P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA
CONTINUACIÓN
8.9. ¿POR QUÉ LA MUERTE DE CRISTO?
Según la Escritura, apoyada por la Tradición, Cristo nos ha salvado por medio de su muerte: es el sacrificio cruento del Calvario el que nos ha alcanzado la salvación. Por consiguiente, el valor de la reparación estriba en la Pasión y en la muerte de Cristo. Este valor no se debe al simple derramamiento de la sangre, que no pasa de ser un acto material. Proviene de la actitud de obediencia y amor que tuvo su expresión en los padecimientos y en la muerte del crucificado. Ahora bien, esta actitud interior la había adoptado ya Jesús a lo largo de toda su existencia humana ¿Porqué su Pasión y muerte son las que constituyen la reparación, y por qué la Redención deriva enteramente del sacrificio de la Cruz?
La primera razón es la decisión divina. Dios es libre para determinar el género de reparación que le sea grato de instituir la forma del sacrificio capaz de obtener el perdón. Sin embargo, el decreto divino no es arbitrario, y es necesario examinar por qué Dios ha querido precisamente el sacrificio del Calvario. Si lo ha escogido, es porque aquel sacrificio debía constituir a sus ojos la reparación ideal por el pecado ¿A qué titulo lo era?
El pecado de Adán, tal como nos lo describe el Génesis se había caracterizado por una actitud de orgullo y desobediencia: "seréis como dioses", Gen 3, 5. La reparación consiste en que Cristo adopta la actitud contraria: la actitud sumisa y humilde: la obediencia. En Adán pensaba S. Pablo al declarar que Cristo no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se rebajó haciéndose "obediente hasta la muerte y muerte de cruz", Filp 2, 6-8. De este modo ante la soberbia (de Adán) = "ser como dioses", viene la humildad (del nuevo Adán, Cristo) = "ser siervo"; ante la desobediencia de Adán en el paraíso, la obediencia de Cristo a la voluntad del Padre: "porque como por la desobediencia de un solo hombre (Adán) fueron constituidos pecadores todos, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos", Rom 5, 19.
De este modo se manifiesta la intención divina de instaurar un sacrificio en el que la reparación de la "desobediencia inicial" se realizase a través de una "obediencia llevada hasta el extremo", dar la vida en sacrificio por la salvación de todos. Al orgullo de Adán lleno de egoísmo y de rivalidad envidiosa que va contra la ley divina, debe responder la humildad del nuevo Adán, Cristo, impregnada de amor y de abnegación de sí mismo, que se somete plenamente a la voluntad del Padre, pues, "donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia", Rom 5, 20b.
Por otra parte, el pecado de Adán ha acarreado desventuras para toda la humanidad: la pena de una muerte espiritual, con la privación de una amistad divina y de la gracia santificante; el castigo de la muerte corporal y de los sufrimientos terrenos. La "reparación" supone el hacerse cargo de las consecuencias del pecado para eliminarlas.
Es evidente que Cristo no puede asumir la pena de la muerte espiritual, que comporta la enemistad con Dios y el estado de pecado; eso seria contrario no sólo a su ser de Hijo de Dios encarnado, sino también a su misión de ofrecer al Padre un sacrificio que pueda complacerle. En cambio, Cristo puede asumir la carga de los sufrimientos y de la muerte, y soportar aquellas secuelas del pecado que no implican ninguna desviación moral ni hostilidad hacia Dios. Si los sufrimientos y la muerte son, en cuanto castigos del pecado, signos o símbolos de la ruina espiritual del pecador y de su distanciamiento de Dios fuente de vida y de alegría, sin embargo, no comportan de suyo indignidad de ningún género ni tienen nada de pecaminoso.
Pero al hacerse cargo de los sufrimientos y de la muerte, Cristo, por ese mero hecho, modifica su significado. No puede asumirlos personalmente a titulo de castigo, ya que es inocente. Por medio de su reparación, soporta, pues, las consecuencias del pecado que, infligida a los culpables, habrían sido un castigo, pero que, en su persona inocente y santa, adquieren un nuevo valor, el de un homenaje ofrecido al Padre por los pecados de la humanidad pecadora.
Por eso, no sería exacto hablar de expiación penal por lo que respecta a Cristo, dado que en él la expiación sólo se realiza por los pecados de otros y no tiene el carácter de una pena que se soporta.
