P. Adolfo Franco, S.J.
Juan 20, 1-9
El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro.
Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro; vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó. Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos.
Cristo ha resucitado y su alegría debe ser reflejada; seamos espejos de la alegría de Cristo.
La Resurrección de Jesús es el gran anuncio que tenían que hacer los apóstoles ante sus asombrados auditorios; y este anuncio tenía una fuerza tan grande que se convertían por millares, como nos cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles. Jesús mismo había dado como signo definitivo de su divinidad que El resucitaría al tercer día. Se lo había dicho a sus apóstoles para que su fe no se derrumbara cuando lo vieran morir en la cruz. San Pablo mismo en la primera carta a los Corintios (1 Cor 15, 14-22) pone la Resurrección de Cristo como fundamento de nuestra fe. Todo lo que Jesús ha enseñado es verdad, porque El ha resucitado. La palabra de Dios tiene fuerza porque Jesús ha resucitado; los sacramentos son caminos de salvación, porque Cristo ha resucitado. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo y el instrumento de la salvación, porque Jesús ha resucitado. Ese es el sentido de lo que San Pablo dice: si Cristo no ha resucitado nuestra fe es algo vacío y sin sentido.
Pero este hecho de la Resurrección de Cristo es algo tan sorprendente, tan luminoso, tan cargado de sentido, que resulta poco fácil hablar de él. Quizá podamos entrar algo en su significado si lo miramos desde distintos ángulos. Así propongo a la consideración cuatro aspectos de este misterio básico de nuestra fe: la resurrección de Cristo es un hecho; la resurrección de Cristo es también un misterio, es una fuerza y es una manifestación.
Es un hecho. Ocurrió en verdad que este Dios-Hombre muerto volvió gloriosamente a la vida, y dejó tirados por el suelo los lienzos que vestían su cadáver. Es verdad ¡con la Resurrección de Cristo la muerte ha sido vencida! lo que prevalece es la vida. Este es el hecho. Porque al decir que la resurrección de Cristo es un hecho, estamos afirmando que la vida es lo más real y definitivo, que la muerte es una situación simplemente transitoria. Al final todo lo que es muerte, dolor, fracaso, sufrimiento, todo eso acabará, porque la muerte, al ser vencida, arrastrará consigo a toda su comparsa. Todo lo que es frustración será sustituido por plenitud, todo lo que ahora es amenaza, será sustituido por seguridad, todo lo que ahora se manifiesta como fracaso, se mostrará como victoria. Tenemos en nuestra vida como una semilla llena de fuerza y de belleza que quiere reventar para manifestar todo el tesoro que Dios ha puesto ahí; y eso ocurrirá, no lo dudemos. Ahora nos vemos atacados, sentimos nuestra fragilidad, pero todo esto es pasajero, porque el plan de Dios es la Vida, y de esto nos deja una certeza la Resurrección de Cristo.
La Resurrección de Cristo es un misterio. Decir esto no es quitarle realidad a este acontecimiento y ocultarlo en la niebla. Lo que queremos decir es que la Resurrección de Cristo es mucho más de lo que podemos soñar, y por supuesto de lo que podemos entender. Lo que podemos intuir es simplemente el contorno de una realidad que se alarga en la profundidad y se eleva a las alturas. Es, por así decirlo, como un iceberg: lo que vemos es poquísimo en comparación de lo que se nos oculta. No tenemos ni idea de lo que es de luz, de paz, de gozo, de esperanza, de alegría este hecho con que Dios cumple todas las promesas que hizo a los hombres. El misterio no es un escape para ocultar nuestra ignorancia sobre algo. Al afirmar de algo que es misterio, estamos queriendo decir que se nos abre una ventana, para barruntar una maravilla de Dios, que nuestra mente lógica, no podría ni siquiera sospechar. El misterio de la resurrección de Cristo es una ventana para entrar en la realidad insondable de la misma personalidad de Cristo: en El todo es vida, todo tiene consistencia, en El se encierra toda la plenitud de la divinidad. Es la obra final y cumbre de todo el poder creador de Dios.
Es también una fuerza que transforma toda la realidad. Según las afirmaciones de San Pablo toda la creación ha recibido el efecto de la resurrección de Cristo. Todas las actividades humanas tienen la posibilidad de ser obras resucitadas para la vida eterna, y por tanto no caen en la muerte de lo que se va con el tiempo, como un soplo: la actividad del hombre, hecha en el tiempo, puede penetrar en la eternidad por la fuerza de la resurrección. Lo que hicimos no necesariamente se va al oscuro pasadizo del olvido. La resurrección de Cristo, así da una fuerza nueva a nuestra tarea en la tierra. Además, porque Cristo ha resucitado hay personas que empujadas por la fuerza de Dios realizan acciones que sobrepasan las posibilidades normales de un ser humano. Con la fuerza de la resurrección de Cristo han sido hechas todas las acciones verdaderamente sobrehumanas de los santos: las renuncias a lo mezquino, la entrega a los desheredados, la lucha incansable por la verdad y por el ser humano desposeído: tantas y tantas páginas heroicas han sido escritas en la Iglesia por seres (a veces anónimos) en los cuales brillaba la fuerza de la resurrección. Todo eso lleva en sí un poco del esplendor de la resurrección.
La resurrección finalmente es una manifestación de la divinidad de Jesucristo. Jesucristo no resucita porque alguien, fuera, en la puerta del sepulcro (como en el caso de la resurrección de Lázaro) lo llame de nuevo a la vida. Jesucristo resucita desde dentro del sepulcro, porque El mismo es Dios, El es la Vida misma y ningún sepulcro le iba a servir de cárcel. Como la explosión de un volcán, así surge Cristo del sepulcro con la fuerza de su vida. Por eso El mismo aludió muchas veces a su resurrección como prueba suprema de ser igual al Padre.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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