La Palabra en la Iglesia naciente



P. Fernando Martínez Galdeano, S.J.



Encuentro con Jesús resucitado


“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la palabra de vida (…), lo que hemos visto y oído, os anunciamos para que también vosotros viváis en comunión con nosotros, y ésta nuestra comunión de vida es con el Padre y con su Hijo, Jesucristo.” (1 Juan 1,1-3)


El pueblo de los creyentes cristianos ha nacido de la resurrección del Señor Jesús. Lo que sus discípulos han visto y oído no ha de ser mantenido en secreto. Jesús, resucitado, había pasado de la muerte a la vida verdadera. El encuentro con el Jesús resucitado no es para los apóstoles un mero episodio. No fue sólo el encuentro con un amigo, sino sobre todo con el Señor que les confía una misión y les acompaña en ella mediante la presencia del Espíritu. Los apóstoles descubren que ha comenzado ya el tiempo previsto por los profetas. El Espíritu Santo les había transformado (sentido de Pentecostés) para una tarea que era la de anunciar a todos los hombres que Jesús era el enviado del Padre, y que él era el camino hacia el Padre.



Empezamos por el Nuevo Testamento

De ésta nuestra fe cristiana iniciamos el aprendizaje vivo de la lectura de la Biblia para así descubrirla en su plenitud. Por eso empezamos por el Nuevo Testamento.


La constitución “Dei Verbum” del Vaticano II, al tratar acerca del Nuevo Testamento, declara: “La Palabra de Dios, que es fuerza de Dios para la salvación del que cree, encuentra y despliega ésta su fuerza de modo privilegiado en el Nuevo Testamento. Cuando llegó la plenitud de los tiempos, la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros llena de gracia y de verdad. Cristo estableció en la tierra el reino de Dios, se manifestó a sí mismo y a su Padre con obras y palabras, llevó a cabo su obra muriendo, resucitando y enviando al Espíritu Santo. Levantado de la tierra, atrae a todos hacia sí, pues es el único que posee palabras de vida eterna. A otras edades no fue revelado este misterio, como lo ha revelado ahora el Espíritu Santo a los Apóstoles y Profetas, para que prediquen el Evangelio, susciten la fe en Jesús Mesías y Señor, y congreguen la Iglesia. De esto dan testimonio divino y perenne los escritos del Nuevo Testamento.” (DV n. 17)
Días después de la ascensión del Señor, tomó cuerpo real la Iglesia de Cristo con la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles. Aquel mismo día, Pedro pronunció en Jerusalén su primer discurso. Vinieron luego los bautismos. La Iglesia comenzaba su vida propia. Había nacido para bien de los hombres. Era un sacramento de salvación. Un espíritu de comunión en una sola fe, un solo bautismo, un solo Señor.


Y esta Iglesia apostólica vivió en comunión y se extendió así durante unos veinte años y pronto aparecieron escritos sobre Jesús. La predicación eficaz de los apóstoles hizo que llegara el mensaje de Cristo más allá de las fronteras de Israel, hasta las tierras de Europa, Asia y África del norte.


Una parte muy importante de la historia de aquellos primeros años se encuentra relatada en el libro de los “Hechos de los Apóstoles”. Y por él comenzamos nuestra lectura espiritual de la Biblia, de la Biblia completa, porque nuestra fe cristiana tiene sus raíces en el testimonio de los apóstoles. Y porque esta Iglesia apostólica es nuestra madre en la fe. A pesar de sus limitaciones y sus muchos defectos es santa porque su cabeza es el Cristo salvador y su espíritu está presente entre nosotros, reunidos en su nombre. (Mt. 18,20).



Sobre el autor material y su libro

De ordinario titulamos este escrito como “Los Hechos de los Apóstoles”, pero el libro no pretende narra todo lo realizado por los apóstoles. Cita a éstos cuando reciben el Espíritu Santo en Pentecostés. En los primeros capítulos destaca sobre todo a Pedro como figura decisiva y más adelante en el llamado concilio de Jerusalén (Hch 15,1-35). Se hace mención en estos capítulos, de Santiago el hermano de Juan, que fue ejecutado por Herodes (Hch 12,2); y de Juan que aparece en varios episodios iniciales. Pero es Pablo, sin duda, la figura protagonista en gran parte del libro.


Desde siempre se ha sostenido que Lucas es su autor. Sobre él hay tres referencias en el Nuevo Testamento: Col 4,14; Fil 24; 2Tim 4,11. Ellas nos permiten asegurar que era médico y compañero fiel de Pablo, incluso en la prisión. También se deduce que era gentil (no judío). Podemos sugerir, además, que Lucas escribe sobre todo a partir de su propia experiencia espiritual vivida junto al infatigable misionero y compañero Pablo.


Lucas escribió su Evangelio y Hechos con una dedicatoria hacia una persona concreta llamada Teófilo (Lc 1,3; Hch 1,1). Este personaje parece haber sido un funcionario que ocupaba un alto puesto al servicio del gobierno romano.


Pero, el gran propósito de Lucas era mostrar la expansión del cristianismo, que había comenzado en un pequeño lugar de Palestina y en poco más de treinta años había llegado hasta la capital del Imperio, hasta Roma. Esta tarea superaba lo humano, y Lucas la contemplaba como obra del Espíritu Santo que actuaba ciertamente a través de hombres “enviados”, en misión en medio de los hombres. ¿Cómo captar ese Espíritu Santo que está como escondido en cada uno de nosotros y en su iglesia particular y universal?; ¡ése vendría a ser el núcleo del presente estudio!



EL AUTOR


Lucas es el autor de uno de los evangelios y también del libro de los Hechos. Desde el siglo IV los artistas cristianos relacionan el símbolo del toro con su inspiración inicial, puesto que su evangelio comienza con el pasaje de Zacarías en el templo, donde se ofrecían sacrificios de animales en holocausto a Yahvéh como purificación de los grandes pecados de Israel. Aunque no conoció personalmente a Jesús, a su madre parece que sí.



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Agradecemos al P. Fernando Martínez Galdeano, S.J. por su colaboración.


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