P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA
3.3. LA FORMA DE SIERVO
S. Pablo, hablando de
Jesucristo dice: "Se manifestó en
todo su porte como hombre". Filp 2, 7. La Iglesia, en su magisterio,
mantuvo siempre la enseñanza revelada en la Sagrada Escritura: Jesús es, sin
duda, verdadero Hijo de Dios y verdadero Dios, pero al mismo tiempo es
verdadero hombre: "íntegro en cuanto a la divinidad e íntegro en cuanto a
la humanidad, consubstancial con el Padre, según la divinidad y consubstancial
con nosotros según la humanidad, en todo semejante a nosotros, excepto en el
pecado (Hebr 4, 15)". Denz.148.
En la historia del dogma
cristológico se observa que: la fe misma en la divinidad de Jesús ocasionó una
tendencia a negar su humanidad, porque parecía imposible que Dios se hiciese
hombre (docetismo); más tarde la oposición se redujo a suprimir en Jesús lo
específicamente humano la existencia de un alma racional humana, (apolinarismo)
y cuando de vio que esto era imposible se trató de limitar al mínimo la
actividad propia de la humanidad de Cristo, imaginándola como un instrumento
inerte de la persona divina del Verbo, (monofisimo y monotelismo).
La Iglesia afirma: que
Jesucristo asumió una verdadera naturaleza humana. Fue verdadero hombre, en
todo, menos en el pecado. Es decir, un hombre real y verdadero como nosotros,
Jn,1,14: "El Verbo se hizo
carne...".
Las características
específicas de la humanidad de Cristo ya las vimos en la primera parte del
tratado al hablar de la verdadera humanidad de Cristo.
S. Pablo dice en Filp 2,
6-7: dice: "El cual, siendo de
condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó
de sí mismo tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres
y apareciendo en su porte como hombre". Así pues, Jesús es nuestro
hermano, no solamente porque es un hombre semejante a nosotros con semejanza
específica de naturaleza, sino además,
"porque es carne y sangre nuestra", "carne y huesos de nuestra
carne y hueso", Gen 29,13-15; Hebr 2, 14. Dios no creó a Jesús de una
naturaleza humana especial, distinta a la nuestra, es decir, de otro material,
como diría S. Ireneo de Lyon, sino que, porque había que sanar y
"recapitular" precisamente lo que por Adán se había corrompido (pecado
original), el nacimiento virginal de María no desmiente la pertenencia a
nuestra familia humana. Y el Hijo de Dios, al encarnarse, se sumerge en todo el
espesor de la existencia humana, limitaciones, dolor, sufrimiento, y muerte,
todo ello como consecuencia del pecado. Es lo que S. Pablo expresa con una
frase muy dura al decir: "El Padre
envía su Hijo en carne semejante a la nuestra, carne de pecado", Rom
8, 3.
Así pues, el Hijo de Dios
no se encarnó en una humanidad glorificada e impasible a las miserias humanas,
sino que asumió naturaleza humana débil, humillada y despojada de todo
esplendor. Es lo que S. Pablo nos manifiesta en el himno cristológico de Filp
2, 6-11: Se trata de la "kénosis", (vaciamiento). En esta kénosis no
se trata de una pérdida de los atributos divinos propios de la divinidad de
Cristo, porque no deja de ser Dios al hacerse hombre, la encarnación no
desdiviniza al Hijo, sino que lo humaniza. El misterio consiste en que Jesucristo es
"verdaderamente Dios, íntegro en su divinidad, consustancial con el
Padre", y al mismo tiempo "es verdaderamente hombre, íntegro en su
humanidad, consustancial con nosotros". Denz 148.
La kénosis afecta a la
persona divina del Hijo, en cuanto hacerse hombre, acepta un modo de
existencial totalmente humano "a lo Dios", sino también, "a lo
hombre"; porque se resigna su filiación divina en un plano inferior al
divino: en el plano humano. Y este plano humano es el de la limitación propia
de la naturaleza el trabajo, el esfuerzo, el dolor y finalmente, la muerte. Por
eso hay no sólo kénosis del Verbo en cuanto Dios, sino también de Cristo en
cuanto hombre porque con su voluntad humana renuncia a la gloria del Señor
para vivir la vida de Siervo de Yahvé.
3.4. EL DIOS - HOMBRE
La doble afirmación de la
verdadera divinidad y de la verdadera humanidad del Hijo de Dios hecho hombre,
nos hace abordar ahora el problema de la "relación" y
"unión" de lo divino y de lo humano en aquel que con un único vocablo
llamamos: Jesucristo.
