Conviértanse, que estoy cerca
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Is 43,18-19.21-22.24-25; S 40; 2Cor 1,18-22; Mc 2,1-12
Hemos comenzado el Miércoles de Ceniza este tiempo en que la Iglesia nos convoca a la conversión, la penitencia y la oración. Se trata de prepararnos bien para revivir la gracia de la pascua, para que la muerte y la resurrección del Señor transformen más y más nuestro modo de ser y obrar. Desde el Corazón misericordioso de Cristo en cada cuaresma fluyen gracias abundantes de conversión, de superación de vicios, de mejoras inesperadas de las virtudes, de crecimiento en Cristo en las decisiones de la vida. “Si hoy escucharen mi voz, no endurezcan el corazón” (S 95,7s). Como con Noé, el Señor quiere renovar su pacto de amistad con nosotros, aunque la haya precedido una historia de pecado.
El evangelio de hoy parte del momento en que Jesús acaba de ser bautizado. El cielo se ha abierto, el Espíritu Santo ha descendido sobre él y la voz de Dios Padre le ha proclamado su Hijo amado. Con nuestro bautismo también nosotros fuimos hechos verdaderos hijos de Dios, el cielo se nos ha abierto y el Espíritu Santo se nos ha dado. “Inmediatamente —dice Marcos— el Espíritu llevó a Jesús al desierto”. Este término, “inmediatamente”, no lo recoge el texto litúrgico, pero está en el evangélico. La palabra “llevó” traduce del griego, que es mucho más fuerte; la emplea el evangelio muchas veces para expresar el poder divino de la palabra de Jesús expulsando demonios. Sería mejor tal vez traducirla como “lanzó violentamente”. Con esa fuerza del Espíritu, que le empujaba desde el fondo de su ser, Jesús fue lanzado (“catapultado”, podríamos también traducir) “al desierto”. ¿Por qué? ¿Qué busca? El desierto en la Biblia es el lugar de las grandes experiencias de Dios: Abrahán, Moisés, el pueblo de Israel 40 años, el profeta Elías. Jesús ha sido lleno del Espíritu; tiene por delante la misión que le ha traído a este mundo: “salvar a su pueblo –a todos los hombres– de sus pecados” (v. Mt 1,21). Salvar, librarlos de sus pecados y llevarlos a Dios. Por eso tiene ansia y necesidad de estar largo y a solas con el Padre. El que tiene el Espíritu de Cristo tiene necesidad de Dios. El que ama a sus hermanos, el que quiere su salvación del pecado, tiene necesidad de Dios. Este es el primer objetivo de la Cuaresma: el encuentro con Dios, que me salva y me capacita para salvar. Es absurdo pretender una vida cristiana sin la presencia de la oración. La Iglesia es ante todo una comunidad orante. La gracia nos hace lo primero hijos verdaderos de Dios. La oración activa esas nuestras energías sobrenaturales, que Dios nos ha dado: la fe, pues nace y se alimenta de ella; la esperanza, que es la aspiración y tensión para alcanzar a Dios; la caridad, que es el encuentro ardiente y creador con el Amor siempre más grande. Un esfuerzo por mejorar la calidad de sus momentos normales de oración, comenzando por la eucaristía dominical, por aumentar el tiempo dedicado a la escucha orante de la palabra, será ampliamente respondido por Dios. Una petición del discípulo al Señor: enséñanos, enséñame a orar (Lc 11,1), no dejará de ser escuchada. Busquen, hermanos, que en esta cuaresma Dios les abra (y ustedes entren) la puerta de su intimidad: “Estoy a tu puerta y llamo” (Ap 3,20). Ojalá que la llama de la zarza, que no se extinguía y sorprendió a Moisés en el desierto, arda estos días en sus corazones y mejore su brillo en un salto de calidad.