Además, en los sufrimientos y en la muerte, "la obediencia" de Cristo alcanza unas cotas extremas. La epístola a los Hebreos declara que Jesús, en su Pasión, ha dado el testimonio decisivo de su obediencia: "con lo que padeció experimentó la obediencia", Hebr 5, 8. S. Pablo afirma que fue precisamente en la muerte donde su obediencia llegó al límite en virtud de la más completa humillación, Filp 2, 8. Por el hecho de que la reparación quería ser superabundante y perfecta, según el plan salvífico del Padre, el acto de obediencia de Cristo debía contener la plenitud de la obediencia humana.
Ahora bien, tal plenitud se verifica en el acto de morir. La muerte, considerada como acontecimiento no ya pasivamente soportado sino libremente consentido, comporta en efecto un acto de suprema disposición de sí.
Cuando el hombre da su vida, ejerce el poder más amplio que posee sobre sí mismo pues todo su pensamiento, todas sus acciones, todos sus sentimientos no pueden pertenecerle sino en la medida en que está vivo. Entregar su vida a Dios, es abandonar en sus manos todo el propio ser, no solamente la vida material, sino también el alma junto con sus facultades superiores de conocimiento, de voluntad libre, de afectividad espiritual, ya que el alma está ligada a la existencia corporal. Aceptar la muerte es llevar a cabo el acto por el que la voluntad humana se abandona de la manera más completa al querer divino, reconociendo su dependencia integral con respecto a él. Constituye, pues, la culminación de la obediencia: el hombre entrega a Dios todo el poder que tiene de disponer de sí mismo.
Este abandono lo expresó Cristo con toda claridad al lanzar aquel grito final sobre la cruz "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu", Lc 23, 46. Estas palabras reflejan exactamente el sentido del acto de morir. Para Cristo exhalar el último suspiro o expirar es poner el espíritu en las manos del Padre. Nótese que se carga el acento en el abandono del espíritu. Jesús no dice "mi vida", sino "mi espíritu", dando con ello a entender que el acto de morir consiste en entregar el alma, más que la vida material; es el cuerpo el que, impotente ya para conservar la vida, padece propiamente la muerte; pero es el espíritu el que se entrega esencialmente en el acto de morir y el que, en ese acto, tienen que darse enteramente.
Por ser acto de obediencia y de abandono, la muerte es también acto religioso, cultual. Dado que el culto tiene como finalidad rendir homenaje a Dios, donde puede encontrar su expresión más amplia es en ese homenaje final y completo constituido por el acto de morir. Ese acto es, por consiguiente, el acto supremo del culto. De ahí que en la epístola a los Hebreos hable de la "piedad" de Jesús, a propósito de su sacrificio, Hbr 5, 7; afirma que esta piedad es la razón de la gloria obtenida por Cristo después de su muerte. Para captar con mayor exactitud a qué titulo "el acto de morir" es la cúspide de la obediencia y del culto rendido a Dios, subrayemos la naturaleza del don que implica.
El hombre tiene el poder de entregarse durante todo el curso de su vida: antes de la muerte, lo que dedica a Dios es su actividad; en la hora de la muerte, le ofrece el mismo principio de esa actividad, la substancia de su espíritu. La muerte es el don de si mismo que se podría calificar de substancial distinguiéndolo de los demás dones precedentes que consistían en actos, más que en el mismo ser. Ciertamente al ofrendar su actividad, su voluntad, su pensamiento y sus sentimientos, una persona se entrega verdaderamente, pero en la muerte, más que entregarse en una serie de actos, se entrega directamente en su propio ser. Es su misma substancia la que se pone en manos de Dios Padre.
Se comprende, pues, cómo el acto de morir sobrepasa en importancia a todos los demás actos escalonados a lo largo de la existencia humana y cómo los engloba a todos. Ofrece a Dios, en una donación final, el mismo principio del don en el hombre, el alma o el espíritu. Cristo presentó a su Padre, en el momento final, toda su naturaleza humana, después de haberle ofrecido, durante su vida terrena, toda su actividad humana, sus pensamientos, sus deseos y sentimientos humanos. Después de los actos, le entrega el principio de estos actos, y de este modo realiza el don esencial.
Matizando más, el acto de morir aparece en Cristo como la culminación de su amor filial. Cristo declara que encomienda su espíritu en las manos del Padre; con ello quiere resaltar la disposición esencial que le anima: su homenaje, su obediencia son los propios de un Hijo. Ahora bien, por otras declaraciones de Jesús sabemos por qué su actitud filial alcanza su perfecta expresión en la muerte.
En efecto, esta actitud tiene como ideal el volver al Padre todo cuanto ha recibido de él y retornar al Padre del mismo modo que salió de él: "Salí del Padre y he venido al mundo; ahora dejo otra vez el mundo y regreso al Padre", Jn 16, 28. Es cierto que, durante toda su vida terrena, Cristo había caminado hacia el Padre; pero es en el momento de la muerte cuando se realiza propiamente el "retorno final", el paso de este mundo al Padre, este retorno, es pues, el acto de amor supremo del Hijo encarnado.
