del día de Pentecostés... ”.
Para la primera lectura de esta misa existen cuatro textos posibles del Antiguo Testamento (Gen. 11, 1-9; Ex. 19, 3-8; Ezeq. 37, 1-14; Joel 2, 28-32); todos ellos son un anuncio profético del don mesiánico del Espíritu. Este anuncio es corroborado por el Evangelio, que nos presenta a Jesús hablando del Espíritu, "que habían de recibir los que creyeran en él”. (Jn. 7, 37-39).
San Pablo (Rom. 8, 22-27) nos da una visión teológica del desgarramiento religioso del corazón humano y de la labor medicinal del Espíritu. El cristiano ha sido salvado en esperanza, pero sigue sintiendo su miseria, pues no es capaz ni siquiera de clamar a Dios acertadamente. Entonces interviene en su ayuda el Espíritu con “gemidos inefables”, ejerce su papel de defensor y consolador.
El misterio de Pentecostés se repite sin cesar en la Iglesia, de ahí que la liturgia del día pida a Dios en la oración colecta que no deje de realizar hoy en el corazón de los fieles aquellas maravillas obradas en los comienzos de la predicación evangélica.
¿Qué fue lo ocurrido en aquel día primero de Pentecostés? La respuesta nos la da la primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles (2, 1-11): Un huracán, llamas de fuego, don de lenguas son el símbolo externo de una realidad interior, que el texto bíblico expresa con estas sencillas palabras:
“Se llenaron todos del Espíritu Santo”.
Este es el Espíritu, que fue dado ya por Jesús a los suyos en el día de la Resurrección, como nos lo dice el evangelio del día:
‘‘Recibid el Espíritu Santo”.
En el día de la Resurrección el Espíritu Santo comenzó a ser la heredad del Pueblo de Dios; en el día de Pentecostés se manifiesta al exterior esa herencia familiar. Porque a pesar de las diversas maneras y formas de vivir la fe cristiana, hay una cosa común a todos los fieles, como bellamente lo afirma la segunda lectura: Todos hemos bebido de un solo Espíritu”. (1 Cor., 12, 3-13). La contemplación de esa perenne presencia del Espíritu Santo en el corazón de todos y de cada uno de los cristianos hace exultar de gozo a la liturgia, como lo podemos constatar en la Secuencia:
“Ven, Espíritu Divino,
manda tu luz desde el cielo...
Padre amoroso del pobre;
...Fuente del mayor consuelo...”
“Tregua en el duro trabajo,
Brisa en las horas de fuego,
Gozo que enjuga las lágrimas...
Mira el poder del pecado
Cuando no envías tu aliento...”
Alentada por la certeza de la venida continua del Espíritu a la Iglesia, la liturgia entra con audacia espiritual al Tiempo Ordinario del Año Litúrgico.
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Bibliografía: P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón S.J. Año Litúrgico y Piedad Popular Católica. Lima, 1982
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