P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA
6.12. LA DOCTRINA DE SAN PABLO
6.12.1. El amor del Hijo hacia los hombres
Pablo, que habla de las manifestaciones de la cólera divina cuando considera el pecado de la humanidad, no presenta jamás al Hijo de Dios como fustigado por esa cólera, ni marcado por un veredicto de condena. Por el contrario, no ve Él otra cosa sino el amor que se manifiesta a través de su sacrificio. Pablo, consciente de participar en ese sacrificio, estando: "crucificado con Cristo", declara vivir: "en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí", Gal 2, 20. Las características de este amor se explican por el nivel divino del mismo. Es un amor "que excede a todo conocimiento", Efes 3, 19. Es un amor del que nada nos puede separar, pues "en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó", y ninguna "criatura podrá separarnos del amor manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro", Rom 8, 35-39. "El amor de Cristo nos apremia", 2 Cor 5, 14.
Este "don de Dios", el amor de Jesús en su muerte, constituye no obstante, un sacrificio ofrecido al Padre: Cristo "os ha amado y se ha entregado a sí mismo por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de olor agradable", Efes 5,2. Este amor es el ejemplo que hay que imitar: "sed imitadores de Dios, como hijos carísimos, y seguid el camino del amor, como Cristo", Efes 5, 1-2. Aun siendo oblación a Dios, el sacrificio se muestra como una expresión del amor de Dios, que reclama imitación. No existe el menor signo de oposición entre la posición de Cristo y la del Padre en el sacrificio.
La enorme riqueza de amor que inspira el sacrificio está sugerida por la misma cualidad de Esposo atribuida a Cristo, modelo de todos los esposos humanos: "Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella", Efes 5, 25. Este mismo nivel divino del compromiso se observa en el saludo de la carta a los Gálatas: "Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo, que se entregó a sí mismo por nuestros pecados... según la voluntad de nuestro Dios y Padre", Gal 1, 4. Aquel que se entregó es el Señor, esto es, aquel que posee una dignidad divina, y su sacrificio forma parte del designio del Padre. En consecuencia, jamás se toma en consideración una cólera divina, que haya entrado en acción en la muerte de Jesús. Los pecados de la humanidad solo se mencionan para demostrar la generosidad del amor de Cristo que entregó su vida para alcanzar el perdón. El sacrificio no es un castigo, sino una oblación "de agradable olor", que implica una armonía perfecta entre el Padre y el Hijo.
6.12.2. El amor del Padre y el misterio pascual de Cristo como fuente de justificación, reconciliación y liberación de todo el Género Humano
A. La iniciativa paterna
El Padre ha entregado a su propio Hijo. El Padre tiene la responsabilidad en el sacrificio redentor. No se describe su intervención como la de un juez que exige satisfacción por sus derechos lesionados, ni como la de un Padre enojado que aplaca su furor con la muerte de su Hijo. Es significativo el hecho de que el gesto del Padre esté descrito en términos análogos a los que describen el gesto del Hijo: Cristo "se entrego por nosotros", Efes 5, 2. El Padre "ha entregado a su propio Hijo por todos nosotros", Rom 8, 32. Ambos gestos se orientan hacia la misma dirección y encierran el mismo significado esencial: una donación en beneficio de la humanidad. En el gesto de Cristo, Pablo ha reconocido el gesto del Padre que había enviado a su Hijo.
Este envío esta claramente consignado en un texto que conecta Encarnación y redención: "al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación divina", Gal 4, 4-5. Sin embargo, el envío podría haberse concebido como dejando al Padre al margen del gestor redentor en sí mismo, o que habría dado una base a esa oposición que describieron los reformadores entre la cólera de Padre y Jesús. Pero al hablar de la acción de enviar a su Hijo para otorgar la adopción filial a los hombres, Pablo sugiere que el gesto del Padre es el de un profundo amor paternal. Este amor es el que Pablo explica mejor diciendo que el: "Padre ha entregado a su propio Hijo por todos nosotros". El Padre no se mantiene ajeno a un acto redentor para el que delegaría a su propio Hijo. Es el primero en realizar la donación; su amor se compromete a fondo ya que no hay don mas radical que el de entregar al Hijo único.