La actitud filial nos ayuda al mismo tiempo a comprender hasta qué punto en el acto de morir se funden el amor y la obediencia que culminan en el sacrificio expiatorio. Ahí existe amor, don de sí mismo, pero ese amor y ese don no aspiran a preeminencia ninguna; en su generosidad no reivindican ni la iniciativa ni la soberanía. La muerte no puede ser causada ni provocada por el hombre; éste debe aceptarla en la hora y circunstancias determinadas en el plan divino. De no ser así, se convertiría en suicidio, que es un ultraje y no un homenaje a Dios. El amor que se entrega en la muerte, para ser auténtico, no puede ser otra cosa sino amor obediente a la voluntad salvífica del Padre.
Esta sumisión adquiere su verdadero significado bajo la óptica filial. Por medio de la muerte, el hombre no pude pretender dar cosa alguna que sea posesión propia; tan solo da lo que ha recibido de Dios. Cristo se entregó como un Hijo, cuyo ideal es la equivalencia entre lo que el Padre había dado y lo que en aquel momento se ofrecía. La muerte, y sólo ella, permite a Jesús, realizar esa equivalencia; permite a los demás hombres, siguiendo a Cristo, aproximarse lo más posible a esa equivalencia en un retorno filial al Padre.
La obediencial filial muestra la unión existente entre el aspecto positivo y el aspecto negativo de la muerte. El acto de morir es un acto nacido de una voluntad de amor, un acto de disposición suprema de sí mismo, por el que el hombre se entrega a Dios de forma total. Es también un acto por el que el hombre se vacía de sí mismo, acepta despojarse completamente, abandonar su propio ser.
En Cristo ese desposeimiento absoluto está admirablemente expresado en el cuadro de la Pasión y los sufrimientos íntimos del crucificado: pobreza completa del condenado a muerte, abandono del Maestro por sus discípulos, y sobre todo vacío interior dolorosamente experimentado al sentir el abandono por parte del Padre. Junto a la desnudez de la carne está la desnudez del alma dejada a merced de la desolación espiritual; esta desnudez moral permite una obediencia aún más radical, un acto de total entrega de sí mismo con la más humilde dependencia en el abandono total.
Añadamos que, mediante esa donación final representada morir, Cristo se dispone al mismo tiempo a pasar la glorificación. Ya hemos observado que, mediante la obediencia, Cristo dejaba en sí mismo vía libre a la acción divina, pues su obediencia era cumplimiento a la voluntad divina; esa acción divina, que llena la naturaleza humana de Cristo en medio de su desposeimiento, solo precisa revelarse, manifestarse en esa naturaleza, para glorificarla. Así es cómo la obediencia establece un nexo de continuidad entre el supremo abajamiento y la suprema exaltación. Se puede expresar esta verdad bajo la perspectiva del amor filial.
Cristo se entrega sin reservas el acto de morir, pero como se entrega filialmente, se entrega en cuanto ser recibido del Padre: su autodonación atestigua que de él lo ha recibido todo y no pretende entregar al Padre sino lo que viene de él. De ahí que, con ese don filial, Cristo se abre al máximo al don paternal, y se dispone a recibir la cumbre de ese don en su glorificación. Su retorno filial es la más amplia apertura de su naturaleza humana al esplendor divino del Padre.
Vemos, pues, cómo tan sólo la muerte, vacío completo del ser y del tener humano, permite el triunfo perfecto de Dios en el nombre Dios puede llenar completamente ese vacío donando su riqueza divina a la absoluta pobreza humana y elevando a su nivel divino al ser desfallecido que se ha dejado caer en sus manos. Solamente la muerte de Cristo podía asegurar el triunfo de la Resurrección; ella ha merecido ese triunfo ofrendando al Padre una naturaleza humana que se había vaciado de sí misma y de este modo se había hecho susceptible de ser henchida con su vida divina.
Considerada en sí misma, la muerte no es desde luego un triunfo; hay que evitar cualquier concepción triunfalista de la muerte no deja de ser una violencia que se hace a la naturaleza humana y lleva consigo una deshumanización como efecto de la separación de alma y cuerpo. Con todo, libremente consentida y asumida, la muerte merece el triunfo y la salvación; mediante la aceptación de una deshumanización, se abre a una divinización de la naturaleza humana. Así se explica el valor redentor atribuido por Dios al sacrificio de la cruz, valor derivado del hecho de que ese sacrificio ofrecía al Padre la más completa reparación por el pecado.
