Homilía: 2º Domingo de Pascua (C)


Lecturas: Hch 5,12-16; S. 117; Ap 1,9-13.17-19; Jn 20,19-31


Dichosos los que creen

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.



Es la tarde del domingo de pascua. El sol ya se ha puesto. En rigor, según la forma de dividir los días, propio de los judíos, ha comenzado ya el lunes, el segundo día de la semana. Están prácticamente todos. De los discípulos sólo falta Tomás. Jesús se ha aparecido a Pedro y todos creen ya que “ha resucitado el Señor”. Llegaron también los dos fugitivos de Emaús y contaron su experiencia con Jesús resucitado. Ellos no eran de los Doce; era imposible; a ellos no todos les creyeron. Estaban discutiendo. Y Jesús se presenta. Algunos no lo pueden creer. San Lucas lo señala bien. La misma maravilla de estarle viendo vivo es tan grande que les resulta un obstáculo y no pueden creerlo.

Cuando se lo cuentan todo a Tomás… ¡es imposible! Si no estaba ya el domingo, tal vez fue porque, muy realista, llegó enseguida a la conclusión de que todo había terminado en un fracaso enorme y que había que tirar por otro lado; tal vez inconscientemente estaba frustrado y molesto por su preterición, pese a ser de los Doce; los sentimientos humanos son a veces muy difíciles de interpretar; en definitiva rechazaba totalmente la posibilidad de la resurrección de Jesús. Sin embargo esta vez permaneció en el grupo –misterios humanos–; eso lo iba a salvar.

Tres verdades de fe aparecen significadas en las apariciones que narra el evangelio de hoy: La resurrección de Cristo y su presencia en la comunidad de los creyentes, esto es en la Iglesia; la conformación de la Iglesia en una sola y única iglesia por la fe de todos en Cristo resucitado; y el poder de la Iglesia para perdonar los pecados en el sacramento de la penitencia.

Los dos últimos versos del texto indican que Juan finaliza aquí su evangelio. Se he escrito para que nosotros creamos en Jesús y creamos que Jesús es el Mesías prometido en el Antiguo Testamento y además es el Hijo de Dios, y por fin para que creyendo tengamos vida en su Nombre, es decir una vida distinta de la meramente humana, una vida que nos hace hijos de Dios para siempre. La fe en Cristo no es una idea mental más, es una vida nueva que penetra y enriquece a toda la persona, si bien su conocimiento llega por la revelación de Dios, en la que se cree y se acepta. El domingo que viene veremos cómo Juan añadió luego otro capítulo, el que es ahora el último.

Este evangelio habla de nuestra fe, la que estamos llamados a practicar todos los días, la fe de los cristianos de a pie, la fe del que está en el grupo, en la Iglesia. Es un regalo de Dios precioso. Con esta fe se tiene una vida nueva, se recibe el Espíritu Santo y se vive de él. De esta fe que comunica el Espíritu Santo habló Juan Bautista, de ella habló Jesús a la mujer samaritana, la prometió Jesús a todo el mundo y particularmente a sus discípulos en la última cena, en el día de la resurrección, como vemos hoy, en la cruz y en la despedida de su presencia corporal visible cuando la Ascensión.

Se trata de vivir la fe. La fe es la virtud que nos inclina a confiar en Dios, aceptando lo que Él nos ha manifestado. Puede aumentar. San Lucas dice que los discípulos pidieron un día a Jesús que les aumentase la fe (17,5). Jesús contesta confirmando la corrección de la pregunta. El mismo Jesús habla de fe grande y pequeña.

“El justo vive de la fe” (Rom 3,11). El aumento de la fe es la primera gracia que nos aporta la vivencia de la resurrección de Jesucristo. Tal vivencia se hace cada vez más viva, más fuerte, porque Dios con su gracia la va haciendo crecer. María Magdalena y las mujeres vieron primero el sepulcro vacío, luego el ángel y luego a Cristo. También los de Emaús escucharon con atención y se dejaron instruir, le invitaron a quedarse y le vieron y tal vez recibieron la Eucaristía. Tomás escuchó, aunque no creyó permaneció con los demás y tuvo la fantástica gracia de que Jesús aceptara su desafío y le venciera. También nosotros hemos resucitado con Cristo (Col 2,12). Y podemos tener conciencia de esta resurrección por la propia experiencia debidamente discernida.

Ustedes saben que en la misa en la que estamos participando Cristo está presente orando con nosotros y ofreciendo al Padre su sacrificio del Calvario. Ustedes pueden unir a ese sacrificio la aceptación de todo lo que les hace sufrir y de todo lo que obran. Háganlo con decisión y sin lamentos, y también con perfección. Ustedes saben que las lecturas y su explicación son palabra de Dios. Si escuchan con la debida atención, si se dejan examinar por ella y caen en la cuenta de los aspectos que incumplen y se duelen por ello y proponen esforzarse en cumplirla con más precisión, es que su fe esta creciendo. Cuando ustedes escuchan los “buenos días” de Dios por la mañana y se los dan a Él, y proponen cumplir su voluntad y le piden su ayuda y la protección del ángel de la guarda, su fe está actuando. Así podríamos ir recorriendo su jornada, sus relaciones familiares, su trabajo, sus dificultades, sus cruces, sus posibles tentaciones, etc. Todo esfuerzo que les sitúe interiormente ante Dios, que les abra a ayudar, servir, consolar, animar a hacer bien su trabajo, a que su esposa, su esposo, sus hijos, sus padres, hermanos, profesores o alumnos, compañeros de trabajo, cualquier persona, se sienta respetado, acogido y valorado, créanme que es un ejercicio de la fe, la hace crecer y manifiesta la razón de su esperanza. Si lo hacen y con la gracia de Dios en tanto y cuanto lo consigan mejor, me atrevo a asegurarles que Jesús ha resucitado y está vivo en ustedes. Por eso pidan ustedes a Dios esa gracia de vivir la resurrección, de crecer en la fe.

En este momento saben todos ustedes que la Iglesia pasa por un momento difícil, debido a pecados de parte de algunos de sus sacerdotes, que no han estado a la altura de las exigencias de su misión. El problema es triste y duro. El Papa sufre, nosotros también. Y no es fácil acertar con las medidas más oportunas para el bien de las almas, que es el fin supremo de la Iglesia, dejando siempre abierto el corazón al hijo pecador para que vuelva. Pero tengamos fe. El sabe sacar de los males bienes. Oremos mucho y ofrezcamos sacrificios por esos sacerdotes, por el Papa. Es posible que Dios lo haya permitido para corregir en la Iglesia una cierta permisividad en la exigencia de la moral sexual ante el bombardeo que ha sufrido y sufre por parte de quienes promueven la supresión de toda limitación moral en este campo y ahora se rasgan las vestiduras de manera que no deja de ser hipócrita.

“La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular” (S. 117,22). Cristo resucitado es esa piedra sobre la que se funda nuestra vida. “Estaba muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos. No temas”. Basta con creer. El que cree vive ya y vivirá por los siglos.
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