Sin embargo, una dificultad podría surgir de la afirmación: el Padre: "no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros", Rom 8, 32. Algunos han interpretado la expresión "no perdonar" en el sentido de una justicia vindicativa, según la cual el Padre se habría mostrado despiadado incluso para con su Hijo. Entre las expresiones "no perdonar" y "entregar" no cabe tal contraste: las dos expresiones significan una misma acción. Las dos se explican por la consecuencia que de ellas saca Pablo: “¿cómo no nos dará con El graciosamente todas las cosas?". El verbo empleado para "dar" es el más propio para expresar una favor gratuito, una gracia (charisetai). El hecho de que el Padre no haya perdonado, sino que haya entregado a su propio Hijo es la primera gracia, fuente de todas las demás.
En este don que el Padre hace de su Hijo, Dios demuestra su amor. Cuando Pablo habla de nuestra situación de pecadores en la obra de la redención, la describe como un signo de un amor más grande por parte de Cristo y del Padre: "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros", Rom. 5,8. Anteriormente, dentro de la misma epístola, había descrito el despliegue de la cólera divina sobre la humanidad pecadora. Pero la muerte de Jesús indica precisamente que en lugar de una cólera merecida por los pecados, se ha puesto en práctica un amor todavía más asombroso: "Cristo murió por los impíos; en verdad, apenas habrá quien muera por un justo", Rom 5, 6-7. Pues bien, ese amor no es solamente el de Cristo, sino el de Dios, del Padre. Observemos que en ese amor hay más que una entera gratuidad; se da también la superación de la repugnancia que habría debido inspirar el pecado.
Es el Padre que nos ha predestinado en el amor; el Padre que dirige toda la obra redentora, no se ha visto de improviso ante una situación de pecado a la que ha respondido con un exceso de amor. Su designio es previo a toda la historia humana, como lo demuestra el himno a los Efesios: "Dios Padre, nos ha elegido en Cristo, antes de la fundación del mundo, para ser santo e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad...", Efes 1, 4-5. La redención pertenecía, pues, a un plan elaborado incluso antes de la creación: antes de que existiera el mundo, ya que era un hecho nuestra predestinación y ésta se debía al amor del Padre. Esta perspectiva tiene la ventaja de hacernos ver que el Padre jamás ha tenido otra intención para con la humanidad que la del amor salvífico. En consecuencia, las manifestaciones de cólera hacia los pecadores estaban dominadas por esa disposición predominante de amor. La predestinación es, con sentido único, la de la redención, y de la adopción filial en Cristo.
B. Cristo, fue hecho pecado y maldición por nosotros.
Debemos recordar brevemente los dos textos que a menudo han dado ocasión a interpretaciones de la obra redentora en base a satisfacer la cólera divina, (protestantes-reformadores). En el primero de ellos, se atribuye a Dios directamente la acción que hace a Cristo "pecado por nosotros", "a quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en El", 2 Cor 5, 21.
Según el contexto, esta acción se inscribe en el marco de la "reconciliación": "En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres", 2 Cor 5, 19. Por consiguiente, la acción de Dios no podía estar inspirada por la ira. Es cierto que el pecado ha sido transferido a Cristo, y que de este modo los que eran pecadores reciben por medio de él la justicia divina, esto es, la salvación. Pero este traspaso del pecado de la humanidad a Cristo no le hace a él pecador. Pablo no dice que Cristo haya sido hecho "pecador" sino " pecado". Objetivamente Cristo ha cargado con las consecuencias penosas del pecado, a saber, el sufrimiento y la muerte. Pero subjetivamente, siguió siendo el mismo que era: "aquel que no había conocido pecado", y es precisamente en calidad de inocente como él sufrió lo que se debía a nuestro pecado. Sería inconcebible una atribución de culpabilidad o experiencia personal de pecado en Cristo (ver, impecabilidad).
