PRIMER
MISTERIO GLORIOSO
LA
RESURRECCIÓN DEL SEÑOR
Jesús,
después de su muerte en la cruz, fue enterrado en un sepulcro nuevo que había
en un huerto próximo al lugar en que lo crucificaron.
Los
evangelios no nos describen el hecho mismo de la resurrección ni el cómo y
cuándo precisos en que sucedió, sino las consecuencias de tal acontecimiento:
el sepulcro vacío, las múltiples y variadas apariciones del Señor y las
circunstancias de las mismas. Al amanecer del domingo, María Magdalena y otras
piadosas mujeres fueron al sepulcro; la piedra que cerraba la entrada había
sido removida, y el cuerpo del Señor no estaba allí. Después fueron Juan y
Pedro, que comprobaron lo que les habían dicho las mujeres. El mismo domingo,
Jesús se apareció a las mujeres y a María Magdalena, a Simón Pedro, a los
discípulos de Emaús, al conjunto de los apóstoles, etc. Las apariciones a
personas en particular y a grupos incluso numerosos se sucedieron en Jerusalén
y en Galilea, hasta la Ascensión del Señor.
De las
palabras de Cristo a los suyos después de la resurrección, recordemos algunas
de las que dijo a los dos discípulos que el mismo domingo de pascua iban a
Emaús. En el camino Jesús se les hizo encontradizo y entró en diálogo con
ellos. Estaban tristes y desilusionados porque los sumos sacerdotes y los
magistrados condenaron a muerte a Jesús y lo crucificaron. «Nosotros
–añadieron– esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel; pero, con todas
estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó...». Entonces el Señor
les dijo: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron
los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su
gloria?» Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les
explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras. Al acercarse a Emaús, lo
invitaron a quedarse con ellos y, puestos a la mesa, Jesús tomó el pan,
pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron
los ojos y lo reconocieron, pero él desapareció de su lado. Ellos se volvieron
a Jerusalén y contaron a los Once y a los que estaban con ellos lo que les
había pasado. Estaban hablando de estas cosas, cuando Jesús se presentó en
medio de ellos y les dijo repetidamente: «La paz con vosotros». Aún tuvo que
serenarlos, comió y les añadió: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo.
Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo».
Finalmente les dijo: «Como el Padre me envío, así os envío yo... Vosotros sois
testigos de todas estas cosas».
San Pablo,
camino de Damasco, vivió la experiencia del encuentro personal con el Señor
resucitado, lo que cambió el rumbo y sentido de su vida. En sus cartas nos dice
que los cristianos, en el bautismo, nos incorporamos a Cristo, a su muerte, y
somos sepultados con él, para que, así como Cristo resucitó de entre los
muertos, también nosotros, resucitados con él, andemos en una vida nueva, pues
nuestra vieja condición de pecadores ha sido crucificada con Cristo y hemos
quedado libres de la esclavitud del pecado. «Si habéis resucitado con Cristo
–añade el Apóstol–, buscad las cosas de arriba, aspirad a los bienes de
arriba».
La
Resurrección, dice el Catecismo de la Iglesia católica, constituye la
confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó, es cumplimiento de las
promesas del Antiguo Testamento y del mismo Jesús. La verdad de la divinidad de
Jesús es confirmada por su Resurrección. Hay un doble aspecto en el misterio
pascual: por su muerte Jesús nos libera del pecado, por su Resurrección nos
abre el acceso a una nueva vida. Ésta es, en primer lugar, la justificación que
nos devuelve a la gracia de Dios. Consiste en la victoria sobre la muerte y el
pecado y en la nueva participación en la gracia. Realiza la adopción filial
porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama
a sus discípulos después de su Resurrección. Hermanos no por naturaleza, sino
por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación
real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su
Resurrección. Por último, la Resurrección de Cristo –y el propio Cristo
resucitado– es principio y fuente de nuestra resurrección futura. En la espera
de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles,
hasta la consumación de los siglos.
Los
evangelios no refieren la aparición de Jesús resucitado a su Madre. María
estuvo en el Calvario, junto a la cruz, hasta que su Hijo expiró. Podemos
contemplar y meditar la aflicción, dolor, amargura, soledad... que invadirían
el corazón de la Virgen aquella noche. También, la ilusión y la esperanza con
que aguardaría que Jesús, tal como había prometido, resucitara. Cuando Juan le
diría el domingo por la mañana que había visto el sepulcro vacío, ¿María se
sorprendería o más bien le diría que ya lo sabía, y que incluso Jesús se le
había aparecido? Hasta su Ascensión, Cristo estuvo apareciéndose a unos y a
otros, charlando y comiendo con ellos, etc. No nos habla la Escritura de las
relaciones entre el Hijo resucitado y su Madre en ese tiempo; es materia que
deja a nuestra consideración, para la que nos basta partir del hecho que él es
el mejor hijo y ella la mejor madre.
