P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita
Desde el comienzo en los evangelios, sobresale el tema de la realeza de Cristo. El arcángel Gabriel dice a María: “El será grande, será Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin” (Lc l,32s). Si buscamos más adelante en los mismos evangelios, hallaremos a Jesús como predicador, taumaturgo, amigo de los pecadores... Y él hablará de un reinado muy diferente al territorial, evitando asumir cualquier compromiso y actuación en este sentido. “Pero Jesús, conociendo que vendrían a llevárselo por fuerza para declararlo rey, se retiró otra vez al monte, sin que nadie le acompañase” (Jn 6,15). Y cuando alguno proclame como al Mesías (el ungido) esperado, él exigirá el llamado “secreto mesiánico”. “Y luego mandó terminantemente a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías” (Mt 16,20). Y antes de recibir la sentencia de su muerte, vemos a Jesús en el pretorio, y le oímos decir las siguientes palabras al engreído Pilato: "—Mi reino no es de este mundo. Si lo fuera, mis seguidores habrían luchado para impedir que yo cayera en manos de los judíos. Pero no, mi reino no es de este mundo—. Pilato insistió: —Entonces, ¿eres rey?—. Jesús le respondió: —Soy rey, como tú dices. Y mi misión consiste en dar testimonio de la verdad. Precisamente yo para eso nací, y para eso vine al mundo. Todo el que ama la verdad escucha mi palabra—. Pilato repuso: —¡La verdad! ¿Qué es la verdad?” (Jn 18,36-38).
De todos estos textos deducimos que Jesús no pretendía en modo alguno alzarse con el poder o ser un líder político para dejar bien establecido en este mundo un reinado como Dios manda. Si Jesús tuvo alguna tentación, ésta sería la que en los escritos evangélicos queda más destacada. ¿No es éste el fondo de la cuestión que se vislumbra en el desierto de Judá? “Le llevó después el diablo a un monte alto y le mostró de un vistazo todos los países del mundo. Y el maligno le dijo: —Yo estoy dispuesto a darte todo este poder y la grandeza de estos países. Porque todo esto lo he recibido como mío y se lo doy a quien yo quiera. Si te arrodillas y me adoras todo será tuyo” (Lc 4,5-7).
En el ánimo bien intencionado de todo discípulo de Jesucristo, persiste siempre y a veces de forma solapada esta tentación; ¿por qué no dedicarse a intentar establecer su reinado en este mundo? ¿No decimos que es necesario cambiar las estructuras de la sociedad? ¿Cómo podrá ser viable esta meta si no se consigue el poder político y económico? Se apela quizás con demasiado entusiasmo al libro del Éxodo, en el que se relata la salida del pueblo hebreo de la región de Egipto en marcha hacia Canaán, la tierra prometida. Atrás queda la esclavitud, y delante el horizonte prometedor de una liberación nacional. Esta ha sido una tentación histórica en la Iglesia.
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