Para hacer ver el valor supremo de ese sacrificio, no es en modo alguno necesario, pretender que Cristo haya experimentado los padecimientos más terribles que se puedan soportar jamás en la vida humana. Si se trata de dolores físicos, difícilmente se podría sostener tal opinión, pues otros martirios fueron, al parecer, más terribles; por lo que respecta a los sufrimientos morales, lo más probable es que tales sufrimientos debieron llegar en Cristo a una profundidad inigualable.
Pero no consiste propiamente en eso el valor de la reparación: ese valor deriva de la actitud del amor obediente de Cristo, que culminó en la Pasión y muerte en la cruz. Más que la intensidad del dolor, lo que importa es la disposición moral. Y si la intensidad del sufrimiento moral de Jesús contribuyó a la grandeza de la reparación, es porque permitió a la obediencia y al amor de Cristo desplegarse más todavía.
Así pues, el Padre quiso ese sacrificio a titulo de la reparación más perfecta. Pero adviértase que si queremos enunciar en toda su amplitud el motivo por el que escogió como acto redentor la Pasión de su Hijo, hemos de afirmar que la razón última es el amor total del Padre a los hombres. En efecto, al exigir a Cristo esa satisfacción completa, el Padre entregaba a su propio Hijo al suplicio, haciendo con ello a la humanidad el mayor de los dones. En la Pasión, Cristo ofrecía a su Padre el mayor homenaje de amor obediente, pero su misma ofrenda provenía también de un don que el Padre hacía a los hombres.
Todavía queda por aclarar otra cuestión. Si el Padre "puso la salvación del género humano en el árbol de la cruz". ¿Qué valor habrá de atribuir a los demás actos de la vida de Jesús? Según la revelación, toda la redención ha sido merecida por la muerte de Cristo, y fue en virtud de su Pasión como Cristo satisfizo al Padre. Sin embargo, no se puede negar todo el valor satisfactorio y meritorio a los demás actos de Cristo.
Pero para salvaguardar el principio de que toda la salvación proviene del sacrifico de la cruz, hay que decir que los demás actos de la vida de Jesús tiene valor de reparación y de mérito en dependencia del acto supremo de oblación de Cristo en el Calvario. La vida de Cristo estuvo esencialmente orientada hacia ese sacrificio; la obediencia y el amor guiaron su vida moral desde sus comienzos y la condujeron hasta la consumación final.
Por estar así ordenada al sacrificio, toda la vida moral de Cristo contribuyó a la reparación ofrecida sobre la cruz. En consecuencia, los actos de virtud poseían en el momento en que Cristo los realizaba, un valor satisfactorio en cuanto que estaban destinados a culminar en el sacrificio total de la cruz: en virtud de ese sacrificio, toda la existencia de Jesús, hasta en sus más mínimos detalles, influyó realmente en la obtención de la salvación de la humanidad entera.
8.10. ¿POR QUÉ LA REPARACIÓN POR PARTE DEL HIJO DE DIOS?
A la pregunta ¿por qué el Hombre-Dios? San Anselmo había contestado que la Encarnación era necesaria para asegurar la salvación del hombre, y que la satisfacción no podía ser ofrecida sino por el Hombre-Dios. Pero, como ya hemos visto, afirmar semejante "necesidad" es algo excesivo. No pocos teólogos han sostenido que, aun no siendo de "necesidad absoluta", la Encarnación era "hipotéticamente necesaria". Se requería en la hipótesis de una satisfacción integral por el pecado.
Dios podía perdonar sin exigir tal satisfacción, pero, si la exige, no puede obtenerla sino por medio de la Encarnación. Esta opinión se funda en el principio de que el pecado, en cuanto ofensa de Dios, tienen una gravedad infinita. Por lo tanto, una satisfacción integral debe tener un valor infinito. Ahora bien, una simple creatura, que necesariamente se encuentra confinada en el orden finito, no puede ofrecer una satisfacción infinita. Solamente un Dios hecho hombre puede ofrecer una satisfacción adecuada, esto es, de orden infinito, por la ofensa cometida.
Una observación de "sentido común" sacada por analogía con las relaciones humanas, suele aducirse para corroborar ese razonamiento. En efecto, cabría preguntar por qué la creatura, capaz de una ofensa infinita, no va a ser capaz de aportar una satisfacción infinita. A esto se responde que no existe paridad de términos, ya que la gravedad de la ofensa se mide por la dignidad de la persona ofendida, mientras que el alcance de la satisfacción se mide por la dignidad de la persona que repara o satisface.