Por parte del Padre, el gesto que hace a Cristo "pecado por nosotros" indica un amor extremo que quiere asegurar la reconciliación con la humanidad cargando, en su Hijo, las consecuencias del pecado. En un sentido análogo conviene interpretar la frase: "Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, pues dice la escritura: Maldito todo el que está colgado de un madero", Gal 3, 13. A pesar de la cita del texto en el que el hombre colgado del madero es calificado de "maldito", Pablo afirma que Cristo se ha hecho, por nosotros, no maldito, sino "maldición". Objetivamente, Cristo ha tomado sobre sí mismo la maldición que pesaba sobre el mundo pecador; pero subjetivamente no ha experimentado la maldición divina. Por otra parte, ese gesto le permitió hacer llegar a los paganos la "bendición" de Abraham, se trata de un gesto totalmente lleno de bendición divina. Convertirse en maldición en favor de la humanidad, es el fruto de un amor que va más allá de todo lo imaginado, y manifiesta la suprema benevolencia del Padre.
C. Efectos de acontecimiento salvífico Pablo describe con varias imágenes los efectos de la actividad salvífica de Cristo
Aquí consideramos esos efectos como parte de la redención objetiva, como efectos permanentes producidos por la pasión, muerte y Resurrección de Cristo, y de los que participa el hombre por la fe y el bautismo; estos efectos son, la expiación de los pecados, la reconciliación del hombre con Dios, la justificación ante Dios y finalmente su liberación redentora.
C1. Expiación
Pablo nos dice que Cristo: “... murió por nuestros pecados”,1 Cor 15, 3, y que: “por Él obtenemos... el perdón de nuestros pecados”, Col 1, 14. Esta descripción general del perdón, de los pecados del hombre por la muerte o sangre de Cristo, condición necesaria para la reconciliación, queda especificada con varias metáforas. Una de estas metáforas es la de la “expiación”.
Aunque el verbo “hilaskomai” = expiar, propiciar, y el nombre “hilasmos” = expiación, propiciación, aparecen ocasionalmente en el N.T., Lc 18, 13; 1 Jn 2, 2. Pablo emplea solamente “hilasterion”: “Dios (a Cristo) lo expuso como “hilasterion” por su sangre para el perdón de los pecados anteriores,...”. ¿Por qué emplea Pablo esta imagen? Podría parecer que el hecho de exponer a Cristo como “hilasterion” significa que Jesús es el instrumento para aplacar la cólera del Padre. No parece ser así. Pablo piensa más bien en una noción “expiatoria” que en la noción de “aplacar la cólera de Dios”.
Más bien, con la muerte de Cristo todos los hombres, judíos y gentiles al haber pecado han perdido la gloria a la que habían sido destinados. Pero, con el favor de Dios son “expiados” los pecados de los hombres, es decir, perdonados, borrados, porque el Padre, graciosamente juzgo conveniente exhibir a Cristo en la cruz como instrumento de expiación. Pero puede haber otro matiz en el pensamiento de Pablo, debido al uso que la versión griega de los LXX hace de la palabra “hilasterion”, cuando traduce la palabra hebrea “kapporet”; esta palabra suele traducirse por “propiciatorio”. En realidad, la palabra “propiciatorio” significa “cubierta”, o “tapa” de oro que cubre el arca de la Alianza en el “Sancta Santorum”, lo cual servía de soporte a dos querubines de oro, trono de la presencia gloriosa de Yahvé en el Templo de Jerusalén, Ex 25, 17-22.
Cuando llegaba la fiesta del “Yom Kippur”, o fiesta del día de la “expiación” de los pecados del pueblo de Israel, una vez al año, el sumo sacerdote entraba en el Sancta Santorum con la sangre de los animales sacrificados y rociaba el “hilasterion”, el “propiciatorio” con dicha sangre, expiando así los pecados del pueblo de Israel, Lev 16, 2- 11-17. Pablo alude quizá a este rito del Día de la Expiación “Yom Kippur”, dado que menciona la gloria de Dios, la sangre de Cristo, el “hilasterion” y el perdón de los pecados. En tal caso, estaría considerando la cruz de Cristo como el nuevo propiciatorio y el primer viernes santo como el Día de la expiación en la que Cristo derramó su sangre a favor de todo el género humano. Así pues, Cristo rociado con su propia sangre, es el verdadero propiciatorio, el instrumento del Padre para borrar los pecados de los hombres. Cristo fue expuesto en medio del pueblo de Dios como instrumento para limpiar los pecados de los hombres y proporcionarles el “acceso” al Padre, Rom 5, 2: “por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios”; con el cual fueron reconciliados de esta manera.