El desierto es sin embargo también la tierra árida, dura, lugar de la prueba y lucha con Satán, el príncipe del mal, el que quiere siempre vencer a Dios haciendo pecar al hombre, el Anticristo. “Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre las fieras salvajes, y los ángeles le servían”. Es todo lo que dice Marcos de aquellos 40 días. Probablemente no conoce al detalle la historia de las tentaciones, que han narrado Mateo y Lucas. De todas formas estas dos líneas están unidas a la narración del bautismo y responden al fin catequético de este evangelio. Las bestias salvajes simbolizan en el A.T. los poderes malignos (S 22,11-21; Ez 34,5.8.25). Someterlas y pacificarlas será propio del Mesías y triunfo de la justicia (Is 11,6-9). El salmo 91 (11-13) habla del dominio sobre las bestias con una promesa de ayuda de ángeles. No nos hagamos ilusiones, que no son cristianas. El bautismo no garantiza una vida sin problemas. La búsqueda de Dios exige renuncia y sacrificio; ningún premio se gana sin esfuerzo. El Espíritu, que va a empujar el accionar de Cristo hasta que lo entregue en la cruz (Mt 27,50), estará en guerra con Satán hasta el final. Así se verá a Jesús muy pronto expulsando a los demonios, porque es más fuerte que ellos. De donde primero hay que expulsarlo, es de nosotros mismos.
Los cuarenta días son un término clásico en la Biblia. No se trata de acciones breves y superficiales. Jesús es “el camino, verdad y la vida” (Jn 14,6). Por eso nuestro camino, aun habiendo recibido el Espíritu de Jesús (y precisamente por ello) es el de la cruz, el mismo de Jesús. “Se ha cumplido el plazo”; ha llegado el tiempo. Esa exigencia perentoria de pureza y de Dios, que tal vez sientes en tu corazón, es signo de la promesa de gracia que el Señor quiere darte ya para tu conversión: “Está cerca, ante tus ojos, el Reino de Dios. Conviértete y cree en el Evangelio”.
Para el que crea y acepte este Evangelio como tal, es decir como “buena noticia”, todo cambiará a mejor porque él mismo ha cambiado. Porque reconoce y vive el hecho de que Dios le ha perdonado y no le apisonan la conciencia unos pecados que han sido arrojados a lo profundo del mar (Mi 7,19); porque su espíritu va adquiriendo fuerzas y no está zarandeado por las fuerzas disgregadoras del egoísmo, la soberbia o la venganza.
El Papa Benedicto XVI nos ha dado unas hermosas sugerencias para nuestro esfuerzo cuaresmal. Se inspira en la frase de Hb 10,24: “Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y buenas obras”. Considera como cristianamente desacertada la indiferencia y desinterés, hoy frecuentes, respecto del bien espiritual y moral del otro, que se encubre bajo apariencia de respeto a su privacidad. El Papa recuerda las verdades de nuestra comunión en la misma naturaleza humana y, desde la fe, de nuestro común destino sobrenatural y, en el caso de los bautizados, de nuestra unidad en Cristo. El “otro”, pues, es en cierto sentido verdadero, aunque con matiz diferente, parte de mi propio YO; como se suele decir en lenguaje más filosófico, es un “alter ego”, expresión latina que significa: mi “otro yo”. Por eso la sordera ante el “otro” es en realidad un mal moral. La Biblia nos pone en guardia. Las parábolas del Epulón y del buen samaritano condenan la falta de compasión ante el mal del prójimo.
Pero la caridad con el prójimo avanza más. Nuestra sociedad es sorda y ciega ante las necesidades espirituales y morales de la vida. La cultura moderna, cultivando de modo exagerado la libertad individual y sus derechos, deja a muchos aislados, sin fuerzas espirituales para el verdadero bien sobrenatural y moral, e incluso sin capacidad para conocerlo. La Iglesia y el cristiano sienten en su corazón el pecado del “otro”, oran por él, se alegran de su regreso a la casa del Padre y nuestra, no dejan de aprovechar los momentos propicios para recordarle con cariño que le esperamos. Este es el sentido profundo de la corrección fraterna.
Por fin estando todos llamados a la santidad, el Papa nos exhorta a caminar juntos, a animarnos recíprocamente a ella. La Iglesia misma crece y se desarrolla así en la plenitud de Cristo. No cedamos ante la tentación de la tibieza. Recordemos que en la vida de fe el que no avanza, retrocede. Pidamos al Señor y a María ayuda para aplicar todo esto en la vida personal, la familia, los amigos, el trabajo, los grupos de Iglesia.26 de Febrero del 2012
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