En el acto de honrar, "el honor reside en aquel que honra y se evalúa en proporción a la dignidad de éste", ahora bien, el acto de reparación de la creatura solo puede tener un grado finito. En la ofensa padecida "el pecado es un grado infinito, porque el agravio reside en la persona agraviada (Dios) y se valora no en base en valor de aquel que agravia (la persona humana) sino de aquel que padece el agravio (Dios).
¿Qué se debe pensar de este razonamiento y de la observación de "sentido común" que trata de justificarlo? No se puede negar el hecho de que, en un contexto de relaciones personales, una ofensa se mide por la dignidad de la persona ofendida. Pero se mide igualmente por la persona que me comete la ofensa. Pues no se ve por qué la ofensa va a estar en relación únicamente en relación con el ofendido, mientras que la satisfacción guarda relación tan sólo con el que satisface. Tanto en el caso de la satisfacción como en el de la ofensa, se deben tener en cuenta las dos personas interesadas. El valor de un acto depende ante todo de la persona que lo realiza; y secundariamente en una relación interpersonal, de la persona que constituye el término directo de ese acto.
El pecado es un acto de orden finito, en cuanto que lo realiza una creatura finita; reviste una "cierta infinitud" en cuanto que alcanza a Dios. Análogamente, la satisfacción ofrecida por una creatura también es finita en razón de su autor (finito) e infinita en atención a su término (Dios). Si el pecado desagrada al amor infinito de Dios, la satisfacción le agrada a ese amor infinito. Hay paridad. Por consiguiente, para que al pecado corresponda una satisfacción del mismo orden, no es necesario que esa satisfacción provenga de Dios hecho hombre. Para reparar una ofensa finita en su autor (la persona humana) e infinita en su término (Dios), no se debe exigir una satisfacción infinita en su autor (la persona humana) e infinita en su término (Dios). Por lo tanto para una reparación adecuada no se requiere la Encarnación.
Si así hubiera sido la voluntad de Dios, una creatura humana hubiera podido ofrecer a Dios una satisfacción suficiente para reparar el pecado; un nuevo Adán, que hubiera sido un simple hombre, habría podido reconstruir lo que el primer Adán había destruido. Dios hubiera podido encargar a un hombre cualquiera una misión reparadora en nombre de la humanidad, y otorgarle la gracia necesaria para llevar a cabo esa misión. Así pues, la Encarnación no era hipotéticamente necesaria. Dios no estaba obligado a enviar a su Hijo a la tierra para recibir de la humanidad una reparación igual a la ofensa. La Encarnación fue decretada no ya en orden a una simple compensación por la culpa cometida, sino con miras a una redención muy superior.
Se pueden distinguir varios aspectos de esta superioridad de la redención y precisar de este modo el motivo de la Encarnación. Más adelante consideraremos la envergadura universal que posee el sacrificio o la satisfacción en virtud de la Encarnación: por ser persona divina, Cristo puede representar de modo eminente a toda la humanidad y merecerle la salvación. Además, con la Encarnación, el Padre ha querido una "reparación superabundante", perfecta; ha querido un homenaje humano que le agradara infinitamente más de lo que el pecado le había disgustado, por el hecho de que ese homenaje venía de su propio Hijo. Incluso para honor de la humanidad pecadora, la reparación debía ser la más excelente posible. Mientras que el pecado sólo tenía gravedad atendiendo a la dignidad personal del ofendido (Dios), la reparación lo superaría incomparablemente, al ser infinita no solamente en su término (Dios Padre) sino también en la persona de su autor que repara (Cristo)
Más en particular, el Padre que había sido contrariado en su designio por haberse negado Adán a comportarse como hijo amante, obtendría gracias a la Encarnación redentora, un homenaje que procedería del más excelso amor filial: la reparación del Calvario sería la oblación del Hijo único, que arrastraría tras si la oblación filial de los cristianos que viven en Cristo.
Además en virtud de la Encarnación, la "reconciliación" se realizaría de manera perfecta. Esta reconciliación tendría como fundamento la unión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en una sola persona. El Hombre-Dios es el mediador perfecto, pues en él la divinidad y humanidad están no solo representadas sino realmente presentes en la unidad hipostática. Cristo, el Dios-Hombre, es el sacerdote perfecto porque en él la naturaleza humana no está solamente dedicada a Dios por medio de su consagración; está asumida por la persona divina del Hijo que la hace sacerdotal con su mismo ser, desde la Encarnación, de tal manera que Cristo es sacerdote por nacimiento, (sacerdote no a la manera del AT que tenía que ser de la familia de Aarón).
