Homilía del 6º Domingo de Pascua (B), 13 de Mayo del 2012

Esto les mando: ámense


P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.


Lecturas. Hch 10,25s.34s.44-48; S. 97; 1Jn 4,7-10; Jn 15,9-17



El evangelio de hoy continúa inmediato al del domingo pasado. Recuerden: el bautismo nos une a Cristo, dándonos participación en su vida divina. No es mero modo de hablar sino verdad y realidad. Como las ramas con el tronco forman la vid, formamos nosotros con Cristo la Iglesia, en la que debemos dar frutos de buenas obras.
Hoy nos habla Jesús de lo más importante de esa vida que viene de Él y del más importante de sus frutos: del amor que Él nos tiene y del amor que nosotros debemos tenerle a Él y a los demás. “Ustedes son mis amigos”. “No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los he elegido para que vayan y den fruto.” Ya la Iglesia es fruto del amor de Dios. En esta Iglesia hemos encontrado ese amor de Dios, en esta Iglesia seguimos encontrando los medios mejores para mantener y crecer en el amor de Dios y para darlo a conocer y hacerlo llegar a otros.
Nadie nos ha amado ni nos ama como Jesús a cada uno de nosotros. “Como el Padre me ha amado, así los he amado yo”; y “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Tengamos cada uno siempre esto presente: “me amó y se entregó a la muerte por mí” (Gal 2,20); permanezcan en mi amor”; nos lo recuerda el signo de la cruz, que tantas veces hacemos.
Nuestro ser católicos no es otra cosa que vivir esta realidad: Con Cristo resucitado soy de verdad hijo de Dios, formando una Iglesia viva, en la que Él es la cabeza y yo y los demás cristianos somos el cuerpo, vivo con la vida que nos viene y se alimenta y crece de Él. En el bautismo se nos dio esta vida, que obra por la fe, la esperanza y la caridad, se alimenta con la oración y los sacramentos y se manifiesta con los frutos de la caridad y demás frutos del Espíritu Santo.
Esta caridad, que se ha derramado en nuestros corazones, es fruto en nosotros de la presencia del Espíritu Santo en nuestras almas  y de la muerte redentora de Cristo (Ro 5,5-6). Y no olvidemos que, puesto que en la Trinidad cada una de las personas posee la naturaleza divina, que es una sola (no hay tres dioses, sino uno), si una persona está presente, también lo están las otras dos. Así con la gracia santificante fruto del Espíritu hacen morada en nuestra alma el Padre y el Hijo (Jn 14,23). Dios es amor y hemos nacido de Dios en el amor (1Jn 4,8). Por eso toda la ley de Cristo tiene que reducirse a: “amarás a Dios con todo el corazón y al prójimo como a ti mismo” (Mc 12,30-32). A esto se dirige el dinamismo de Cristo, que habita en nuestra alma y nos alienta desde ella a toda obra buena: “Si guardan mis mandamientos, permanecerán en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor… Éste es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado”.
Porque Dios ama a todos con un amor infinito e incondicional allí donde está. En mi propio corazón Dios me está amando con el amor que le llevó a dar su vida por mí y me quiere dar las ayudas necesarias para que mi respuesta sea la mejor. “Les he hablado de esto para que mi alegría esté en ustedes y su alegría llegue a plenitud”. Pero también en mi propio corazón está amando a los demás y desde él, por medio de las obras, palabras y oraciones, puja por manifestarles ese amor infinito que les tiene.
Porque el testimonio cristiano no es un tercer elemento que se añade a los del amor a Dios y al prójimo. El testimonio es la alegría y el resplandor sobrenatural con que el amor se manifiesta. Por esto nos dice que “en esto se conocerá que somos sus discípulos, en que nos amamos unos a otros como Él nos ha amado” (Jn 13,35). Son palabras que, si están en el evangelio, no son meramente para aquellos once, sino para todos, para nosotros también. Hay que leerlas una y otra vez, sin miedo a estremecerse de emoción agradecida. Igualito que el Padre le ama a él, así me ama a mí Jesús. Como Él vive por el Padre, y el Padre y Él son una misma cosa,  así en la Iglesia, viviendo en ella, nosotros vivimos unidos a Cristo resucitado.
“Permanezcan en mi amor. Si guardan mis mandamientos, permanecerán en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he hablado de esto para que alegría esté en ustedes y su alegría llegue a plenitud. Ustedes son mis amigos. Les he dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre. Yo los he elegido y destinado para que den fruto y su fruto dure. Y todo lo que pidan, el Padre se lo dará. Ámense”.
A la luz de la palabra de Dios nos hemos asomado y gustado un poco de las maravillas que Cristo resucitado nos aporta. Abrámonos siempre a ellas desde la fe: La oración, los sacramentos, la escucha de la palabra, la guarda de los mandamientos, que estarán siempre entre los deberes fundamentales del hombre honesto, la práctica de la caridad con Dios y con el prójimo hasta la entrega de la vida, sacrificando intereses legítimos propios. Todo esto junto con una gran alegría es vivir de Cristo resucitado y para que Cristo continúe resucitando al mundo desde la Iglesia, es decir desde todos nosotros. No es difícil, basta darnos cuenta de cómo es y qué significa nuestra vida.
Que con la ayuda de la Virgen María así lo hagamos todos, y cada vez mejor.



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