P. Vicente Gallo, S.J.
Todos
los matrimonios, los de esposos cristianos también, viven en lo que llamamos el
mundo: en él nacen, en él crecen, de él reciben su educación, sus criterios, su
cultura, y en él viven recibiendo permanentemente su influencia. Los hombres y las mujeres nacen con su
diferente sexo, acompañado de un fuerte instinto de experimentarlo y de
disfrutar el goce único que Dios quiso poner en el ejercicio de la
sexualidad. Ese goce único, y el instinto
de disfrutarlo, es indispensable para que permanezca sin marchitarse el amor de
la pareja unida en matrimonio; y mucho más para que, por la fuerza de ese
instinto, ambos esposos se arriesguen a procrear y asuman los trabajos y
sufrimientos que les dará un hijo procreado.
Sin la fuerza de ese instinto, la humanidad habría corrido el peligro de
extinguirse.
Es importante recordar que la sexualidad del
varón, aun en lo instintivo, tiene notables diferencias con la sexualidad de la
mujer; y que, en ambos, no se agota la diferencia en lo genital, sino que
también abarca las diferencias que hay en el aspecto psicológico del uno del y
otro. De lo sexual del varón, es la
fuerza, el querer dominar e imponerse a la mujer, el sentir el deber de
protegerla y de ganar el sustento para ambos, como ocurre también en las
especies animales generalmente. De la
sexualidad de la mujer es el ganarse al otro en base a la ternura y el encanto,
el acoger con amor al marido como después a los hijos, la fortaleza y el aguante
cuando sobrevienen las desgracias o las enfermedades, el adelantarse aun a
perdonar, el tener detalles de delicadeza en el trato y de calor en el hogar,
el conquistarse al hombre agradándole en todo; que no son elementos de
esclavitud impuesta o aprendida, sino de verdadera feminidad necesaria
para un matrimonio y para los hijos que se tengan.
El mundo, desde tiempos inmemoriales,
convirtió al varón en señor, por razón de lo sexual que posee como
“macho”; es el llamado “machismo”. A la mujer
la ha venido convirtiendo en sierva, sometida al hombre, inferior a él y hecha
para servirle. Felizmente en nuestros
tiempos esto tiende a superarse, más que por iniciativa de los varones en razón
a una cultura nueva, por conquista de la mujer en su denodada lucha para salvar
la igualdad de derechos como persona, que los tiene la mujer igual que el
hombre.
Logros de este movimiento “feminista” han
sido, por ejemplo, el acceso de la mujer a estudios y al ejercicio de
profesiones que antes se consideraban “para hombres”, y hoy lo son igualmente
“para mujeres”, hasta ser miembros del Ejército y de la Policía en todos los
grados. Pero lo que no se ha podido
lograr, porque es distinto en cada sexo, es, por ejemplo, la misma fuerza de
los hombres en ciertos deportes que necesitan gran esfuerzo físico, que no
basta entrenarlo. Y tampoco se podrá lograr que las características
psicológicas y espirituales femeninas sean las mismas que las masculinas: su
diferencia es real, es riqueza de la humanidad, y debe cultivarse.
La
igualdad de derechos y deberes como “personas”, sean varones o mujeres, es una
conquista, sin género de duda. El
vestirse igual, el tener los mismos modales, o cosas parecidas, no es mayor
adelanto digno de elogio, sino algo totalmente accidental. Hablar groserías y
blasfemias, fornicar o cometer el adulterio, igualando a las mujeres con los
hombres, no es lograr “igualdad de derechos”, ni es una “conquista” del
feminismo; sino envilecer a la mujer en lo que antes no estaba tan abajo como el
hombre para suerte de ellas y de la humanidad.
La verdadera “educación sexual” de quienes
despiertan a ser hombres o mujeres no consiste en dar información de lo
que se puede hacer con el sexo y cómo se hace; debería ser enseñar la santidad que hay en los
elementos del sexo humano, sea del hombre o sea de la mujer, tal como la
naturaleza los da y Dios los quiso. Lo
que deben aprender quienes ya son púberes o adolescentes es a respetar
su sexo en lugar de profanarlo, a ser responsables de su uso, conforme a su
auténtica finalidad; y no usarlo prescindiendo de los fines que tiene y para
los que lo hizo el Creador. Porque, definitivamente, la diferencia entre el
sexo de los hombres y el de los animales, es que estos últimos sólo se rigen
por el instinto, mientras que el hombre se debe regir por la responsabilidad
personal desde la razón correcta, la libertad de no ser esclavos de nadie ni de
nada, y desde la fe en Dios.
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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.
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1 comentario:
Muchas gracias por esta enseñanza: Es muy valioso el elegir por la responsabilidad personal desde la razón correcta, para mantener la libertad de no ser esclavos de nadie ni de nada, y desde la fe en Dios.
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