PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 7 de junio de 2017
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Había una cosa fascinante en la oración de Jesús, tan fascinante que un día sus discípulos pidieron ser partícipes. El episodio se encuentra en el Evangelio de Lucas, que entre los evangelistas es el que mayormente documentó el misterio del Cristo “orante”: el Señor rezaba. Los discípulos de Jesús están impactados por el hecho de que Él, especialmente por la mañana y por la tarde, se retira en soledad y se “sumerge” en la oración. Y por esto, un día, le piden que les enseñen a rezar a ellos también (Lucas 11, 1). Es entonces cuando Jesús transmite la que se ha convertido en la oración cristiana por excelencia: el padrenuestro. En verdad, Lucas, respecto a Mateo, nos devuelve la oración de Jesús en una forma un poco abreviada, que comienza con la simple invocación: «Padre» (v. 2).
Todo el misterio de la oración cristiana se resume aquí, en esta palabra: tener el valor de llamar a Dios con el nombre de Padre. Lo afirma también la liturgia cuando, invitándonos a la oración comunitaria de la oración de Jesús, utiliza la expresión «nos atrevemos decir». Efectivamente, llamar a Dios con el nombre de “Padre” no es para nada un hecho descontado. Nos surgiría usar los títulos más elevados, que nos parecen más respetuosos por su trascendencia. En cambio, invocarlo como “Padre” nos pone en una relación de confidencia con Él, como un niño que se dirige a su papá, sabiendo que es amado y cuidado por él. Esta es la gran revolución que el cristianismo imprime en la psicología religiosa del hombre. El misterio de Dios, que siempre nos fascina y nos hace sentir pequeños, pero ya no da miedo, no nos oprime, no nos angustia. Esta es una revolución difícil de aceptar en nuestro ánimo humano; tanto es así que incluso en las narraciones de la Resurrección se dice que las mujeres, después de haber visto la tumba vacía y al ángel, «huyeron […], pues un gran temblor y espanto se había apoderado de ellas» (Marcos 16, 8). Pero Jesús nos revela que Dios es Padre bueno, y nos dice: “¡No tengáis miedo!”.
Pensemos en la parábola del padre misericordioso (cf Lucas 15, 11-32). Jesús habla de un padre que sabe ser solo amor para sus hijos. Un padre que no castiga al hijo por su arrogancia y que es capaz incluso de confiarle su parte de herencia y dejarle irse de casa. Dios es Padre, dice Jesús, pero no de la manera humana, porque no hay ningún padre en este mundo que se comportaría como el protagonista de esta parábola. Dios es Padre a su manera: bueno, indefenso ante el libre arbitrio del hombre, capaz solo de conjugar el verbo “amar”. Cuando el hijo rebelde después de haber despilfarrado todo, vuelve finalmente a la casa natal, ese padre no aplica criterios de justicia humana, sino que siente sobre todo necesidad de perdonar, y con su abrazo hace entender al hijo que durante todo ese largo tiempo de ausencia le ha echado de menos, ha sido dolorosamente echado de menos por su amor de padre. ¡Qué misterio insondable es un Dios que nutre este tipo de amor hacia sus hijos! Quizás es por esta razón que, evocando el centro del misterio cristiano, el apóstol Pablo no es capaz de traducir en griego una palabra que Jesús, en arameo, pronunciaba “abbà”. Dos veces san Pablo, en su epistolario (cf. Romanos 8, 15; Gálatas 4, 6), toca este tema, y en dos ocasiones deja esa palabra sin traducir, en la misma forma en la cual ha florecido en boca de Jesús, “abbà”, un término aún más íntimo respecto a “padre”, y que alguno traduce “papá”.
Queridos hermanos y hermanas, nunca estamos solos. Podemos estar lejanos, hostiles, podemos también profesarnos “sin Dios”. Pero el Evangelio de Jesucristo nos revela que Dios que no puede estar sin nosotros: Él no será nunca un Dios “sin el hombre”; ¡es Él quien no puede estar sin nosotros, y esto es un misterio grande! Dios no puede ser Dios sin el hombre: ¡este es un gran misterio! Y esta certeza es el manantial de nuestra esperanza, que encontramos custodiada en todas las invocaciones del padrenuestro. Cuando necesitamos ayuda, Jesús no nos dice que nos resignemos y nos cerremos en nosotros mismos, sino que nos dirijamos al Padre y le pidamos a Él con confianza. Todas nuestras necesidades, desde aquellas más evidentes y cotidianas, como la comida, la salud, el trabajo, hasta la de ser perdonados y apoyados en las tentaciones, no son solo el espejo de nuestra soledad: sin embargo hay un Padre que siempre nos mira con amor, y que seguramente no nos abandona.
Ahora os hago una propuesta: cada uno de nosotros tiene muchos problemas y muchas necesidades. Pensemos un poco, en silencio, en estos problemas y estas necesidades. Pensemos también en el Padre, en nuestro Padre, que no puede estar sin nosotros, y que en este momento nos está mirando. Y todos juntos, con confianza y esperanza, recemos: “Padre nuestro, que estás en los Cielos...”!
¡Gracias!
Tomado de:
www.vatican.va
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