P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas. Hch 10,25s.34s.44-48; S. 97; 1Jn 4,7-10; Jn 15,9-17
El evangelio de hoy continúa
inmediato al del domingo pasado. Recuerden: el bautismo nos une a Cristo,
dándonos participación en su vida divina. No es mero modo de hablar sino verdad
y realidad. Como las ramas con el tronco forman la vid, formamos nosotros con
Cristo la Iglesia, en la que debemos dar frutos de buenas obras.
Hoy nos habla Jesús de
lo más importante de esa vida que viene de Él y del más importante de sus
frutos: del amor que Él nos tiene y del amor que nosotros debemos tenerle a Él
y a los demás. “Ustedes son mis amigos”. “No son ustedes los que me han
elegido, soy yo quien los he elegido para que vayan y den fruto.” Ya la Iglesia
es fruto del amor de Dios. En esta Iglesia hemos encontrado ese amor de Dios,
en esta Iglesia seguimos encontrando los medios mejores para mantener y crecer
en el amor de Dios y para darlo a conocer y hacerlo llegar a otros.
Nadie nos ha amado ni
nos ama como Jesús a cada uno de nosotros. “Como el Padre me ha amado, así los
he amado yo”; y “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus
amigos”. Tengamos cada uno siempre esto presente: “me amó y se entregó a la
muerte por mí” (Gal 2,20); permanezcan en mi amor”; nos lo recuerda el signo de
la cruz, que tantas veces hacemos.
Nuestro ser católicos
no es otra cosa que vivir esta realidad: Con Cristo resucitado soy de verdad
hijo de Dios, formando una Iglesia viva, en la que Él es la cabeza y yo y los
demás cristianos somos el cuerpo, vivo con la vida que nos viene y se alimenta
y crece de Él. En el bautismo se nos dio esta vida, que obra por la fe, la
esperanza y la caridad, se alimenta con la oración y los sacramentos y se
manifiesta con los frutos de la caridad y demás frutos del Espíritu Santo.
Esta caridad, que se
ha derramado en nuestros corazones, es fruto en nosotros de la presencia del
Espíritu Santo en nuestras almas y de la
muerte redentora de Cristo (Ro 5,5-6). Y no olvidemos que, puesto que en la
Trinidad cada una de las personas posee la naturaleza divina, que es una sola
(no hay tres dioses, sino uno), si una persona está presente, también lo están
las otras dos. Así con la gracia santificante fruto del Espíritu hacen morada
en nuestra alma el Padre y el Hijo (Jn 14,23). Dios es amor y hemos nacido de
Dios en el amor (1Jn 4,8). Por eso toda la ley de Cristo tiene que
reducirse a: “amarás a Dios con todo el corazón y al prójimo como a ti mismo” (Mc
12,30-32). A esto se dirige el dinamismo de Cristo, que habita en nuestra alma
y nos alienta desde ella a toda obra buena: “Si guardan mis mandamientos,
permanecerán en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi
Padre y permanezco en su amor… Éste es mi mandamiento: que se amen unos a otros
como yo los he amado”.
Porque Dios ama a
todos con un amor infinito e incondicional allí donde está. En mi propio
corazón Dios me está amando con el amor que le llevó a dar su vida por mí y me quiere
dar las ayudas necesarias para que mi respuesta sea la mejor. “Les he hablado
de esto para que mi alegría esté en ustedes y su alegría llegue a plenitud”. Pero
también en mi propio corazón está amando a los demás y desde él, por medio de
las obras, palabras y oraciones, puja por manifestarles ese amor infinito que
les tiene.
Porque el testimonio
cristiano no es un tercer elemento que se añade a los del amor a Dios y al
prójimo. El testimonio es la alegría y el resplandor sobrenatural con que el
amor se manifiesta. Por esto nos dice que “en esto se conocerá que somos sus
discípulos, en que nos amamos unos a otros como Él nos ha amado” (Jn 13,35).
Son palabras que, si están en el evangelio, no son meramente para aquellos
once, sino para todos, para nosotros también. Hay que leerlas una y otra vez,
sin miedo a estremecerse de emoción agradecida. Igualito que el Padre le ama a
él, así me ama a mí Jesús. Como Él vive por el Padre, y el Padre y Él son una
misma cosa, así en la Iglesia, viviendo
en ella, nosotros vivimos unidos a Cristo resucitado.
“Permanezcan en mi
amor. Si guardan mis mandamientos, permanecerán en mi amor; lo mismo que yo he
guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he hablado
de esto para que alegría esté en ustedes y su alegría llegue a plenitud.
Ustedes son mis amigos. Les he dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre.
Yo los he elegido y destinado para que den fruto y su fruto dure. Y todo lo que
pidan, el Padre se lo dará. Ámense”.
A la luz de la
palabra de Dios nos hemos asomado y gustado un poco de las maravillas que
Cristo resucitado nos aporta. Abrámonos siempre a ellas desde la fe: La
oración, los sacramentos, la escucha de la palabra, la guarda de los
mandamientos, que estarán siempre entre los deberes fundamentales del hombre
honesto, la práctica de la caridad con Dios y con el prójimo hasta la entrega
de la vida, sacrificando intereses legítimos propios. Todo esto junto con una
gran alegría es vivir de Cristo resucitado y para que Cristo continúe resucitando
al mundo desde la Iglesia, es decir desde todos nosotros. No es difícil, basta
darnos cuenta de cómo es y qué significa nuestra vida.
Que con la ayuda de la Virgen María así lo hagamos todos, y cada vez
mejor.
...
13 de Mayo del 2012
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