Homilía: Domingo 27º T.O. (C), 03 de Octubre

Lecturas: Hab 1,2-3;2,2-4; S 94; 2Tim 1,6-8.13-14; Lc 17,5-10

El justo vive de la fe

P. José R. Martínez Galdeano, S.J.




Los evangelios de hoy y del domingo que viene están unidos en el texto escrito. Tratan de algo fundamentalísimo para el discípulo: la fe. La fe es un tema clave en todo el Nuevo Testamento. La fe es fundamental para la vida cristiana, para la Iglesia, para cada uno de nosotros. Si algo hemos de hacer cada domingo en la eucaristía es reavivar la fe, hacerla cada vez más luminosa, más absorbente, más transformadora.


Los apóstoles se acercaron “al Señor” y le pidieron: “auméntanos la fe”. Aquí hay ya algo interesante. El texto de Lucas dice expresamente “al Señor”, que los apóstoles “dijeron al Señor”. Cuando Lucas escribe, casi 40 años después de la muerte de Jesús, y también en Pablo, “Señor” incluye la atribución de la dignidad divina. Lucas, pues, al llamar a Jesús “Señor”, confiesa en este texto su fe y la de la Iglesia en su divinidad.
La respuesta del Señor confirma la eficacia de la fe con una hipérbole muy hebrea, que confirma la autoría de Jesús: Basta tener la fe de un grano de mostaza, que sea de verdad fe aunque pequeña, para decir a una higuera que se arranque de la tierra y se replante en el mar, y se haría así.


Sigue una máxima, cuya relación con la anterior no ven con claridad los especialistas. Yo daré la que me parece mejor explicación y cómo se relaciona con lo anterior. Pero hago notar que el mismo hecho de la dificultad para comprender el texto y de su conservación en todos los códices (o copias del texto) es garantía de que son palabra de Jesús mismo.


“Auméntanos la fe”. La fe es una virtud, una virtud teologal —es decir que ha sido dada por Dios— que capacita para creer a Dios y en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado. Como virtud, como capacidad de emitir ciertos actos, puede crecer, obrando sus actos con más facilidad, con más firmeza y con más persuasión: puede tener más penetración e influencia en el conjunto de la persona; puede hacerse más gustosa, facilitar acciones más perfectas y en sí más difíciles, arrostrar más dificultades, relacionar mejor diversas verdades. Todo eso significa que la fe puede mejorar y aumentar.


La respuesta que el evangelio recoge, aprueba y aun estimula ese deseo, pero no da ningún método para ello, a no ser que se esconda en la máxima que sigue: “Somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que debíamos hacer”. Esta máxima es inmediata y da la impresión de que no cambia el tema. Esto se confirma por la narración, que sigue, de un milagro, que Jesús aprovecha para insistir sobre la fe. Lo comentaremos el domingo próximo.


La máxima dice: “Cuando hayan hecho todo lo mandado, digan: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer”. Es la conclusión de lo que los discípulos mismos, según las costumbres de aquel tiempo, harían con su esclavo —carente por tanto de todo derecho; el esclavo es como cualquier cosa propia del dueño—. Viniendo del trabajo, ustedes le dirían: prepárame la cena y luego cenarás tú. El esclavo no ha hecho ni hace más que cumplir con su obligación.


De esta forma la respuesta de Jesús equivale a ésta: ¿Qué quieren aumentar la fe? Muy fácil. ¿No tienen ya algo de fe? Pues si creen, crean ya. Obren con la fe que tienen, aunque no sea mayor que un grano de mostaza. Hagan como deben hacer. El que tiene fe, no hace nada raro ni extraordinario si obra con fe; “el justo vive de la fe” (Hb 10,38). Comenta así un autor: “Nosotros los cristianos, debemos ajustar nuestra existencia a la fe. Creemos en Dios, vamos a hacer de nuestra existencia y conducta un perenne acto de fe. Yo vivo, yo pienso, hablo así y ordeno mi vida así, porque creo en Dios. Y mi fe es lo que gobierna y rige toda mi existencia y pasos en la tierra” (J.M. García Lahiguera, Santidad Sacerdotal, 134).


