P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita
Normalmente los cristianos viven su fe en Jesucristo formando una pareja estable de hombre y mujer que tiende a generar como fruto de su amor mutuo una familia de padres e hijos. Si esta reducida comunidad humana funciona de forma amorosa ella se constituye en la razón de ser de casi todo lo demás. El amor desinteresado y digno da un sentido a la vida y hace que ésta merezca la pena. Tratándose del amor como centro existencial, la fe cristiana que es un don del Dios que se define como “amor” (véase más arriba) puede y debe aportar al matrimonio una visión renovada y hasta deslumbrante y muy atractiva.
Citando una vez más a san Pablo, traemos aquí la frase siguiente que hace al caso: “Vosotros, maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a la muerte por ella” (Ef 5,25). No se dice que el amor fiel de Jesucristo a su Iglesia sea como el del esposo a su esposa, sino que la relación en un matrimonio cristiano se asemeja a esta comunión entre Cristo y su Iglesia. Y el mismo san Pablo asombrado de tal comparación añade: “Gran misterio éste, que yo lo relaciono con la unión de Cristo y de la Iglesia” (Ef 5,32). Con palabras distintas: A la luz del amor de comunión de Cristo a su Iglesia, podemos quizás descubrir el fondo “divino” del amor íntimo entre los esposos que se quieren y se aman.
Si el matrimonio es un regalo del Dios creador, se ha de manifestar en él algo de lo que pertenece al ser de Dios: “Por eso deja el hombre a sil padre y a su madre y se une a sil mujer, y se hacen una sola carne (persona)” (Gn 2,24). El amor trinitario de Dios (ser Padre, ser Hijo y ser Espíritu Santo) es un dar, un recibir, un asociar y un hacer partícipes, un vivir en comunión: “Yo les he dado la gloria que tú me diste a mí de manera que sean uno, como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí para que sean perfectos en la unidad y conozca el m lindo que tú me has enviado, y que les amas a ellos, como me amas a mí. (...) Les he dado a conocer quién eres, y continuaré haciéndolo, para que el amor que tú me tienes esté también en ellos y para que yo mismo esté en ellos” (Jn 17,22-23.26). Se ha escrito bastante sobre la iglesia doméstica. Si los cristianos casados tomaran conciencia de su matrimonio como sacramento salvador alcanzarían a ser los mensajeros más reales y actuales de la figura del Jesucristo cercano que se muestra en las escrituras.
La entrega y ofrenda en vida de Jesús, y su muerte y resurrección nos señalan hacia un amor en el que la cruz ocupa su lugar y en el que la esperanza no ha de disolverse en amargura y desengaño. “Casarse en el Señor” significa que el matrimonio no es la aventura de dos personas solitarias. Es una unión hacia la plenitud. Es “sacramento” y Dios acompaña. Es una paciente “comunión” generadora de una vida nueva.
Jesucristo no promete que será dicha y alegría. Y aunque el “signo” del matrimonio cristiano se expresa en un amor mutuo, recíproco, digno y familiar, no excluye los errores, las incompatibilidades, las dificultades, el nerviosísimo, el aburrimiento y la enfermedad. La presencia del espíritu del Padre que comunica paz, fortaleza y consuelo, no deja de recordarnos la frase misteriosa que encontramos en los Hechos: “Se es más feliz en el dar que en el recibir” (Hch 20,35). Darse al estilo del Padre que les quiere siempre como a hijos. Ellos por vocación son llamados a ser padres.
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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.Para acceder a las publicaciones anteriores acceder AQUÍ.
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