Sin embargo, el sentido más hondo de la manifestación pública de Jesús “en su sangre” Rom 3, 25: “a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente”; se entiende solamente si recordamos un axioma rabínico de aquel tiempo que dice: “sin derramamiento de sangre no hay remisión de los pecados”, Hebr 9, 22. El sentido no era que la sangre derramada en los sacrificios apaciguase la cólera de Yahveh, ni tampoco se ponía el acento en que el derramamiento de sangre y la subsiguiente muerte fueran una especie de recompensa o precio que había que pagar. Antes bien, la sangre se vertía para purificar y limpiar ritualmente los objetos dedicados al culto de Yahveh, Lev 16, 15-19, o también, para consagrar objetos y personas a su servicio y vinculándolos íntimamente a Yahveh como con un pacto sagrado, Ex 24, 6-8. El día del “Yom Kippur” o día de la “expiación”, el sumo sacerdote rociaba el propiciatorio, Lev 16, 16: “por las impurezas de los israelitas y las transgresiones que cometían con sus pecados”.
Los judíos pensaban que los pecados habían manchado la tierra, el templo y todo lo que éste contenía. La aspersión de la sangre lo purificaba y consagraba de nuevo al expiar los pecados. El porqué de este rito lo encontramos en Lev 17, 11: “Porque la vida de la carne está en la sangre; yo os la he dado para hacer sobre el altar el rito de expiación por vuestras vidas; porque la sangre es lo que lleva a cabo la expiación a causa de la vida”. Así pues, la sangre se identificaba con la vida misma, porque se pensaba que la “nephes” (respiración aliento) estaba en ella. Cuando se derramaba la sangre de un hombre, la “nephes” le abandonaba.
La sangre que se vertía en los sacrificios no era, por tanto, un castigo vicario que se infligía a un animal en lugar de la persona que lo inmolaba, sino que constituía la consagración de la “vida” del animal a Yahveh, Lev 16, 8-9; era una dedicación simbólica de la vida de la persona que lo sacrificaba a Yahveh; la purificaba de sus faltas en presencia de Yahveh y la reconciliaba con él una vez más.
La sangre de Cristo, derramada para expiar los pecados del hombre, fue un ofrecimiento voluntario de su vida para llevar a cabo la reconciliación del hombre con Dios y para proporcionarle una forma nueva de unión con Dios, Efes 2, 13: “Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo”.
En toda esta explicación sobre la reconciliación y la expiación interesa tener en cuenta cómo Pablo subraya la iniciativa graciosa y amorosa del Padre y el amor del mismo Cristo. Pablo afirma muchas veces que Cristo “se entregó a sí mismo por nosotros y por nuestros pecados para librarnos de este mundo perverso, según la voluntad de nuestro Dios y Padre”, Gal 1, 4; y en Efes 5, 2: “y vivid en el amor como Cristo nos amó”. Y atribuye al Padre la misma actitud hacia nosotros en 2 Tes 2, 16: “Que el mismo Señor nuestro Jesucristo y Dios, nuestro Padre, que nos ha dado gratuitamente una consolación eterna y una esperanza dichosa, consuele vuestros corazones y los afiance en toda obra buena”.
Si tuviéramos en cuenta este elemento de la teología de Pablo, nos pondría en guardia contra el peligro de acentuar demasiado los aspectos jurídicos de la expiación, aspectos que subrayaron algunos intérpretes del pasado basándose en ciertas expresiones de Pablo.
La muerte de Cristo en expiación del pecado fue un acto fundamentalmente de amor simultáneamente hacia el Padre y hacia los hombres, por el que Jesús hizo la oblación de su vida para volver a consagrar los hombres a Dios. Pablo sabe que por la muerte de Cristo él ha sido crucificado con Cristo, de tal manera que ya “vive para Dios” Gal 2, 19. Pablo no enseña que el Padre quisiera la muerte de su Hijo para satisfacer las deudas contraídas con Dios o con el diablo por los pecados del hombre.