Es cierto que la Encarnación no opera todavía, por sí misma, la reconciliación de los hombres con Dios pero la fundamenta y la inaugura, uniendo al menos en un individuo, la naturaleza divina y la naturaleza humana, hasta entonces separadas por el pecado. La Encarnación, permite al sacrificio redentor introducir en la comunidad humana en la comunidad divina de la Trinidad: ya hemos observado que, por haber sido ofrecido por el Hijo de Dios, el sacrificio queda situado a un nivel divino. Cristo por unir en sí mismo naturaleza divina y naturaleza humana, como sacerdote puede reconciliar la comunidad de las personas humanas con la comunidad de las personas divinas, levantando la primera (humana) a la altura de la segunda (divina).
También en virtud de la Encarnación, la satisfacción ofrecida al Padre conduce a una "restauración" perfecta de la naturaleza humana y a su "divinización". Por el hecho de ser Dios, el Redentor está en condiciones de restaurar por sí mismo la naturaleza humana venida a menos por el pecado. Recordemos aquí la distinción entre los dos sentidos del termino "reparación", Rom 3, 23-25:
- La reparación personal con relación al Padre herido por la ofensa del pecado.
- La reparación de la naturaleza humana herida por la degradación, o corrupción del pecado.
La reparación personal hubiera podido venir de una creatura; pero la reparación de la naturaleza humana, que supone una especie de "recreación" de esa misma naturaleza, sólo puede venir de Dios. También Sto. Tomás ve ahí un motivo de la Encarnación: para poder reparar la naturaleza humana, Cristo debía ser Dios.
Pero, además, la Encarnación tenía la finalidad de restaurar la naturaleza humana divinizándola. Por ser Dios, el Redentor nos comunica una santidad divina, nos hace participar en la misma naturaleza divina. Este es el aspecto que subrayan los Padres Griegos: nuestra divinización prueba que Cristo es Dios. Ciertamente, la comunicación de la santidad divina a la naturaleza humana no se realiza simplemente por el hecho de la Encarnación: supone ante todo la reparación ofrecida al Padre y debe de ser merecida por el sacrificio. Pero la consumación del sacrificio produce la divinización, la asimilación a la vida divina del Hijo, tan solo por ser obra de un Hombre-Dios. La Encarnación empeña un papel esencial en el resultado del sacrificio redentor.
De este modo, la Encarnación, en virtud de estos diversos aspectos, sirve de base a una Redención superior, perfecta. Al establecer la Alianza, la Encarnación eleva a un nivel divino el papel jugado por la colaboración humana: reparación, reconciliación, junto con el efecto de restauración y divinización de nuestra naturaleza humana. Al mismo tiempo que encumbra la función del hombre dentro de la alianza, eleva al máximo la prestación o el don de Dios. Lo que, en último análisis justifica la Encarnación es el amor del Padre que, entregando a su Hijo, ha querido ser el amor más perfecto. Este amor constituye la definitiva justificación, pues la elevación de la colaboración humana es también fruto del amor del Padre, del don que nos ha hecho de su Hijo.
Este amor del Padre, motivo fundamental de la Encarnación es tanto más generoso cuanto que es respuesta al pecado del hombre. Aun considerando en si mismo el don de la Encarnación, hay que reconocer que el Padre no habría podido amarnos más que donando a su propio Hijo, el "Amado", Efes 1, 6. Pero añade S. Pablo que ese amor es todavía mayor por estar dirigido a pecadores: es a aquel, que acaba de ofenderle, a quien el Padre promete la Redención por medio de su Hijo Cristo. Íntimamente afectado y herido en su amor de Padre por el pecado cometido por el hombre, el Padre redobló su amor donando a su propio Hijo.
Notemos que el valor de ese amor del Padre es independiente del conocimiento que del mismo tengamos. No se puede reducir la voluntad del Padre, por lo que se refiere al don de la Encarnación, a la intención de "mostrar" de "manifestar" su amor, y de provocar de esta forma una respuesta de amor por parte de los hombres. Es cierto que tal intención no estaba ausente del designio redentor del Padre. El Padre quería hacer conocer a los hombres su amor, apelando así a su afecto filial: la generosidad con la que nos donó a su Hijo constituye para nosotros el supremo motivo para amarle. Pero la intención de brindar un estímulo psicológico es secundaria. La intención primordial del Padre era la de hacer la Redención de la manera más perfecta posible en el orden objetivo, mediante el máximo don divino. Era una intención más de "dar" que de "mostrar".
