DOMINGO 2°
CUARESMA (A)
“ESTE ES MI HIJO. ESCÚCHENLE”
Hoy la Iglesia lleva nuestra reflexión
al centro esencial de nuestra salvación: Jesucristo. Para salvarse es necesario
creer en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, Dios verdadero y hombre
verdadero, que fue muerto en la cruz para el perdón de nuestros pecados,
resucitó al tercer día, fundó la Iglesia Católica, subió al Cielo, envía el
Espíritu Santo por el que recibimos la salvación y nos juzgará un día a todos.
No hay salvación sin creer en
Jesucristo. No hay salvación sin amar a Jesucristo. No hay salvación sin la
gracia de Dios que nos viene por Jesucristo y de Jesucristo.
Son la fe y el amor a Jesucristo el
camino necesario de salvación. La voz de Dios, que escucharon Pedro, Santiago y
Juan en el monte Tabor, la consignan tanto Mateo como Marcos y Lucas porque
está dicha para todos los discípulos, para todos nosotros: “Este es mi Hijo, el
amado, mi predilecto. Escúchenle”.
Jesús es “el camino, la verdad y la
vida; nadie puede llegar a Dios Padre sino por Él”. Palabras como éstas las encontramos
constantemente en la Escritura. Pero el camino puede hacerse más o menos
deprisa, la verdad puede verse más o menos claramente, la vida puede ser más o
menos vigorosa. La Iglesia, tratando de vigorizar nuestra fe, nos lo recuerda
muchas veces y desde luego todos los años en la Cuaresma.
La vida para un creyente en Cristo, como
lo somos nosotros, ha de ser un proceso en el que Cristo vaya siendo lo más
importante. Conociendo y amando más y más a Cristo nos vamos haciendo más y más
hijos de Dios, que es nuestro fin último y felicidad completa, y participamos
más y más de la presencia del Espíritu Santo que nos une al Padre y a Jesús.
Cierto que todo esto es un misterio, el
misterio del Dios Trino y Uno y los misterios en primer lugar hay que creerlos,
pero sobre todo hay que vivirlos. Y a esto nos anima la Iglesia en la Cuaresma:
a tomar conciencia de que somos hijos de Dios, a vivir de Cristo y a llenarnos
de los dones, luz y fuerza del Espíritu con la oración, la purificación de los
pecados y la cruz y sacrificios necesarios para ello. Tiempo de gracia, que
culminará resucitando con Cristo y recibiendo con abundancia de la plenitud del
Espíritu con toda la Iglesia en Pentecostés.
Todos los dones que Dios nos ha dado,
nos da y nos dará se concentran en Jesucristo. De Él nos habla el Antiguo
Testamento. Abrahán, saliendo de su casa y la promesa de Dios de hacerle padre
de un gran pueblo, es figura de Jesús, saliendo del seno del Padre para hacerse
hombre en este mundo y ser el origen de un pueblo nuevo; con su nombre se
bendecirán y son bendecidas todos los hombres, formando una sola familia, la
Iglesia. Por medio de Él nos ha dado y nos da su gracia el Padre. Él es el
predilecto del Padre y nuestra salvación es escucharle y seguirle.
Los grandes misterios de nuestra
salvación son misterios de Cristo. Vivir la fe es vivir de Cristo. Todo en la
Iglesia nos habla de Cristo. Hemos sido bautizados en Cristo y así hechos con Él
hijos de Dios. Venimos a misa a encontrarnos con Cristo, imploramos su misericordia,
nos alimentamos con su palabra, recordamos y nos incorporamos a su sacrificio
por nosotros, nos alimentamos de su cuerpo, de Él recibimos el Espíritu Santo,
Él es quien sentenciará el valor de nuestra vida terrena, siguiéndole a Él
esperamos entrar en la gloria eterna, todo lo pedimos al Padre por medio de
Cristo.
No lo olvidemos: en Jesús encontramos
toda la verdad y toda la gracia que necesitamos para nuestra salvación. Él está
vivo, ha resucitado, nos ama y nos acompaña en la vida. Vivamos de esta fe: “El
justo vive de la fe”. Si nos parece que no está cerca, la culpa no es de Él,
sino nuestra.
Gran medio para vivir esta verdad es la
devoción al Sagrado Corazón, medio dado por Él a la Iglesia y que ha renovado
en la devoción al Señor de los Milagros.
¡Qué maravilla es amar a Jesucristo!
¡Qué fantástico es tener fe!
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