P. Adolfo Franco, jesuita
Lectura del Santo Evangelio según san Lucas (2,22-40):
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor. (De acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: "Todo primogénito varón será consagrado al Señor"), y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: "un par de tórtolas o dos pichones". Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre honrado y piadoso, que aguardaba el Consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño.
Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
Palabra del Señor
Dentro de estos maravillosos días del nacimiento de Jesús, la Iglesia nos hace también reflexionar sobre algunas otras realidades del Señor, que vienen a subrayar el hecho importante y fundamental de la Encarnación, para reafirmar que Jesús es en verdad Dios y hombre. Una de estas hermosas realidades que reafirman el misterio de la Encarnación es el hecho de que tuvo de verdad una familia humana ¿Qué clase de hombre sería si no tuviera una verdadera familia? Jesús nació de María Virgen y vivió en el seno de una familia que la completaban José y el mismo Jesús al nacer.
Este don maravilloso que es la familia, la familia de cada uno, está iluminado por la familia modelo que es la de Jesús.
Y Jesús vivió en ese hogar como unos treinta años, hasta que salió a la vida pública. Ahí se desarrolló, según nos dice el Evangelio: “Jesús crecía en edad, sabiduría y gracia”. Una de las grandes bondades de la familia es que ésta impulsa el crecimiento. Toda familia debería hacer crecer a los hijos, en edad sabiduría y gracia.
La edad es mucho más que los cumpleaños. Porque para que la persona vea pasar los días de su calendario y solamente eso, para eso no necesita familia. Incluso las personas desarraigadas de la familia, cada día se van haciendo más viejos. No se trata de eso, el crecimiento en edad, es el desarrollo de la persona; acompañar a la persona para que cumpla plenamente la niñez y pase a la adolescencia; y así que vaya pasando las distintas etapas de la vida después de haberlas completado. Una familia armoniosa hacer vivir plenamente al niño su niñez, de forma que después en adelante no le queden rezagos del infantilismo. Y que cuando sea adulto, de tal forma haya vivido en familia la adolescencia que no le surjan tardíamente rasgos de adolescencia.
La familia con las relaciones internas de padres e hijos, esposos entre sí y hermanos, hace que el crecimiento vaya dándose sin rémoras. Y especialmente cuando además hay modelos adecuados: el padre y la madre, cada uno en lo suyo. Sin este calor de las relaciones internas de la familia y sin los modelos adecuados, el niño crecerá en años, pero seguirá siendo infantil. Ahí se aprende el amor al experimentar el amor entre cada uno de los miembros de la propia familia.
La familia debe hacer crecer a sus integrantes también en sabiduría. Y sabiduría es la comprensión del mundo a través de los valores. Con valores auténticos se conoce adecuadamente lo que es la vida, lo que es la realidad, lo que son las personas. Y eso es lo que podríamos llamar de verdad sabiduría. El conocimiento sin deformaciones, que no valora como principal lo que es secundario y no deja en segundo plano lo que es prioritario. Y la familia es la mejor escuela, y especialmente la escuela de la vida, donde se debe aprender la sabiduría. De esto también nos da un ejemplo la Sagrada Familia, sobre la que reflexionamos hoy: Sagrada Familia escuela de la sabiduría de Dios, donde cada uno recibía la fuente de la sabiduría; y donde estaba la sabiduría de Dios en su esplendor; el Niño crecía en sabiduría en la Familia que Dios le dio para vivir.
Y finalmente la familia debe hacer crecer a sus miembros en gracia, que es tener una verdadera y profunda relación con Dios. El hijo debe adquirir en su familia una verdadera forma de conocer, amar y servir a Dios. Y no se trata de información sobre Dios sino de conocimiento interior de Dios; y este conocimiento supone doctrina recta sobre Dios y sus misterios, y experiencia de oración. La familia cristiana, iluminada por esta Sagrada Familia, debe hacer presente a Dios en el corazón de cada uno de sus integrantes, para que los haga crecer en GRACIA, en la gracia de Dios.
Así que este modelo de la Sagrada Familia les dice a los padres que deben ser modelos para que los hijos crezcan en edad, que deben ser ejemplo para que los hijos crezcan en valores que los hagan sabios, y que deben ser inspiración para que los hijos amen a Dios.
Voz de audio: José Alberto Torres Jiménez.
Ministerio de Liturgia de la Parroquia San Pedro, Lima.
Agradecemos a José Alberto por su colaboración.
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