Para evitar que las afirmaciones de Pablo, envueltas a veces en el ropaje de una terminología jurídica, se entiendan de acuerdo con unas categorías demasiado rígidas, debemos subrayar que Palo nunca especifica a quién se pagó el “precio”; la razón de esto es que Pablo no hace teoría sobre el misterio de la redención. Nos presenta no teorías teológicas, sino metáforas vivas, que, si las dejamos actuar en nuestra imaginación, pueden convertir en efectiva para nosotros la verdad salvadora de la redención que Cristo llevó a cabo en favor nuestro ofreciéndose a sí mismo. Creer que toda metáfora debe convertirse en una teoría es una manera de tergiversar las cosas.
C2. Justificación
En la mente religiosa del pueblo judío el “justo” = “dikaios”; era una persona que era fiel a la Alianza que Dios había pactado con su pueblo elegido, Israel, en el Sinaí, por medio de Moisés. El judío que cumplía esta Alianza en su parte espiritual, practicando la Ley, era una persona justa, buena, amiga de Dios. Dios le bendecía. El hombre “injusto” = pecador; era el infiel a la Alianza, era mentiroso, ladrón, etc. El que cumplía todos los preceptos de la Ley se salvaba, ésta era la retribución a las buenas obras, es decir, el pueblo judío se salva si cumple la Ley, fuera del cumplimiento de la Ley no hay salvación.
Pablo tiene que luchar con una nueva forma de pensar habitual entre el pueblo elegido durante siglos. Para Pablo en Rom 3, 10: “todos están bajo pecado”, y sólo hallamos la salvación, la justificación, somos justos, por medio de la fe en Jesucristo, en la participación de su muerte y su resurrección. Para Pablo sólo se es “justo” por la fe en Cristo, no por la simple práctica de la Ley.
La “justificación por la fe” del cristiano es otra de las formas con que Pablo expresa los efectos de la acción salvífica de Cristo, Rom 4, 25: “quien fue entregado por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación”. Esta afirmación fundamental de Pablo acerca de la salvación proporcionada y regalada por Jesucristo es que Dios justifica al hombre por medio de la fe en el Hijo de Dios, es decir, creer que Cristo murió en la cruz: “fue entregado por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación”. Es un tema central de la visión que Pablo tiene del hombre en la salvación.
Ante todo constatamos que Pablo poseía un punto de partida tradicional acerca de la doctrina de la “justificación”. Ya en el entorno cristiano prepaulino se podía designar la salvación cristiana con el calificativo de “justo” en Cristo. Así en 1 Cor 6, 11: “Pero fuisteis lavados, fuisteis santificados, fuisteis justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios”; como en 1 Cor 1, 30: “El cual (Jesucristo) fue constituido por Dios para nosotros justicia, santificación y redención”.
El término “justicia”, “ser justificado”, “ser justo”, es uno de los tres elementos que aparece en las cartas de Pablo, especialmente en la carta a los Romanos. A este hecho apuntan también la invocación del Señor Jesucristo y la mención del Espíritu de nuestro Dios, que se otorga al bautizando en el Bautismo. Esta palabra significa en realidad que se les ha concedido el perdón de los pecados a todos los que creen en el misterio de Cristo. En 2 Cor 5, 21: “Al que no conocía pecado lo hizo pecado, con el fin de que nosotros viniéramos a ser en Él justicia de Dios”.
Para Pablo por el bautismo, hemos llegado a ser justicia de Dios en Jesucristo, el exento de pecado. La frase contiene una doble paradoja tras la que se oculta la acción salvífica divina. Dios hace pecado al que no conoce pecado; nosotros, los pecadores, nos hacemos justos en Él. Hay una referencia clara a la expiatoria muerte vicaria de Cristo. Nos hacemos justos en la comunión con Cristo adquirida en el bautismo y eso significa que recibimos el perdón de los pecados. Cristo se hizo pecado por nosotros, pero no pecador. El que no conocía pecado no podía convertirse en pecador. Esto quiere decir: como Cristo se convirtió en titular del pecado, así nosotros nos hemos convertido en titulares de la justicia de Dios. Como Cristo sufrió en la cruz las consecuencias funestas del pecado humano, así repercute en nosotros el poder salvífico y liberador de la justicia divina.