Finalmente, la voluntad de "mostrar" o "manifestar" el amor no es otra cosa que la coronación de la intención principal de "dar" dentro del marco de una alianza, en la que debe de anudarse un amor recíproco, el amor que llama (Dios) y el amor que corresponde (la criatura humana).
8.11. REPARACIÓN Y GRATUIDAD DE LA OBRA REDENTORA
En conclusión, subrayemos la gratuidad de la obra redentora que se manifiesta en la "reparación". Lo que ha suscitado en algunos una cierta repulsa hacia la doctrina de la "expiación" o de la "satisfacción", es que parece demostrar un amor menos gratuito por parte de Dios, un amor que se quiere hacer pagar la salvación otorgada a la humanidad. Hemos constatado, por el contrario, planteando los diversos por qué de la "reparación", que el plan redentor pone de manifiesto el más generoso amor divino.
Si ha habido exigencia de reparación, es porque el Padre en su amor quería la colaboración humana a la salvación y quería conceder al hombre la facultad de reparar. Si la redención ha sido realizada por el Hijo de Dios, es porque el Padre ha querido donar a su Hijo: de esta manera, ha sido él el primero en pagar el precio de la reparación. Si Cristo ha muerto, es porque el Padre no ha dudado en entregarlo al sacrificio en favor de todos los hombres. Al brindar él mismo la reparación que reclamaba el Padre ha hecho más gratuita la obra de la salvación.
8.12. SÍNTESIS FINAL
8.12.1. La reparación de la ofensa hecha a Dios por el hombre
Dios quiere que el pecado original de Adán y Eva y todos los pecados del género humano sean reparados.
- Dios no se complace en la satisfacción del pecado por egoísmo, sino por amor.
- Dios no acepta la reparación sino en la medida en que Él ha decidido qué tipo de reparación quiere, según los designios salvíficos de su voluntad.
- Es a Dios a quien le corresponde determinar el género y manera de sacrificio que Él quiere para reparar el pecado, y a la vez que le sea grato.
8.12.2. ¿Por qué la reparación del pecado ante Dios?
- Si Dios exige la reparación no es por necesidad de justicia divina, sino por la exigencia del mismo amor.
- Dios al exigir al hombre una reparación, quiere asegurar el mayor bien del mismo hombre, como hijo de Dios.
- ¿Por qué razón Cristo ha reparado en nombre de toda la humanidad? Dios ha querido el sacrificio de su Hijo Jesucristo porque en Él la humanidad podía ofrecer la más alta y perfecta satisfacción a Dios Padre. Gracias a Cristo (el Verbo hecho hombre) la reparación del mal producido por el pecado superaba la ofensa del mismo pecado.
- Dios ha reclamado la reparación del amor en virtud del Amor de la Nueva Alianza que se realizó por el sacrificio de Cristo y que exige la cooperación humana. La exigencia de una reparación busca el bien del hombre y demuestra la máxima generosidad por parte de Dios.
8.12.3. ¿Por qué la muerte de Jesucristo?
- Dios Padre nos ha salvado en Cristo por medio de su muerte y resurrección (Misterio Pascual).
- Aspecto sacrificial de Cristo que acepta la voluntad del Padre y la lleva a cabo en el Calvario ofreciéndose al Padre como víctima expiatoria y propiciatoria, en favor de los hombres.
- Aspecto obediencial de Cristo en antítesis de la desobediencia de Adán:
El sacrificio expiatorio de Cristo en la cruz y su Resurrección nos llevan a una nueva vida.
La obediencia de Cristo es aceptación y realización de la Voluntad salvífica del Padre. También es una obediencia auténtica, de verdadero Hijo. Al morir expresa su abandono en la providencia amorosa del Padre, diciendo: "Padre en tus manos encomiendo mi espíritu", y finaliza su sacrificio expiatorio con las palabras: "Todo está consumado". Es decir, Padre, todo se ha cumplido según tu voluntad, así Jesucristo a través del Misterio Pascual, es decir, de su muerte y resurrección nos libra del poder del pecado y de la muerte eterna y nos otorga una nueva vida: la vida de filiación divina, la vida la gracia santificante.
La participación del cristiano por el Bautismo en el Misterio Pascual de Cristo consiste en morir con Cristo al pecado y a la vez participar de su resurrección en una nueva vida: la vida gracia santificante. Así lo recuerda S. Pablo en Rom 6, 8-10: "Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte ya no tiene señorío sobre Él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida es un vivir para Dios. Así también vosotros consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús". Esa es la forma de vivir el cristiano en el horizonte de la filiación divina: vivir en gracia de Dios continuamente, y a la vez apartado de todo pecado.
