Lecturas: Eclo 35,12-14.16-18; S 33; 2Tim 4,6-8.16-18; Lc 18,9-14
Exaltó a los humildes
Exaltó a los humildes
P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
Como ya les anuncié el domingo pasado, también hoy el evangelio se refiere al tema de la oración. Es para Lucas de los especialmente importantes. Ya vimos que la oración ha de hacerse con perseverancia. Hoy se añade que ha de hacerse con humildad.
Ya sabemos que el fariseo es el tipo del hombre religioso, observante y cumplidor, pero soberbio y pagado de su propia observancia religiosa. En la parábola se supone que todo lo que decía en su oración sobre sí mismo para avalar su petición era cierto. También se supone que el publicano responde a la fama que tenían los publicanos, en concreto que se aprovechaban del cobro de los impuestos para hacerse rico; esto es lo que significa que era pecador. Es desde luego un pecado duramente condenado en la Biblia.
Sin embargo fue la oración del publicano pecador la que fue escuchada y la del fariseo justo no. ¿Qué nos dice esto? San Lucas dice que, al dirigir la parábola, Jesús tuvo la intención de corregir no precisamente a los pertenecientes a la secta de los fariseos, sino en general a “algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”.
Probablemente fue en Jerusalén y en el mismo recinto del templo y en los días cercanos a la Pascua, cuando es mayor la afluencia de fieles y la presencia de fariseos. Jesús quiere dejar muy claro que la humildad es actitud necesaria para orar y que la oración sea escuchada.
Aquel fariseo no mentía cuando decía que sus obras eran mejores que las de la mayoría de la gente; no era falso que ayunase, etc. Ni el publicano exageraba sus pecados. Sin embargo la oración del fariseo, cuyas obras exteriores eran las que Dios pedía, no le sirvieron, y al publicano, la del ladrón y defraudador, se le escuchó. Era humilde, reconocía su pecado y pedía arrepentido el perdón.
Cierto que esto no es novedad ni en el Evangelio ni en la Biblia. Ya lo dijo Jesús en el Sermón de la Montaña y lo extendió también al ayuno y la limosna. Si se hacen para que los demás lo vean, no sirven para nada. “Porque todo el que se engrandece será humillado, y el que se humilla será engrandecido”.
Ustedes saben que sería casi interminable el intento de mostrar esto con citas bíblicas. ¡Son tan frecuentes! Esta misma semana rezábamos en la Oración de las horas, que debemos hacer por la Iglesia los sacerdotes y muchos religiosos. Se nos recordaba un texto de Isaías: “Así dice el Señor: El cielo es mi trono y la tierra el estrado de mis pies. ¿Qué templo podrán ustedes construirme o qué lugar para mi descanso? (Se refiere el profeta al fantástico templo primero de Salomón). Todo esto lo hicieron mis manos, todo es mío —oráculo del Señor—. En ése pondré mis ojos: en el humilde y el abatido que se estremece ante mis palabras” (Is 66,1-2). Más que aquellos magníficos sacrificios de animales, que el aroma del incienso, que el sonido armonioso de tantos instrumentos musicales y las voces del pueblo enardecido alabando a Dios, presidido por su sumo sacerdote y los demás sacerdotes y levitas, como Dios había mandado que se celebrase el culto en aquel templo, más que en todo aquello Dios “pone sus ojos en el humilde y el abatido que se estremece ante sus palabras”.
El Señor de los Milagros, cuya fiesta celebramos esta semana, fue desde el principio (y continúa siéndolo) un catecismo de la eficacia de la oración los humildes. Los morenos lo descubren, a ellos les muestra especialmente su benevolencia y desde ellos va extendiendo sus favores a todo el resto de Lima y del Perú. Su cruz nos hace ver que es ese camino de cruz y de humildad el que tenemos que hacer para salvarnos. Vayamos y vayan los publicanos a reconocer los pecados a sus pies.
Pero hemos de reconocer que no nos resulta fácil adquirir esa humildad del publicano tan necesaria en la oración para que ésta sea eficaz. Ya en el Paraíso señala la Biblia que el engaño de la serpiente a Eva fue decirle que, si comieren de aquella fruta, “serían como dioses”. Dice el texto que esto le pareció maravilloso y comió (Gen 3, 5-6).
La oración de la Iglesia nos estimula con frecuencia a activar y practicar la humildad. Así la misa comienza por una toma de conciencia de nuestra realidad pecadora. Se proclama luego el gloria, canto de alabanza, de adoración y gratitud a la Santísima Trinidad, y en él se reconoce y agradece al Hijo porque “quita el pecado del mundo” y se le pide que “tenga piedad de nosotros”.
Preparada la ofrenda, pide el celebrante, al lavarse los dedos, que “lave su iniquidad y purifique su pecado”, para ofrecerla dignamente. Recordamos luego en las palabras de la consagración (momento cumbre de la misa) que ese sacrificio se ofrece por nuestros pecados; y al orar por toda la Iglesia suplicamos a Dios que “tenga misericordia de nosotros”. En el Padrenuestro y en la oración que le sigue volvemos a pedir que nos libre de nuestros pecados y nos ayude su misericordia, que volveremos a invocar repetidamente para recibir al que quita el pecado y nos haga dignos de recibirle.
También la confesión, tan importante para crecer en el amor a Dios y al prójimo y en las virtudes, exige siempre el arrepentimiento de los propios pecados y, cayendo en la cuenta de ellos, renueva la conciencia del pecador que se arrepiente, del hijo pródigo que regresó. Al descubrir en nosotros pensamientos y deseos no según el Evangelio, al tomar conciencia de nuestros pecados de palabra y de obra en que caímos, al darnos cuenta de los frenos interiores y aun defectos con que obramos el bien, es fácil hacer propias ciertas palabras inspiradas: “No hay ningún justo en la tierra que haga el bien sin nunca pecar” (Qo 7,20). “Pecador me concibió mi madre” (S. 51,7). “El pecado habita en mí. Me complazco en la ley de Dios, según el hombre espiritual, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros” (Ro 7,20-23).
Me atrevo a afirmar algo paradójico: Solo el que se esfuerza por el bien, se da cuenta de la fuerza que el mal tiene dentro de sí. Así el espíritu de contrición, la conciencia de ser pecador viene a ser garantía de caminar por la senda correcta y debe estar presente en toda oración y aun obra buena. Porque “el que se engrandece será humillado y el que se humilla será engrandecido”. Y con palabras de la Virgen María, especialmente llena del Espíritu Santo en ese momento: “Derribó a los soberbios de sus tronos y exaltó a los humildes” (Lc 2,53).
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