La resurrección del hijo de la viuda de Naím



PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 10 de agosto de 2016


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El pasaje del Evangelio de Lucas que hemos escuchado (7, 11-17) nos presenta un milagro de Jesús verdaderamente grandioso: la resurrección de un chico. Y, sin embargo, el corazón de esta narración no es el milagro, sino la ternura de Jesús hacia la mamá de este chico. La misericordia toma aquí el nombre de gran compasión hacia una mujer que había perdido el marido y que ahora acompaña al cementerio a su único hijo. Es este gran dolor de una mamá que conmueve a Jesús y le inspira el milagro de la resurrección.

Presentando este episodio, el Evangelista se recrea en muchos detalles. En la puerta de la ciudad de Naím —un pueblo— se encuentran dos grupos numerosos, que provienen de direcciones opuestas y no tienen nada en común. Jesús, seguido por los discípulos y por una gran muchedumbre, está a punto de entrar en el pueblo, mientras está saliendo de allí el triste cortejo que acompaña a un difunto, con la madre viuda y mucha gente. En la puerta los dos grupos solamente se rozan, siguiendo cada uno por su propio camino, es entonces cuando san Lucas anota el sentimiento de Jesús: «Viendo [a la mujer], el Señor tuvo compasión de ella, y le dijo: “no llores”. Y, acercándose tocó el féretro. Los que lo llevaban se pararon» (vv. 13-14). Gran compasión guía las acciones de Jesús: es Él quien detiene el cortejo tocando el féretro y, movido por la profunda misericordia hacia esta madre, decide afrontar la muerte, por así decir, cara a cara. Y la afrontará definitivamente, cara a cara, en la Cruz.

Durante este Jubileo, sería una buena cosa que, al pasar el umbral de la Puerta Santa, la Puerta de la Misericordia, los peregrinos recordasen este episodio del Evangelio, acaecido en la puerta de Naím. Cuando Jesús vio a esta madre llorar, ¡ella entró en su corazón! A la Puerta Santa cada uno llega llevando su propia vida, con sus alegrías y sus sufrimientos, sus proyectos y sus fracasos, sus dudas y sus temores, para presentarlos ante la misericordia del Señor. Estamos seguros de que, en la Puerta Santa, el Señor se acerca para encontrarse con cada uno de nosotros, para llevar y ofrecer su potente palabra de consolación: «no llores» (v. 13). Esta es la Puerta del encuentro entre el dolor de la humanidad y la compasión de Dios. Superando el umbral, nosotros realizamos nuestra peregrinación dentro de la misericordia de Dios que, como al chico muerto, repite a todos: «Joven a ti te digo, ¡levántate!» (v. 14). A cada uno de nosotros dice: «¡levántate!». Dios nos quiere de pie. Nos ha creado para estar de pie: por eso, la compasión de Jesús lleva a ese gesto de la sanación, a sanarnos, cuya palabra clave es: «¡levántate! ¡ponte de pie como te ha creado Dios!». De pie. «Pero, Padre, nosotros nos caemos muchas veces» —«¡Vamos, levántate!». Esta es la palabra de Jesús, siempre. Al pasar el umbral de la Puerta Santa, buscamos sentir en nuestro corazón esta palabra: «¡levántate!». La palabra potente de Jesús puede hacernos levantar y obrar en nosotros también el paso de la muerte a la vida. Su palabra nos hace revivir, regala esperanza, da sosiego a los corazones cansados, abre una visión del mundo y de la vida que va más allá del sufrimiento y de la muerte. Sobre la Puerta santa está grabado para cada uno de nosotros ¡el inagotable tesoro de la misericordia de Dios!

Alcanzado por la palabra de Jesús, «el muerto se incorporó y se puso a hablar, y Él se lo dio a su madre» (v. 15). Esta frase es muy bonita: indica la ternura de Jesús: «se lo dio a su madre». La madre vuelve a encontrar a su hijo. Recibiéndolo de las manos de Jesús se convierte en madre por segunda vez, pero el hijo que ahora se le ha devuelto no ha recibido la vida de ella. Madre e hijo reciben así la respectiva identidad gracias a la palabra potente de Jesús y a su gesto amoroso. Así, especialmente en el Jubileo, la madre Iglesia recibe a sus hijos reconociendo en ellos la vida donada por la gracia de Dios. Y es en virtud de tal gracia, la gracia del Bautismo, que la Iglesia se convierte en madre y cada uno de nosotros se convierte en hijo.

Ante el chico que volvió a vivir y fue devuelto a la madre, «el temor se apoderó de todos, y glorificaban a Dios, diciendo “un gran profeta se ha levantado entre nosotros” y “Dios ha visitado a su pueblo”». Lo que Jesús ha hecho no es sólo una acción de salvación destinada a la viuda y a su hijo, o un gesto de bondad limitado a esa población. A través del auxilio misericordioso de Jesús, Dios va a encontrarse con su pueblo, en Él se refleja y seguirá reflejándose para la humanidad toda la gracia de Dios. Celebrando este Jubileo, que he querido que fuera vivido en todas las Iglesias particulares, es decir, en todas las iglesias del mundo, y no sólo en Roma, es como si toda la Iglesia extendida por el mundo se uniera en un único canto de alabanza al Señor. También hoy la Iglesia reconoce ser visitada por Dios. Por ello, acercándonos a la Puerta de la Misericordia, cada uno sabe que se acerca a la puerta del corazón misericordioso de Jesús: es precisamente Él la verdadera Puerta que conduce a la salvación y nos restituye una vida nueva. La misericordia, sea en Jesús sea en nosotros, es un camino que nace del corazón para llegar a las manos. ¿Qué significa esto? Jesús te mira, te cura con su misericordia, te dice: «¡Levántate!», y tu corazón es nuevo. ¿Qué significa recorrer un camino del corazón a las manos? Significa que con el corazón nuevo, con el corazón sanado por Jesús puedo realizar obras de misericordia con las manos, intentando ayudar, sanar a muchos que tienen necesidad. La misericordia es un camino que parte del corazón y llega a las manos, es decir a las obras de misericordia.


He dicho que la misericordia es un camino que va del corazón a las manos. En el corazón, nosotros recibimos la misericordia de Jesús, que nos da el perdón de todo, porque Dios perdona todo y nos alivia, nos da la vida nueva y nos contagia con su compasión. De aquel corazón perdonado y con la compasión de Jesús, empieza el camino hacia las manos, es decir, hacia las obras de misericordia. Me decía un obispo, el otro día, que en su catedral y en otras iglesias ha hecho puertas de misericordia de entrada y de salida. Yo le he preguntado: «¿Por qué lo has hecho?». —«Porque una puerta es para entrar, pedir perdón y obtener la misericordia de Jesús; la otra es la puerta de la misericordia de salida, para llevar la misericordia a los demás, con nuestras obras de misericordia». ¡Qué inteligente es este obispo! También nosotros hacemos lo mismo con el camino que va del corazón a las manos: entramos en la iglesia por la puerta de la misericordia, para recibir el perdón de Jesús, que dice «¡levántate, ve, ve!»; y con este «¡ve!» —en pie— salgamos por la puerta de salida. Es la Iglesia en salida: el camino de la misericordia que va del corazón a las manos. ¡Haced este camino!


Tomado de
http://w2.vatican.va/

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