P. Adolfo Franco, S.J.
Juan 20, 19-23
Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo:
«¡La paz esté con ustedes!».
Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.
Jesús les dijo de nuevo:
«¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes»
Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió
«Reciban al Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan».
Palabra de Dios.
Hoy celebramos el domingo de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles, el nacimiento de la Iglesia.
Hoy celebramos una fiesta importante, la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, y el origen de la Iglesia. Es el Espíritu Santo anunciado por Jesús, el que guiará los pasos de esos Apóstoles en la vida de la Iglesia naciente, y los hará fuertes en las enormes dificultades iniciales. Y es una cosa penosa que para muchos cristianos este Espíritu Santo sea casi un desconocido. Todos sabemos que es una de las tres Divinas Personas y sin embargo no nos es fácil tenerlo presente en nuestra vida espiritual; nos es más fácil tener presentes al Padre y a Jesucristo.
Y es tan importante el Espíritu Santo; tan importante, como que es Dios. Pero además Él está continuamente presente y actuante en la misma vida de Cristo. Toda la vida de Jesús está llena de la presencia del Espíritu Santo. Ya la misma concepción virginal de Jesús en el vientre de María, se hace por obra del Espíritu Santo. Es el mismo Espíritu el que desciende sobre Jesús cuando es bautizado en el Jordán, para anunciar que Jesús es el Hijo amado de Dios.
Es notable la presencia del Espíritu en la vida y la actuación de Jesús. Por eso se dice en el Evangelio que el Espíritu Santo es el que lo lleva al desierto, y después de las tentaciones de Jesús, también es el Espíritu el que lo lleva a Galilea para empezar ya la predicación. Y por eso mismo en su primera predicación en la sinagoga de Nazaret, el párrafo que Jesús escoge para su predicación es el que dice: “El Espíritu está sobre mí”. Toda la vida de Jesús está animada por esta presencia continua del Espíritu Santo.
Y no sólo es con Jesús y con la Iglesia naciente, en realidad deberíamos saber que el Espíritu Santo es el origen de todo lo mejor de nuestra propia vida interior. Si nos diéramos cuenta de su actuación real en nosotros, entonces disiparíamos esa niebla con que rodeamos el concepto del Espíritu Santo.
Por poner un ejemplo: el mismo San Pablo dice que el Espíritu Santo ora en nosotros, que gime con gemidos inenarrables. Podríamos decir que todos los impulsos hermosos que brotan en nuestro corazón, cuando superamos un rencor, o cuando nos brota el deseo de extremar nuestra generosidad, son acciones que brotan por influjo del Espíritu Santo. Los deseos insaciables de verdad, de buscar la luz con todas sus consecuencias. Todos esos deseos brotan de la acción del Espíritu en nosotros. La generosidad con que las personas son capaces de desprenderse de sus gustos, para socorrer a otros. La tranquila acogida que una madre de pueblo joven da a los hijos de su vecina, que ha muerto prematuramente. Todos esos y muchos más de los actos e impulsos generosos de nuestros corazones, son simplemente destellos del Espíritu Santo. ¡Qué maravilloso debe ser el Espíritu Santo que produce tales destellos!
Pero además en esta fiesta del Espíritu Santo debemos meditar en la importancia superior de nuestro espíritu, por encima de todo lo material que nos rodea, y no sólo nos rodea, sino que a veces nos aprisiona. El mundo material, los objetos, todo lo que tiene una relación especial con nuestros sentidos, tienden a imponerse a todo lo demás. Y es el interior, nuestro espíritu, lo que más importa en nosotros. Porque nuestro espíritu es nada menos que un Templo vivo del Espíritu Santo.
Pero en general el mundo tiende a deslizarse demasiado a la materia, a lo que se puede medir y se puede contar. Así es nuestra civilización tecnificada. Nuestra civilización se siente orgullosa de sus avances técnicos, y realmente esos adelantos son impresionantes e importantes. Nuestra civilización ha llegado a dominar la materia midiéndola de una forma antes insospechada. Y la medida ciertamente es un instrumento fundamental del progreso. Todo esto es importante y está muy bien. Pero este progreso tecnológico muchas veces nos ha desviado la atención. Y dirigimos más nuestro corazón y nuestra mente a los instrumentos, a los cuadros estadísticos, a la informática.
Por eso es necesario también que en esta fiesta del Espíritu Santo, hagamos resaltar la suprema importancia de nuestro espíritu y de todo lo que es espiritual en el hombre. Cualquier chispa del espíritu humano es más importante y más valiosa que todos los progresos tecnológicos, que todos los chips y todos los procesadores. El amor del corazón, sus deseos, sus nostalgias, sus alegrías, no caben dentro de ninguna estadística y son más trascendentales que todas las mediciones.
El hombre vale por su espíritu, y el cristiano vale por su espíritu transformado por la gracia. Y es importante que esto lo subrayemos con nuestro comportamiento, con nuestras preferencias, con nuestras metas.
Incluso las realizaciones puramente naturales de nuestras potencias espirituales (imaginación, inteligencia, poesía), también es necesario que las valoremos debidamente; que valoremos esas producciones geniales del espíritu humano, como el pensamiento filosófico, la poesía, la música, la obra artística. Todo eso contribuye más a la calidad humana, que todas las comodidades que nos brinda el progreso. Y mucho más si añadimos además las producciones sobrenaturales de la gracia en nuestro espíritu: una oración nos enriquece más, es más cultura que todos los aparatos, una obra de caridad cristiana es más progreso que los cohetes espaciales.
Por eso hoy decimos con vehemencia: “ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles e infunde en ellos el fuego de tu amor”.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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