También para Pablo no hay hombre alguno que sea justo por sí mismo, así en Rom 3, 10: “Pues, ya demostramos que tanto judíos como griegos están todos bajo el pecado”; como lo especifica en su relación de Rom 1, 21-31: “porque habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció: jactándose de sabios se volvieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombres corruptibles, de aves, de cuadrúpedos, de reptiles. Por eso Dios los entregó a las apetencias de su corazón hasta una impureza tal que deshonraron entre sí sus cuerpos; a ellos que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en vez del Creador, que es bendito por los siglos. Amén”.
Para Pablo sólo Dios es justo, Rom 3, 26: “en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a demostrar en el tiempo presente para ser justo, y justificador de todo el que cree en Jesús”. La infidelidad a la Alianza, la mentira e impiedad de los hombres no pueden abolir la justicia única de Dios, sino confirmarla, Rom 3, 3-4: “Pues ¿qué? Si algunos de ellos fueron infieles ¿frustrará por ventura, su infidelidad la fidelidad de Dios? ¡De ningún modo! Dios tiene que ser veraz y todo hombre mentiroso como dice la Escritura: Para que sea justificado en tus palabras y triunfes al ser juzgado”. La tesis de Pablo en Rom 3, 28: “Porque pensamos que el hombre es justificado por la fe, independientemente de las obras de la Ley”; afirmación que repite en Gal 2, 16: “consciente de que el hombre no se justifica por las obras de la ley sino por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la ley, pues por las obras de la ley nadie será justificado”. Del mismo lo vuelve a afirmar en Gal 3, 11: “Y que la ley no justifica a nadie ante Dios es cosa evidente, pues el justo vivirá por la fe”.
Así pues, el tema de la “justificación” es el aspecto de la salvación que surgió en el contexto polémico de las controversias de Pablo con los judaizantes, es decir, con los judíos recién convertidos al cristianismo. Aparece más claramente su carácter polémico si recordamos que la palabra “dikaiosis” = justificación, sólo se encuentra en Rom 4, 25: “quien fue entregado por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación”; y en 5,18: “Así pues, como el delito de uno (Adán) atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno (Cristo) procura a todos la justificación que da la vida”; y que el correspondiente verbo “dikaioo” = hacer justicia, aparece 15 veces en Rom y 8 veces en Gal, frente a 2 veces en el resto de las cartas. Además, la justificación confiere a la salvación una dimensión jurídica que, si bien era necesaria para el debate en ese contexto judaizante, difícilmente sintetiza la realidad misma del hecho cristiano. Sin embargo, existe un valor positivo en este aspecto de justificación si se interpreta correctamente, es decir, si se interpreta como manifestación de la “justicia de Dios” en el sentido que tenía este término en la literatura profética y postexílica del AT.
La justificación, en cuanta metáfora aplicada a la salvación tiene su origen en el procedimiento judicial por el que se emite un veredicto de absolución de una culpa y constituye una perspectiva de la salvación casi exclusiva de Pablo. Pero si queremos comprender lo que realmente significa, debemos tener en cuenta sus raíces veterotestamentarias. Nos referimos a la “justicia de Dios”, es aquella cualidad por la que Yahvé, en cuanto juez de Israel, manifiesta en una decisión justa su liberalidad salvífica hacia su pueblo. Es, sobre todo, una cualidad que guarda relación con la misericordia de Dios (hesed) fundada en la Alianza. La manifestación de este atributo de Dios (su justicia que es a la vez misericordia amorosa que perdona), constituye el tema de la primera parte de Rom 1, 17: “Porque en Él se revela la justicia de Dios, de fe en fe, como dice la Escritura: “el justo vivirá por la fe”; y en Rom 3, 21-25: “Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen – pues no hay diferencia; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios – y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente”.