En el Concilio de Efeso se
definió que el Verbo divino se había hecho hombre, no por un cambio o
transformación suya, sino en virtud de una unión no meramente efectiva, sino
real, es decir, la gracia de unión hipostática: que es la gracia de unión de
la naturaleza humana y de la naturaleza divina en la unidad de la Persona del
Verbo. Constituyendo un único Jesucristo e Hijo, por razón de la unión
misteriosa e inefable en una sola persona. Veinte años después el Concilio de
Calcedonia perfila más la fórmula dogmática diciendo: "uno y el mismo Cristo
en dos naturalezas inconfusa e inmutablemente, indivisa e inseparablemente...
unidas en una única Persona y una única hipóstasis". Denz 148. Y la
doctrina así definida se afirma "ser conforme a la enseñanza de Jesucristo
y del Símbolo de los Padres" (Concilios de Nicea y Constantinopla). En él
se profesa la fe "en el único Señor Jesucristo, Hijo de Dios, unigénito,
engendrado del Padre... , consustancial con el Padre... el cual (Jesucristo)
... por nuestra salvación se encarnó e hizo hombre". Denz 40.
Así, pues, en Jesucristo no
pueden distinguirse dos sujetos, uno que sea Dios nacido en la eternidad del
Padre, y otro que sea hombre nacido de la V. María; sino que uno mismo y único
sujeto el Dios-Hijo es hijo de María, la "Theotókos", (theos = Dios,
Tokos = madre), la madre de Dios-Hombre. Esto es lo que quiso expresar el
Concilio de Calcedonia, al definir la unidad de persona en la dualidad de
naturalezas, o inversamente, la dualidad de naturalezas en la unidad de
persona. Así, Jesucristo no es Dios en un hombre, sino Dios-Hombre.
En la fórmula del Concilio
calcedonense se emplean dos términos "clave": "Persona" y
"Naturaleza". Por "naturaleza" se entiende aquí la esencia
y propiedad de una cosa, o el conjunto de características o cualidades o
atributos o partes de una cosa. Así hablamos de naturaleza humanas naturaleza
animal, etc.
En contraposición a
"naturaleza" entendemos por "persona" al sujeto de quien es
la naturaleza, el individuo de quien se enuncian como propias aquellas
cualidades o partes. Expresado de otro modo: en la terminología clásica
"persona" y "naturaleza" se distinguen como
"quién" y "qué"; "alguien" o "algo".
Aplicando estos conceptos a Jesucristo la idea que se quiere enunciar en la
fórmula dogmática al hablar "de una persona en dos naturalezas", o
"dos naturalezas en una persona", es "hipostáticamente" y
quiere decir que en Jesucristo no hay más que un único "alguien" que
posee una doble serie de algo; un único "quién" al que pertenece un
doble género de "qué"; un único "yo" de quien es un doble
conjunto de propiedades y acciones divinas y humanas.
En Jesucristo podemos y
debemos distinguir lo divino de lo humano, pero no podemos disgregar dos
"sujetos", dos "yo", a cada uno de los cuales corresponda
una de aquellas dos líneas de cualidades y acciones; ni mucho menos podemos
dividir un "yo divino" contrapuesto a un “yo humano", Jesucristo es un solo "YO", el del
Verbo divino que tiene dos naturalezas, la divina y la humana y cada una de las
naturalezas obra según sus propiedades y características que le son propias.
Conc. Lateranense (649).
En el NT. la relación de lo
divino y lo humano en Jesucristo muestra la unidad e identidad de Jesús-Hijo
como único poseedor de la condición divina y su modo de existencia humano. Es
una relación soteriológica, es decir, dinámica. Lo encontramos en la frase: "No hay más que un sólo Dios y un solo
mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo, hombre él mismo, quien se
entregó a sí mismo como rescate por todos". 1 Tim 2, 5-6. En los evangelios sinópticos llama la
atención lo relativamente poco que habla Jesucristo sobre sí mismo, le
interesan: únicamente Dios, a quien siempre llama "mi Padre", y los hombres, muy particularmente los
pobres y los pecadores a quienes invita a la conversión y a la entrada en el
Reino de Dios. Referente a sí mismo dice: "Nadie
conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quiera revelárselo" ,
Mt 11, 27.
