P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
El evangelio nos revela que humanidad de
Jesús, investido en el bautismo con la fuerza del Espíritu, lo primero que hace
es ir al desierto y consagrarse a la oración y la penitencia durante un tiempo
larguísimo, 40 días.
Nosotros, presencia de Cristo hoy en el
mundo, que hemos recibido su Espíritu de Él y como Él y que tenemos la
obligación de continuar su labor en el mundo, también necesitamos orar y ayunar
(es decir llevar una vida austera y de sacrificio).
La Iglesia nos lo recuerda desde el comienzo
de la Cuaresma. Trabajamos mucho, empleamos todos los medios que podemos, pero
me parece que oramos poco y nos sacrificamos menos de los debiéramos.
Oramos poco. Poco por nosotros mismos.
Porque para corregir nuestros defectos y pecados, que a veces persisten sin
disminución, para alcanzar virtudes que nos faltan, para que nuestros esfuerzos
apostólicos tengan eficacia, para comprender y gustar la palabra de Dios,
necesitamos de la gracia sobrenatural. Pero la gracia viene de solo Dios y Dios
la da normalmente si la pedimos en la oración.
Oramos poco por la Iglesia y por eso hay
escasez de vocaciones. Las llamadas de Dios tienen que vencer hoy muchos más
obstáculos; por eso hay que orar más. Hoy hacen falta más cristianos
comprometidos en la política, en los medios, en la educación y enseñanza… Sin mucha oración no los tendremos.
Y si no oramos por los hermanos
separados y por los no bautizados, ni habrá quienes les hablen de Jesús y su
Iglesia, ni la llamada de la Verdad les llegará con la debida fuerza.
Y se ora poco en la familia. Y
¿entonces? No nos extrañen las muchas cosas que suceden. Dios no está ni actúa,
como quisiera, en esa familia.
Hay que orar, hay que orar más. Porque
es de lo más necesario, la Iglesia empieza siempre la Cuaresma con este ejemplo
de Jesús, que nos pide que oremos más. Tendremos entonces a Dios más de cerca,
en la nube de las actividades diarias nos hablará y en la noche nos iluminará.
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