El AT. enseña en el Salm 143, 2,: “ningún ser viviente es justo ante Dios”, es decir, nadie alcanza por sí mismo el perdón en la presencia de Dios, y en 1 Rey 8, 46: “Cuando pequen contra ti, pues no hay hombre que no peque”; y en Job 9, 2: “¿Cómo puede el hombre ser justo ante ti?”; y en el Salm 130, 3-4: “Si retienes las culpas, Yahvé, ¿quién, Señor, resistirá? Pero el perdón está contigo, para así ser temido”. Se esperaba que la justificación fuera realizada por un redentor futuro, Is 59, 15-20, en la figura del Siervo de Yahvé. Sin embargo, Pablo subraya que la justificación ya ha tenido lugar por la fe en el acontecimiento Cristo, Rom 3, 26: “Fue para manifestar ahora, en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en le tiempo presente, para ser justo y justificador del que cree en Jesús”.
Y no sólo pone de relieve Pablo que la justificación del hombre ya se ha efectuado, sino que insiste en su completa gratuidad. La justificación viene exclusivamente de Dios, es iniciativa divina. Por su parte, los hombres, Rom 3, 23: “todos pecaron y están privados de la gloria de Dios”, pero Dios por pura gracia ha llevado la justificación en Cristo, por quien el hombre queda justificado ante Dios.
La justificación, como acto divino, incluye una declaración de que el hombre pecador es justo ante Dios. Pero ¿significa esto que el hombre es simplemente declarado justo mediante una ficción legal, siendo realmente pecador? Podríamos pensar que “dikaioo”, lo mismo que otros verbos griegos terminados en “oo”, tiene un significado causativo o fáctico: “hacer justo a alguien”. Sin embargo, en la versión de los LXX “dikaioo”, parece tener generalmente un significado declarativo, forense. A veces, éste parece ser el único sentido que tiene en las cartas de Pablo, Rom 8, 33: “¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica”, pero muchos casos son ambiguos.
Ciertamente no se puede apelar a ese sentido forense para descartar una transformación más radical del hombre por el acontecimiento Cristo y convertirlo, en cierto modo, en la esencia de la experiencia cristiana. La justificación consiste realmente en que el hombre queda situado en un estado de justicia ante Dios por su vinculación a la actividad salvífica de Cristo Jesús: por su incorporación a Cristo y a su Iglesia mediante la fe y el bautismo. El efecto de esta justificación, es que el cristiano se hace “dikaios” (justo); no es que sea declarado justo, sino que “realmente” queda constituido como justo “katastathesontai”, así en Rom 5, 19: “En efecto, así como por la desobediencia de un hombre (Adán), todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno (Cristo) todos serán constituidos justos”.
Pablo reconoce que, como cristiano, no tiene ya una justicia propia, fundada en la ley, sino una justicia adquirida por medio de la fe en Cristo, así en Filp 3, 8-9: “Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe en Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe”. E incluso afirma que el cristiano unido a Cristo es la “justicia de Dios”, 2 Cor 5, 21: “A quien no conoció pecado le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justos de Dios en Él”.
C3. Reconciliación
El efecto principal de la pasión muerte y resurrección de Cristo es la reconciliación del hombre con Dios, la restauración del hombre en el estado de paz y unión con el Padre; este efecto es denominado “katallagé” es decir, reconciliación, que se deriva del verbo (“apo”) “Katallaso” que significa: “hacer las paces” después de una guerra. En sentido religioso, estos términos significan el retorno del hombre al favor e intimidad con Dios después de un período de alejamiento y rebelión a causa del pecado y de las transgresiones. La Idea de reconciliación subyace a muchas afirmaciones de Pablo, pero está desarrollada de manera especial en 2 Cor 5, 18-20: “Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!”. El pecador, por la benevolencia de Cristo Jesús, consigue acceso a la presencia de Dios; es introducido de nuevo en el séquito real del mismo Dios, como lo estuvo anteriormente, Rom 5, 2: “Y así suspiramos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celeste”.
Cristo ha llegado a ser nuestra paz, Efes, 2, 14: “porque Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno; derribando el muro divisorio de la enemistad”; porque ha derribado la barrera que existía entre judíos y griegos y ha abolido el precepto de la Ley. Cristo ha creado el hombre nuevo por encima de judíos y griegos y los ha reconciliado con Dios en un solo cuerpo. Por la cruz han cesado las hostilidades, y Cristo ha traído la paz a los hombres: “Habiendo, pues, recibido de la fe la justificación, estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo”.