Esto es lo primero para que la fe crezca: practicarla. Sin ser expresamente conscientes practicamos muchas veces la fe. Estamos aquí en misa, porque creemos. Nos santiguamos, nos arrodillamos, rezamos, nos confesamos, damos una limosna, hacemos muchas cosas porque creemos. Todo eso incluye una actividad de la fe, aunque sería mejor aumentar la conciencia y tratar de hacerlas con más perfección. Por eso son importantes estos actos y enseñarlos y aprenderlos desde niños.


La activación de la conciencia de la fe nos es necesaria cuando practicamos una virtud que nos cuesta o para corregir un defecto. Evitar distracciones en la oración, perdonar, cortar expresiones hirientes, aguantar las de otros contra mí, ser paciente ante cualquier dolor o injuria, obedecer los mandatos de quien tiene autoridad para darlos, superar tentaciones contra vicios diversos, sufrir cualquier tipo de cruces y sufrimientos requiere que activemos la fe y con frecuencia que nos dirijamos a Dios pidiendo la gracia de la fe o de una mayor fe.


A veces nos pasa que nos sentimos como lejos de Dios. El no está. Estamos tristes, el alma está a oscuras, el espíritu ha perdido vigor, está enfermo, débil, triste, con pereza, no tiene ganas de orar ni de hacer el bien ni de practicar virtud ninguna que le suponga esfuerzo. San Ignacio de Loyola, gran experto en cómo actúa el Espíritu en nosotros, señala entre las causas más normales la primera la que llama “nuestros pecados”, es decir haber hecho algo “que está mal”, que es contrario grave o levemente a lo que Dios quiere. Dios no quiere que demos ni un paso atrás en la carrera por la santidad y entonces nos avisa quitándonos el sentimiento de alegría, de fuerza, de victoria al correr en cabeza hacia la meta.


Pero no siempre son nuestras faltas la causa del invierno de la fe. Que la fe no se sienta, que aunque Dios esté cerca no se note su presencia ni su amor, es en la práctica una gran dificultad para actuar con fe; pero paradójicamente es un medio que Dios emplea a veces (más veces de las que quisiéramos, porque nos resultan pruebas fuertes) para dos cosas muy importantes.


La primera es que en esa situación es necesario un esfuerzo mayor, a veces mucho mayor, para obrar el bien y la virtud, superar la tentación, orar, llevar la propia cruz, pues la propia sensibilidad está exigiendo que me descargue de ella. Entonces hace falta más virtud. El que triunfa en la prueba, no arrugándose ante ella, da así un gran paso en la virtud. Por eso es que los santos han sufrido casi todos pruebas tan grandes. Dios quería prepararles para gracias extraordinarias.


Jesús en este evangelio nos enseña que tenemos que ser conscientes de que, por mucho que hagamos, hemos de decirnos a nosotros mismos: “Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer”. Que logremos esto, es el segundo fin que Dios pretende con ese tipo de prueba: Que adquiramos la profunda convicción de que el entusiasmo, la fuerza espiritual, el ánimo, el sentimiento de cercanía de Dios, la alegría, el amor de Dios y a Dios, que muchas veces experimento, son un don de Dios, gracias maravillosas que yo no puedo con mis fuerzas ni habilidad conseguir. Las debo agradecer y no creerme mejor por ellas, sino más obligado a ser más fiel.


Que Dios aumente la fe de todos nosotros. Que siempre y en todo acto tengamos conciencia de que Dios camina con cada uno haciendo su camino y fecundando con su gracia cada una de sus obras. Porque “el justo vive de la fe”. Con razón escribe San Juan de la Cruz que “un acto de amor puro (que con la gracia de Dios y con la fe pueden todos hacer) vale más que todas las obras exteriores”, por importantes que parezcan y aun sean.



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