Homilía: Domingo de EPIFANÍA


Lecturas: Is 60,1-6; S 71; Ef 3,2-6; Mt 2,1-12

“Levántate, ha llegado tu luz”

P. José Ramón Martínez Galdeano S.J.

Los Magos eran los sabios de su tiempo. En todas las antiguas culturas conocidas el curso de los astros y los sueños eran modos normales de intentar conocer el futuro para tomar decisiones. En la región de los magos eran desde hacía tiempo muchos los judíos y tenían gran influjo. No es extraño que aquellos magos supieran de las profecías mesiánicas, que nosotros seguimos leyendo hoy en el Antiguo Testamento. De un fenómeno estelar extraordinario dedujeron que había nacido en Judea aquel Mesías del que los judíos y sus escrituras hablaban. Todo lo que sabemos del hecho es lo que San Mateo nos cuenta en la perícopa, que les he leído. Tendríamos muchas preguntas curiosas, pero no tenemos respuestas. Pero sí hay algo que la Iglesia ha leído siempre en este hecho. Ya aparece en las primeras interpretaciones de los antiguos padres de la fe.

En el Antiguo Testamento la venida del Mesías, del futuro ungido del Señor salvador, fue prometida a Abrahán y su descendencia. Se prevé que el pueblo va a pecar, incluso va a apostatar, pero el Mesías vendrá para hacerlos volver. Más adelante, sobre todo en Isaías (como ejemplo está la primera lectura de hoy), se dice que también los pueblos paganos vendrán a él. Esta verdad se abre paso definitivo con Jesús y pertenece a las verdades esenciales cristianas con Pedro y Pablo: Cristo ha venido a salvar a los hombres todos de sus pecados. Todo el que crea en Jesús se salvará, el que no crea será condenado (Mt 16,16).

Esta verdad la Iglesia la tiene muy viva en su conciencia. En su culto, como podemos ver, está clarísima: La Iglesia es la Jerusalén que se levanta, a la que ha llegado la luz que es Cristo; vienen a ella sus hijos desde lejos; vienen a ella en camellos y dromedarios, trayendo incienso y oro y proclamando las alabanzas del Señor. El título de la fiesta de hoy viene de una palabra griega que significa “manifestación”, La salvación, el Salvador, Jesús se manifestó como tal. Nada más nacer, el Salvador se manifestó a los pastores, se manifestó al anciano Simeón, a la anciana Ana, y también a los magos de una región remotísima. Los pastores representan a los pobres y sin cultura, Simeón y Ana a los ancianos y desvalidos, en los magos podemos ver a los paganos. El misterio de los magos que llegan a Jerusalén del otro lado del desierto, que no son judíos ni descienden del patriarca Abrahán, pero a los que llega la noticia de modo maravilloso y se ponen en marcha hasta encontrar al “Rey de los judíos” que acaba de nacer, es la primicia de esta realidad de nuestra fe: Que Cristo ha venido a salvar a todos los hombres y que Dios llama a todos al conocimiento de la Verdad para que, creyendo, sean salvos.

Para esto ha fundado Cristo a la Iglesia Y esta es la misión de la Iglesia: Manifestar a todos los hombres, a los de cerca y a los de lejos, que Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre, que ha venido a salvar a todos de sus pecados. Por eso no espera mucho tiempo. Por eso, apenas ha tocado tierra, a aquellos magos tan lejanos se les manifiesta con claridad que ese Salvador, el Rey de los judíos, ha nacido ya.

Este hecho manifiesta ya una gran verdad: Que Dios quiere de veras que todos los hombres se salven y, por tanto, de una manera, maravillosa muchas veces pero siempre eficaz, llegará su acción salvadora a cada hombre. Pero además manifiesta que todo esfuerzo de los creyentes, toda oración, todo sacrificio y toda obra buena ofrecida a Dios por la salvación de los hombres para su salvación será escuchada por Dios, que dará su gracia para que el deseo, que también es el suyo, se realice.

Recuerdo el caso de una santa mujer anciana, muy consciente de vivir ya los últimos años de su vida, inútil para todo lo que los hombres consideramos como útil, me manifestaba que ofrecía todo y oraba de continuo por el Papa y la Iglesia y pensaba que para eso le mantenía Dios en vida, porque “es muy necesario orar por el Papa y por la Iglesia”. Esto, desde la fe, sí que es calidad de vida. Esto es lo que la Iglesia –decía el Papa Pablo VI –no puede dejar nunca de hacer: llevar la noticia de Jesús y de su perdón. Es una cualidad, una dimensión, una forma de vida que todo cristiano tiene que incluir.

No se conformen Ustedes con creer y hacer unas cuantas obras buenas. Hay muchos a su alrededor que necesitan que se les diga que Jesús ha nacido para su salvación. San Pablo, cuando se despide de la vida y de su discípulo querido Timoteo, le pide que lo diga con oportunidad y sin ella. Este mes, hacia la mitad, del 18 al 25, seremos convocados a orar y ofrecer sacrificios por la unión de los protestantes que creen en Cristo pero están separados de la Iglesia. Hoy, con ocasión de esta festividad de Epifanía, no vacilemos en hacernos responsables de esta obligación. Somos responsables de que el conocimiento de Jesús llegue a todos los hombres. En mi familia, mis hijos, mis padres, mi esposo, esposa, hermano, hermana, compañero de clase o de trabajo, vecino…¿Oro por ellos?¿Me sacrifico? ¿Leo la Biblia, estudio el catecismo, voy aprendiendo a “dar mejor razón de mi esperanza” (1Pe)? ¿Mi vida tiene calidad cristiana? ¡Ojalá que esta pregunta nos apremie, nos duela, nos responsabilice! Y pidamos a Dios gracia para darle respuesta.
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