Existe además una reconciliación cósmica 2 Cor 5, 19: “Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación”; que se extiende a “todas las cosas, terrestres o celestes”, Col 1, 20-21: “y reconciliar por Él y para Él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz los seres de la tierra y de los cielos”.
Una vez advertimos la tendencia de Pablo a atribuir la reconciliación al Padre. El Padre ha reconciliado a los hombres consigo mismo a través de su Hijo Jesucristo y concretamente a través de la muerte de Cristo: “por su sangre”, Rom 5, 9. “Siendo enemigos de Dios, hemos sido reconciliados con Él por la muerte de su Hijo y reconciliados, seremos salvos, por so nos gloriamos en Dios y de la íntima unión que tenemos con Él a través de Cristo”, Rom 5, 10.
C4. Liberación redentora
Otro de los efectos que Pablo atribuye a la acción salvífica de Cristo es la libertad, Rom 8, 21, “de ser liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios”, que anhela ávidamente toda la creación, aún no es perfecta. No obstante, existe una libertad que Cristo ha logrado ya para los hombres. La expresión clásica para designarla es “redención”, término que hace referencia a la institución social de poner en libertad a los esclavos o cautivos. Pablo tiene ante la vista claramente esta institución en 1 Cor 7, 23: “¡Habéis sido bien comprados! No os hagáis esclavos de los hombres”, donde aconseja a los esclavos y a los libres que no intenten cambiar su estado social, porque tal estado tiene poca importancia una vez que han sido “comprados por buen precio”, y son esclavos de Cristo o libertos del Señor.
Cuando Pablo afirma que los cristianos han sido “comprados con un precio”, no hace sino subrayar el pesado gravamen de la obligación que Cristo hizo de su vida para conseguir la libertad de los hombres y hacer de ellos “su pueblo”. En Gal 3, 13: “Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose Él mismo maldición por nosotros”; Pablo emplea el verbo “exagorazo” para designar la liberación frente a la ley que lleva el acontecimiento Cristo.
Por tanto Pablo llama a Cristo “nuestra redención” = “apolitrosis”, 1 Cor 1, 30: “De Él os viene que estéis en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de Dios, justicia, santificación y redención”; expresión mayestática que identifica a la persona de Cristo con su liberación y sintetiza la concepción paulina de Cristo. Pero conviene tener muy en cuenta que, aunque los hombres alcanzan la remisión de sus pecados Col 1, 14: “en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados”; y en Rom 3, 24: “y son justificados mediante la redención realizada en Cristo Jesús”; se trata específicamente de una “redención de adquisición”, Efes 1, 14.
Aunque la redención, en cierto sentido, ya se ha efectuado Rom 3, 24: “y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús”; tiene todavía una etapa futura, escatológica, de igual modo que todo el acontecimiento Cristo, ya que los cristianos todavía esperan la “redención del cuerpo”, Rom 8, 23. El sello del Espíritu, de que gozan los cristianos, es simplemente una prenda del Espíritu Santo para “con el que fuisteis sellados para el día de la redención”. Efes 4, 30.
La libertad que Cristo ha conquistado para los cristianos es la libertad de la Ley, del pecado, de la muerte y de sí mismo Rom 5, 8: “mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros”. Los que estaban bajo la Ley han sido comprados por El; ahora se les puede llamar “esclavos de Cristo”, 1 Cor 7, 23: “¡Habéis sido bien comprados! No os hagáis esclavos de los hombres”; porque ya solo deben obediencia a Cristo. Ahora están ligados a su ley: 1 Cor 9, 21: “Con los que están sin ley, como quien está sin ley para ganar a los que están sin ley, no estando yo sin ley de Dios sino bajo la ley de Cristo”.
Pero en Cristo encuentran la liberación de todos los elementos que oprimen la existencia humana 1 Cor 9, 1: “¿No soy yo libre? ¿No soy yo apóstol? ¿Acaso no he visto a Jesús, Señor nuestro? ¿No sois vosotros mi obra en el Señor?”; porque su ley es ley del amor, Rom 13, 10: “La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud”.
Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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