En el evangelio de Juan,
sin embargo, las afirmaciones de Jesucristo sobre sí mismo son muy abundantes,
predominando la forma: "YO", en griego = (eimi): "Yo soy el pan de vida". "Yo soy la luz del
mundo". "Yo soy el buen pastor". "Yo soy la resurrección y
la vida". "Yo soy el camino la verdad y la vida". Son
afirmaciones que definen su puesto en relación con su Padre, (a quien nadie a
visto) y los hombres. En Jesucristo habla obra el Padre para la salvación de
los hombres, hasta el punto que llega a decir: "quien me ha visto a mí, ha visto a mi Padre", Jn 14,
10.
El Padre, está en
Jesucristo y se nos presenta en él, como lo pudo estar presente en ninguno de
los profetas y de los santos. Jesucristo porque procede de la esfera de lo
divino puede mostrarnos el Padre y a la vez pertenece a nuestra esfera humana,
porque sólo así puede ser transparencia de Dios para nosotros. Por ello
Jesucristo en su encarnación no pudo ser redimido sino lo que Dios hizo suyo en
su Hijo, y no pudo ser deificado sino lo que en Jesucristo fue unido con Dios.
Así, el misterio de la economía salvífica nos revela que Dios sin perder su transcendencia
inaccesible, ha saltado la distancia infinita que le separa de sus criaturas
para comunicarse íntimamente a los hombres, esto lo ha hecho ''por" y
"en" Jesucristo. Así Pablo puede decir: "Todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de
Cristo... como que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo el
mundo", y por eso, "el que está en Cristo, es una nueva
criatura", 2 Cor.5,17-19.
La presencia del Padre en
Cristo transciende y sobrepasa infinitamente todo otro modo de presencia porque Dios-Padre está en Cristo como en su
Hijo único, "el unigénito-Dios, que
está en el seno del Padre", Jn.1,18. "Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo
revele", Mt.11,27; "Nadie
se acerca al Padre sino por mi", Jn 14, 6. Así el dogma de la unida
interna del Dios-Hombre nos muestra el centro del misterio de la redención en
el que el Padre nos salva "por Cristo" y "en Cristo", no
por un hombre a secas sino por el Dios hecho Hombre, este es el "mediador"
perfecto ya que Dios Padre a querido reconciliarse con los hombres por medio de
su Hijo hecho hombre. El fin de la encarnación, como inicio del misterio de la
redención no puede ser sino la comunicación del Padre como Padre a los hombres
por medio de su Hijo-Hombre, que es Jesucristo. En otras palabras, Cristo no es
el término último de la comunicación del Padre, sino el medio; mejor dicho, es
el "mediador". Su mediación es perfecta e insuperable, él vez él es
verdadero hombre. Así Dios Padre ella una nueva Alianza con los hombres en la
mediación de su Hijo de la sangre de Jesucristo, Mt 26, 28.
Al contemplar así al
Dios-Hombre comprendemos que Dios, en su infinita condescendencia, se ha
comprometido verdaderamente con el género humano al darnos a su Hijo hecho
hombre como nuestra salvación. Así el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo,
con la cooperación del Espíritu Santo es nuestro Salvador. Todo esto queremos
decir al afirmar que Jesucristo como Dios-Hijo posee la experiencia de ser
Dios, y como hombre hace la experiencia vital de ser verdadero hombre y se
puede decir de él: el Dios- Hombre y el Hombre-Dios.
3.5. LA INTERVENCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO
Después de haber estudiado
la iniciativa del Padre y la encarnación del Hijo, nos preguntamos qué parte
cabe al Espíritu Santo en este misterio. La respuesta nos la da S. Lucas, pues
es sabido que en su Evangelio subraya con más frecuencia que Mt y Mc la
presencia y actividad del Espíritu Santo. Así en la Anunciación del ángel a la
V. María dice: "El Espíritu Santo
vendrá sobre ti... y por eso lo que nacerá de ti santo, será llamado Hijo de
Dios". Lc 1, 35.
En efecto, Lucas, en los
primeros capítulos de su evangelio señala la presencia del Espíritu Santo.
Actúa sobre los personajes más cercanos al misterio de la encarnación. Veamos,
el ángel promete a Zacarías el nacimiento del Precursor, Juan el Bautista,
quien, "desde el seno materno estará
lleno del Espíritu Santo", Lc 1, 15. Poco después, Isabel, ante la
visita de su pariente la V. María y al recibir el saludo de María, "se llenó del Espíritu Santo... y
exclamó con gran voz", Lc 1, 41-45. Simeón el anciano que había
recibido del Espíritu Santo la promesa de no morir antes de haber contemplado
con sus ojos al Mesías, "llevado por
el Espíritu Santo", prorrumpe en alabanzas de Dios, Lc 2, 25-35.
