En espera del Espíritu
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Hch 1,1-11; S.46; Ef 4,1-13; Mc 16,15-20
Era un sacerdote y religioso profundamente piadoso, profesor de teología y
buen poeta, a quien el misterio, que hoy celebramos, el de la Ascensión del
Señor, inspiró el canto, preñado de tristeza porque Jesús se va: “Y dejas,
Pastor santo, tu grey en este valle hondo, oscuro, en soledad y llanto. ¿Qué
mirarán los ojos, que vieron de tu rostro la hermosura, que no les sea enojos? Quien
gustó tu dulzura ¿qué no tendrá por llanto y amargura? Ay, nube envidiosa,
¿Dónde vas presurosa? ¡Cuán rica tú te alejas! ¡Cuán pobres y cuán ciegos, ay,
nos dejas!” (Himno de primeras vísperas de la Ascensión del Señor).
Sospecho que a más de uno tales sentimientos de nostalgia y tristeza les
parezcan oportunos cuando Jesús se aleja para siempre de la vista de los que
han creído y le aman con todo el corazón. Sin embargo no son los que la Iglesia
quiere que vivamos en esta festividad.
Durante estos domingos de pascua hemos puesto nuestra atención en la
Iglesia, como el lugar en donde seguimos junto a Cristo, en el que Cristo
resucitado está hoy con nosotros presente y actuando en nosotros y por nosotros
en la tierra. Cristo no ha terminado su obra en este mundo. La continúa por
medio de la Iglesia, por medio de nosotros. Sigue junto a nosotros, sigue
obrando maravillas, sigue curándonos, alimentándonos, enseñándonos.
Hoy reflexionaremos sobre el don del Espíritu Santo que nos ha prometido. Ya
les dijo Jesús a los once en su despedida tras la última cena, que era para
ellos mejor que les dejara, pues así les enviaría el Espíritu Santo (Jn 16,7).
El relato evangélico de hoy y la primera lectura lo constatan. Jesús, antes de
ascender, manda seguir con su obra de proclamar el Evangelio a todos los
hombres y para ello les da su propio poder contra los demonios, la inmunidad
contra los traidores, la facilidad de llegar a hablar lenguas nuevas y poder curar
enfermos. Eso es lo que Jesús había hecho en su vida, lo seguiría haciendo y
ellos mismos lo harían. El evangelista, que escribe pasados ya unos años, observa
que así fue, que la experiencia había confirmado y confirmaba sus palabras.
La primera lectura de hoy, que es justo el
comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles, narra la última aparición de
Jesús en Jerusalén este día de la Ascensión. Jesús, que se lo ha prometido
muchas veces, vuelve a repetirles que van a recibir el Espíritu Santo. Se lo ha
dado ya el día mismo de la resurrección cuando les concedió el poder de
perdonar los pecados; pero ha insistido y lo repite ahora otra vez, pues se lo
quiere conceder con mayor abundancia: “No se alejen de Jerusalén; aguarden que
se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo les he hablado”. Alude a la
última cena. Entonces les prometió que les daría el Espíritu Santo, el Espíritu
de la verdad, que sólo ellos podían recibir, que les recordaría todo lo que Él
les había enseñado y les aclararía su sentido, guiándoles hasta la verdad
completa (v. Jn 14,17.26; 16,13).
Como en el bautismo de Juan Jesús fue lleno
del Espíritu Santo, ahora a todos ellos (con los discípulos todos los creyentes
rodean en este momento a Jesús) les promete una infusión especialmente fuerte
del Espíritu Santo. Será la que les otorgue la fuerza necesaria “para ser sus
testigos…hasta los confines del mundo”. Luego asciende al Cielo ante sus ojos.
Se va, pero no los deja. En su carta a los
Efesios, escrita en la cárcel de Roma, Pablo explica cuán cerca y dentro de
nosotros está Cristo. En su vida mortal Jesús realizó algunos milagros que
simbolizaban los bienes sobrenaturales que traía para todos. Pero ahora se une
a cada uno de nosotros, los creyentes, y nos comunica en abundancia los bienes
sobrenaturales más maravillosos. El viene a ser la cabeza de la Iglesia con la
que está unido y forma un solo viviente. Cada uno de los fieles es como un
miembro vivo, que está unido a Cristo, incluso vive de su vida, realizando su
función, distinta una de otra en cada uno de sus fieles, pero siendo siempre
necesaria para la vida de la Iglesia. Todos los actos de humildad, amabilidad,
comprensión, paciencia y amor, todo esfuerzo por la unidad y por la paz, todo
acto de virtud es acción del Espíritu de Cristo en cada uno de nosotros. Así estamos
de cercanos y de unidos a Cristo. Y esto es posible porque “Dios, Padre de
todo, que lo transciende todo, lo penetra todo y lo invade todo”, está en cada
uno de nosotros. Así en esta Iglesia, que todos formamos, está y encontramos a
nuestro Dios más presente a nuestro espíritu que nuestro mismo espíritu.
Pidamos al Espíritu, a Cristo, a María la gracia
de que nos recuerden constantemente estas realidades. Que nos ayuden a actuar según
esas inspiraciones y posibilidades, “hasta que lleguemos todos a la unidad en
la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de
Cristo en su plenitud”. Grande es y hermosa la vida del cristiano....
20 de Mayo del 2012
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