P. Adolfo Franco, SJ
Reflexión del Domingo XXX del Tiempo Ordinario
Lucas 19, 1-10
Este domingo meditamos sobre este curioso personaje que es Zaqueo, y creo que podemos encontrar en él algunos rasgos nuestros.
El Evangelio de hoy, que narra la conversión de Zaqueo, podíamos decir que es nuestra propia historia. Un hombre, en un momento dado de su vida, siente que necesita encontrarse con Jesús, quiere verlo, y hace todo el esfuerzo de mirarlo. Y en la búsqueda se encuentra con que Jesús lo mira a él y se invita a su casa, porque quiere compartir con él su amistad. Y en el encuentro Zaqueo cae en la cuenta de que tiene que cambiar y cambia radicalmente, y ya en vez de apropiarse ilícitamente del dinero de los demás, se pone a dar y a repartir con generosidad.
Son cuatro pasos perfectamente definidos: la curiosidad o la necesidad de ver a Jesús, que está pasando cerca. El esfuerzo por verlo, superando las dificultades que se ponen delante, y si se es bajo de estatura, habrá que subirse a un árbol para ver a Jesús; pero hay que verlo de todas maneras. El tercer paso, es Jesús que ve y mira a quien le está buscando, y se produce un encuentro y una intimidad en la propia casa, con Jesús invitado a comer. Y finalmente la transformación de la conducta producida por el encuentro con Jesús.
Es la historia de tantas personas que han buscado a Jesús y lo han encontrado, y este encuentro ha transformado sus vidas. Muchas personas buscan a Jesús, quizá incluso lo buscan sin saberlo. En la vida de muchas personas surge un cansancio del vacío, de la vida dedicada a cosas superficiales. Personas que no han pensado nunca en serio en Dios, que se han dedicado al trabajo, a ganar dinero, a buscar por todas partes todas las diversiones, las lícitas y las ilícitas; personas que han progresado a base de encaramarse sobre los demás. Pero al final, personas sin rumbo y con un vacío en el corazón. Y ese vacío en un momento dado se hace sentir en forma de hastío, o en forma de aburrimiento; surge una nueva necesidad, y se oye hablar de Jesús, y parece que esa voz encuentra un cierto eco, aunque sea débil en ese corazón vacío.
En ese corazón así preparado por la decepción, o por el fracaso, surge una necesidad de Dios, que al principio no se sabe con claridad que sea precisamente necesidad de Dios. A veces es la curiosidad por ver qué hay en las personas que viven cerca de Dios. Pero en variadas formas se trata de una atracción que Dios empieza a ejercer sobre la persona. Este deseo crece, se hace consciente, y quiere ser satisfecho. Se ha hecho suficientemente grande como para empezar a buscar con intensidad. Y entonces surgen dificultades, impedimentos, marchas atrás. Pero la persona ha quedado inquieta por esta necesidad de buscar; y supera todas las dificultades, y si es necesario se sube a un árbol, para ver a Jesús. A veces el sujeto es de baja estatura moral, y tiene que levantarse un poco, para que la multitud no le impida la vista.
Y cuando el sujeto está allá arriba mirando, siente que la mirada de Aquel que él buscaba con timidez se dirige a sus ojos para mirarlo profundamente y la mirada le llega hasta el corazón. Y le hace sentir una emoción especial. Jesús en ese momento del encuentro le pide “permiso” para entrar en su casa: Jesús le dice: hoy necesito (El, Jesús, es el que necesita) hospedarme en tu casa. ¿Qué necesidad es esa? ¿Quién necesita de quién? Pero una vez que se dio el encuentro de las dos miradas, se han encontrado los dos corazones; y El empieza a ser el huésped de tu casa, el que va a llenar el vacío que había hasta hace poco tiempo.
Y enseguida la presencia de Dios te hace cambiar los parámetros de tu vida: el que era ladrón se convierte en bienhechor, el que era egoísta se transforma en generoso. Empieza a hacer cuentas, a repasar toda su vida y da la mitad de sus bienes, y empieza a devolver cuatro veces a todos los que ha defraudado, como hizo Zaqueo cuando tuvo a Jesús a comer en su casa.
Es que la presencia de Jesús en el corazón tiene que transformar todo lo que está torcido. Su invitación a que le demos de comer, se convierte en una invitación que El nos hace a cambiar, a sustituir todo lo torcido por rectitud. Su amistad nos cambia completamente y empezamos a ser lo que deberíamos haber sido siempre. Y sentimos que ese vacío de hace un tiempo, que nos indujo a buscar al Señor, ya ha quedado lleno con su presencia y con la transformación de nuestra conducta.+
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Agradecemos la P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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