DOMINGO
XXVII
del
Tiempo Ordinario
Mateo
21, 33-43
Jesús nos dice que hay que dar fruto y que ese fruto no es para nosotros, sino que hay que darlo.
Hoy
se nos narra la parábola del dueño que renta su viña, y que después reclama a
los arrendatarios que le entreguen sus frutos, y que termina con la muerte del
hijo del dueño de la viña.
Esta
parábola está dirigida especialmente a las clases judías dirigentes: Dios les
ha encomendado su pueblo, su viña, y cuando les manda mensajeros para que le
devuelvan algún fruto, se niegan a entregar los beneficios y terminarán matando
al Hijo. Como de hecho terminaron llevando a Cristo a la muerte de cruz.
Aparte
de este sentido específico que tiene para aquel entonces, esta parábola también
tiene para nosotros una lección. Quizá podemos compararla con la parábola del
sembrador y con la de los talentos. Porque tiene algunas semejanzas con ellas
En
la del sembrador se plantea el problema de la necesidad de que el terreno dé
buenos frutos. En la de los talentos se nos dice que hay que producir fruto con
los talentos recibidos. En esta de hoy igualmente se reprocha a los
arrendatarios que no devuelven fruto al dueño del campo. Tienen mucho en común
y en particular, coinciden en la exigencia de producir fruto: hemos recibido
una semilla, o unos talentos, o una viña, y debemos retribuir al Señor con
nuestros frutos.
Claro
que hay matices diversos entre las tres parábolas, pero hay lección de fondo
común: tener una vida fructuosa. El Señor que nos ha dado tanto, espera que
produzcamos fruto, que le devolvamos lo recibido pero con beneficios. Aparte,
naturalmente, del sentido tremendamente trágico que tiene la parábola de hoy,
que termina con la muerte violenta del hijo del dueño. En este caso, los
arrendatarios, no solamente no dan fruto, sino que además matan; qué tremendo
es que no sólo no demos frutos para Dios, sino que además lo matemos en nuestro
corazón.
Es
necesario reflexionar sobre el hecho fundamental del dar fruto. Hemos recibido
una vida, de parte de Dios; además con esta vida hemos recibido dones,
enseñanzas, hemos sido colmados de gracias de Dios. Nuestra vida es una
sucesión de riquezas que Dios nos ha concedido. Y espera que nuestra vida
produzca sus frutos. Dios nos quiere, y no acepta que nuestra vida sea inútil,
una vida para nada. Naturalmente no es que nuestros frutos lo vayan a
enriquecer a El. Se trata de nosotros mismos y de nuestro prójimo: ¿a quiénes
ha beneficiado nuestra vida? Esos son los frutos que Dios espera de nosotros.
Pero
se ha insistido siempre principalmente en los frutos como buenas obras: frutos
de una vida, así pensamos, son las actividades apostólicas, el servicio de los
misioneros, las obras de caridad que hemos realizado, nuestra lucha por la
justicia, la siembra de valores: en fin una cantidad de buenas obras, de
actividad en bien de los hermanos, de la sociedad, del mundo. La colaboración
con la Iglesia
de la obra de la salvación.
Pero,
se puede hacer una pregunta ¿sólo de eso se trata? Se pensaría en Dios como un
empresario (aceptemos la comparación) de una gran empresa apostólica. El
gerente de esta empresa, en que se “producen” campañas, difusión de valores,
lucha contra el hambre, cristianización; y quiere que haya colaboradores, a
nivel gerencia, en mandos intermedios y como obreros. Y las parábolas irían
entonces encaminadas a exigir la efectividad apostólica: la realización de
obras.
Todo
eso está bien, pero ¿sólo de eso se trata? ¿Y la relación personal? ¿Cuál es el
verdadero fruto que Dios espera de nosotros? El fruto que Dios espera de
nosotros es nuestra propia persona. Lo que Dios quiere como fruto, es que nos
entreguemos a El voluntariamente. Dios no es un gerente de una empresa
apostólica, es un Padre, es un amante celoso. Lo que le interesa es nuestro
corazón, nuestra vida dedicada a amarle. El considerar sólo el fruto como las
buenas obras, es una forma incompleta de ver el problema y una forma incompleta
de examinar la lección que encierran estas parábolas.
De
hecho la semilla, los talentos y la viña no son cosas que Dios nos da, son
propiamente su gracia (que es su propia vida), es su amor, es su Hijo que nos
salva. Así que en todo eso que Dios nos da y de lo que espera fruto, lo que hay
de más esencial es su amor: Dios nos da su amor, se nos da El mismo, y por eso
el fruto que espera es nuestro amor, El espera la donación de nuestra persona:
entregarle libremente esta vida que es el mayor don del que cada uno de
nosotros disponemos.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
Para acceder a otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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