8.12.4. ¿Por qué la reparación por parte del Hijo Jesucristo?
- Una ofensa infinita a Dios no podía ser reparada por una criatura finita y de manera finita. Era necesario que Dios (el Verbo) hecho hombre (Encarnación), Jesús de Nazaret, verdadero Dios y verdadero hombre ofreciera una satisfacción adecuada a la ofensa infinita que había realizado Adán. Era necesaria una reparación infinita ante una ofensa infinita. Sólo el Verbo encarnado: Jesús de Nazaret, podía realizarla plenamente. Y así fue.
- El pecado es un acto de orden finito, en cuanto realizado por una criatura humana finita, pero reviste una cierta infinitud en cuanto que alcanza a Dios, que es infinito.
- Análogamente, la satisfacción ofrecida por una criatura humana también es finita en orden a la criatura humana es finita, pero es infinita en orden en cuanto a su término que es infinito que es Dios.
- Luego, así como el pecado desagrada al amor infinito de Dios, así también la satisfacción por el pecado agrada a ese amor infinito de Dios.
- Superioridad de la Redención del Hijo:
- El Hijo por ser Persona divina, que asume naturaleza humana, puede representar a todo el Género Humano y merecer para el Género Humano la salvación eterna.
- Es un honor para el Género Humano pecador, pues la reparación expiatoria del pecado por Cristo es más excelente que la malicia y maldad del pecado, pues: "donde abundó el pecado sobreabundo la gracia", Rom 5, 20.
- Mientras el pecado tenía mucha gravedad atendiendo a la dignidad divina del ofendido, Dios, la reparación lo superaría incomparablemente al ser infinito no sólo por su término sino también por el autor que repara, Cristo, que es verdadero Dios.
- El Padre que había sido desobedecido por el Adán carnal negándose a vivir como verdadero hijo de Dios en obediencia al mandato del Padre; Cristo, con su obediencia amorosa hasta a la muerte y muerte de cruz, realiza la verdadera obediencia en la dimensión filial: expía los pecados obedientemente: "Se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz" Filp 2, 8. Es el hijo en que: "nosotros creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús Señor nuestro, quien fue entregado por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación" Rom 5, 10.
- Así, pues, con la "reparación" realizada por Cristo, del pecado de Adán y Eva y de todo el Género Humano, vino la "reconciliación" de Dios con todo el Género Humano. Pablo así lo enseñaba: "Si cuando éramos enemigos de Dios, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvados por su vida!", Rom 5, 10.
- Con la "reparación" del pecado y la "reconciliación" con Dios Padre se nos hace "partícipes de la naturaleza divina", 2 Petr 1, 4.
- La Encarnación es el medio que Dios Padre tenía guardado en su designio salvífico para que lo divino y lo humano estuvieran unidos en unión substancial en la Persona divina de Verbo que asumió naturaleza humana, semejante en todo a nosotros menos en el pecado, así en el sacrificio expiatorio de Cristo en la cruz muera en la naturaleza humana de Cristo la malicia y maldad del pecado y con su gloriosa resurrección nos hace partícipes de su naturaleza divina.
- Así, pues, con la "reparación" del pecado de nuestros primeros padres y de todo el Género Humano, con el sacrificio de Cristo en la cruz se realiza la "reconciliación" de Dios Padre con todo el Género Humano. Dios Padre sale al encuentro del Género Humano por medio de su Hijo Jesucristo. Así se origina el orden de la "restauración" del orden divino y la "divinización" de la naturaleza humana. Este es el aspecto principal del Misterio Pascual.
- La verdadera filiación divina nos la otorga Dios: "mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!", 1 Jn 3,1. Por medio de la filiación divina pasamos de ser enemigos de Dios e hijos de las tinieblas a ser hijos de Dios e hijos de la luz. Con el Bautismo da comienzos en nosotros una nueva vida, una verdadera participación en el Misterio Pascual de Cristo, pues somos "reconciliados" con Dios. También con la participación en la muerte y resurrección de Cristo somos hechos "partícipes de la naturaleza divina", 2 Petr 1, 4b.
- La intención providente del Padre en el orden de la redención fue realizada de la manera más perfecta posible, en el orden objetivo mediante el máximo don de sí, que era entregándonos su propio y único Hijo Jesucristo: "porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca", Jn 3, 16. Y también en Rom 5, 8: "mas la prueba que Dios nos ama es que Cristo, siendo todavía nosotros pecadores, murió por nosotros". De esta manera quedaba reconciliada toda la humanidad entera con Dios Padre. Una nueva y definitiva creación.
Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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