Pero de quien el Espíritu
Santo toma posesión de un modo especial es, de María. De ella nos escribe Lucas
que está: "llena del Espíritu
Santo", dará a luz el Hijo de Dios, por eso el Espíritu Santo descenderá
sobre y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra". Lc 1, 35.
María es "llena de gracia , la que
ha encontrado favor delante de Dios". Lc 1, 28
Dios la eligió con
predilección particular para ser Madre del Hijo Dios, y puso en ella su amor,
es decir, puso en ella su Espíritu Santo. Así María, fue enriquecida desde el
primer instante de su concepción (inmaculada concepción) con esplendores de
santidad del todo singular. Era pues necesario preparar a María para que, como
dice S. León Magno: "engendrase al Hijo de Dios con el corazón antes que
con su cuerpo". Era necesario infundirle aquella caridad a Dios y a los
hombres que el Espíritu Santo difunde en los corazones, Rom 5, 5. Para
colaborar en la obra más espiritual y sublime de las obras de Dios, era
menester que María se moviese según el Espíritu Santo que moraba en ella, Rom
8, 4-9. María desde el instante mismo de su concepción fue consagrada para que
en su seno deposite el Padre a su Hijo unigénito; y ha sido consagrada
totalmente, en el cuerpo y en el alma, por la acción santificadora del Espíritu
Santo.
Pero evidentemente donde el
Espíritu Santo está presente de modo único es en el mismo Jesucristo. El
Espíritu Santo es en la Santísima Trinidad, el lazo de amor entre el Padre y el
Hijo. Esta unión íntima parecería romperse al ser enviado el Hijo y tener que "salir del lado de su Padre",
para "descender" al mundo; pero esta aparente distanciación no
quebranta la unión profunda del Hijo con su Padre: "el Padre no me abandona, no me deja solo". Jn 16, 32;
8, 16; porque el Hijo no deja un instante de estar "en el seno del
Padre", y el Padre y el Hijo continúan amándose ininterrumpidamente, Jn
10, 17; 14, 31. Esta continuidad del lazo de amor entre el Padre y el Hijo
durante su vida mortal lleva consigo la presencia del Espíritu Santo, que es
precisamente el amor con que mutuamente se aman Padre e Hijo. La razón última
es que el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo, y, siendo
Jesucristo personalmente el Hijo de Dios, la presencia del Espíritu Santo en él
se deriva necesariamente del origen intratrinitario del Espíritu; porque
Jesucristo, al hacerse hombre, no ha perdido su identidad personal
intratrinitaria.
El modo de intervención del
Espíritu Santo en el misterio de la encarnación se concentra en los personajes
centrales. En Jesús con una presencia "sin medida". En María, con una
plenitud correspondiente a su maternidad divina, y más limitada y
esporádicamente en Zacarías, Isabel y Simeón, como hemos visto.
En resumen: el Espíritu
Santo, ni "envía" ni "viene" en el misterio de la
encarnación, pero no puede estar ausente allí donde el Padre "envía"
y el Hijo "viene". Y esto, no sólo porque la encarnación en lo que
tiene de obra "ad extra" de la trinidad, es inseparablemente común a
las tres personas divinas, sino además, porque en ella le corresponde una
actividad conforme a sus propiedades personales. Su presencia no es una
asistencia pasiva, sino una intervención positiva de santificación y de
revelación. Porque la propiedad del Espíritu Santo es la de interiorizar,
penetrar e impregnar, como impregna un ungüento o perfume, como penetra en lo
íntimo el amor. Al interiorizar y penetrar, santifica y enciende la llama del
amor que ilumina e inflama. El Espíritu Santo revela los misterios de Dios y da
a conocer su sentido, 1 Cor 2, 10-12; y es él quien al difundirse en los
corazones, prende en ellos la caridad, Rom 5, 5. Por eso interviene en este
misterio: revelándoselo a almas escogidas para que profeticen: Zacarías,
Isabel, Simeón; haciéndoselo amar a María para que consienta ser madre de
Jesús; y en Jesucristo santificando "sin medida" su humanidad
individual, para que también en ella conozca y ame al Padre, como el Padre le
conoce y le ama, Mt 11, 27.
Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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