Natividad de Nuestro Señor Jesucristo


Lecturas:Is 52,7-10; S. 97; Heb 1,1-6; Lc 2,1-20

“Ahora nos ha hablado y habla
por el Hijo”


P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.



“El pueblo que andaba a oscuras vio una luz intensa. Sobre los que vivían en tierra de sombras brilló una luz. Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. El Señorío reposará sobre su hombro, y se llamará Admirable-Consejero, Dios-Poderoso, Siempre-Padre, Príncipe de Paz. Grande es su Señorío y la paz no tendrá fin” (Is 9,1.5-6).
Este es un enorme servicio que los católicos hacemos a todos los hombres con nuestra alegría de estos días. Hemos logrado cambiar el calendario universal. Antes y después de Cristo, porque un tiempo nuevo ha comenzado con la venida de Jesús, cuando empezó a ser Dios-con-nosotros, poniendo su tienda en medio de nosotros (Jn 1,14). Y porque Dios ha venido y está en medio de nosotros, nos vemos impulsados a mejorar nuestra vida, de modo que la bondad, el respeto, el amor y los buenos deseos para con Dios y con los hombres sean reales y operantes. “Porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad” (Tit 2,11-12).

No celebramos su nacimiento porque haya nacido simplemente un hombre como los demás. De hecho ha nacido en condiciones materiales y sociales muy penosas, de la manera más pobre, de padres pertenecientes a las clases sociales inferiores, desprovistos de poder económico y social, en el desamparo más grande, en las circunstancias más difíciles. Pero sin embargo es Dios.

Éste es el secreto de la diferencia. Todo lo de Jesucristo nos afecta, es importante porque Jesús no es un mero hombre más, sino porque es Dios, el Hijo de Dios que se hizo hombre, y, porque es Dios, siendo cabeza de la humanidad y su representante natural, es capaz de salvarnos a los hombres de nuestros pecados. Porque “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Ro 5,20) y por su obediencia hasta la muerte todos hemos sido hechos justos (Ro 5,19).

Quiero insistir hoy en esta realidad, que es una verdad revelada de la máxima importancia y constitutiva de nuestra fe y la cultura de la que formamos parte está perdiendo el sentido de la Navidad.

Es ciertamente una verdad enternecedora. Un niño nos ha nacido. Llora, sonríe, se agita, duerme en el pesebre de animales de la gruta y en los brazos de María. Pero ese niño es Dios. Habiendo existido desde la eternidad, por poseer la naturaleza divina común a su Padre y al Espíritu, asumió su cuerpo humano formado en el seno de la Virgen María por obra del Espíritu Santo.

En los evangelios esta verdad se propone con toda claridad. Marcos comienza con estas palabras: “Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” (Mc 1,1). Juan emplea para designar a la segunda persona de la Trinidad el término “el Verbo” o “la Palabra” y todo el primer capítulo de su evangelio se centra en que Jesús es el Verbo de Dios, Dios como el Padre y su Hijo unigénito que se hizo hombre y vivió entre los hombres (Jn 1,1.14). Mateo y Lucas lo ponen bien claro desde el momento de su concepción y en su nacimiento: “María, antes empezar a vivir con José, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo”. Y “no temas tomar contigo a María tu esposa—le dijo el ángel a José—porque lo concebido en ella viene del Espíritu Santo”; porque aquel niño iba a cumplir lo predicho por Isaías, que sería Dios-con-nosotros (v. Mt 1, 18.20.23). A María asegura el ángel Gabriel que “va a concebir en su seno que será grande y será llamado Hijo del Altísimo” (los hebreos no ponen nombre a nadie sino porque de alguna forma es o está destinado a serlo). Será concebido en su seno sin obra de varón, porque “el Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra y por eso el que nacerá será santo—lo mismo que Dios—y será llamado—en verdad simplemente será—Hijo de Dios” (v. Lc 1,31-32.34-35). Por eso Isabel responde a su saludo llamándola “madre de mi Señor”, que en San Lucas se emplea para designar a Dios. Señor llama al niño el ángel anunciando a los pastores “les ha nacido hoy el Mesías y Señor” (Lc 2,11) y que su Padre es el Dios de Israel, creador de todo, recuerda Jesús a su madre a los doce años en el templo (Lc 2,49).

En verdad que es un Dios escondido. Y fue prometida su llegada como la de quien tiene el señorío sobre todo, admirable, Dios poderoso, siempre Padre, Grande. Por eso hemos de atravesar con la fe el ruido de la Navidad, que puede dejarnos vacíos de todo contenido. Hemos de reencender la fe. No nos limitemos a escuchar y oír a los ángeles. Vayamos a ver, a vivir el misterio, a hacer como María, degustando en nuestro corazón y cambiándolo a la luz y calor de Belén.

Belén ha de ser un encuentro con Dios cercano, con Dios que me ama, con Dios que me ha perdonado mucho, con Dios-que-está-conmigo, con Dios que es algo fundamental para mí no sólo en Navidad sino en la vida entera, con Dios al que me dirijo con facilidad y frecuencia para agradecer, pedir perdón y ayuda, dándole a conocer a quien no cree, viéndole y sirviéndole en sus hermanos con cuya vida la mía está trenzada en la familia, el trabajo, la Iglesia y la sociedad. Que Dios nos dé la gracia de seguir viviendo la alegría y la luz de la Navidad.


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Imagen del Nacimiento de nuestra Parroquia San Pedro, Lima.

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