Un Padre
nuestro, diez Ave Marías, Gloria y jaculatoria.
SEGUNDO
MISTERIO GLORIOSO
LA
ASCENSIÓN DEL SEÑOR AL CIELO
Después de
su pasión y muerte, Jesús se presentó a los apóstoles que había elegido,
dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y
hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios. Les prometió que serían
bautizados en el Espíritu Santo: «Recibiréis –les dijo– la fuerza del Espíritu
Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda
Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra». Y entre las muchas
instrucciones que les fue dando, San Mateo recuerda que les habló así: «Me ha
sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a
todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo
estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».
Por último,
a los cuarenta días de su resurrección, el Señor Jesús llevó a sus discípulos
fuera de Jerusalén, a la cima del Monte de los Olivos, cerca de Betania, y,
alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó
de ellos, fue elevado al cielo, una nube lo ocultó a sus ojos, y se sentó a la
diestra de Dios.
Estando
ellos mirando fijamente al cielo mientras Jesús se iba, se les aparecieron dos
hombres vestidos de blanco que les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando
al cielo? Éste que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le
habéis visto subir al cielo». Entonces se volvieron con gran gozo a Jerusalén y
perseveraban todos constantes en la oración, con un mismo espíritu, en compañía
de María, la madre de Jesús.
¡Qué
diferencia entre la escena del Calvario y ésta de la Ascensión! Pero aquélla
era necesaria para llegar a ésta, pasando por la Resurrección. Son pasos
fuertes de la vida de Cristo, que deben serlo también de la nuestra, no tanto
en su cronología cuanto en su dimensión de factores y perspectivas de nuestro
caminar cotidiano: morir con Cristo día a día a nuestro hombre viejo, para que
crezca en nosotros nuestra nueva condición de hijos de Dios, lanzados hacia la
casa del Padre por el camino que Jesús nos abrió. A los discípulos, el
acontecimiento debió dejarles un sabor agridulce: de gozo y alegría por el
triunfo del Señor, que ahora volvía al seno de la Trinidad, pero como Verbo
Encarnado, hombre como nosotros, para interceder por nosotros; y de pena y
tristeza por lo que tenía de despedida y separación. Además, Jesús les había prometido
el Espíritu, y ellos tenían que prepararse a recibirlo permaneciendo unidos y
constantes en la oración. El deseo y la esperanza de que esa promesa se
cumpliera se volvían más vivos y ardientes en su ánimo al recordar la misión
que Jesús les había encomendado: «Como el Padre me envió, así os envío yo...
Seréis mis testigos hasta los confines de la tierra... Id, evangelizad y
bautizad a todas las gentes...». ¿Cómo ser fieles al Señor y no defraudarle? La
respuesta no tiene otro punto de partida: la perseverancia en la oración y la
gracia del Espíritu Santo.
Ciertos
acontecimientos de los hijos causan en sus madres sentimientos de satisfacción
y pesadumbre a la vez, por lo que significan de logro y mejora, y de ausencia y
distanciamiento. María, después de lo que sufrió al pie de la cruz, tuvo que
gozar lo indecible al ver a su Hijo resucitado y al presenciar su gloriosa
Ascensión a los cielos, para sentarse a la derecha del Padre con el cuerpo que
había recibido de su seno maternal; pero el triunfo del Hijo significaba
también la separación y ausencia física, que no podían suplir ni los desvelos
de ella hacia los discípulos ni las atenciones de éstos, y en particular de San
Juan, hacia ella. Una vez más, la Virgen vivió la situación inmersa en un clima
de plena confianza en Dios y de absoluto abandono a su voluntad, para secundar
en todo sus designios.
Un Padre
nuestro, diez Ave Marías, Gloria y jaculatoria.
TERCER
MISTERIO GLORIOSO
LA VENIDA
DEL ESPÍRITU SANTO - PENTECOSTÉS
Después de
la Ascensión del Señor, cuantos le habían acompañado de Jerusalén al Monte de
los Olivos regresaron a la Ciudad, y perseveraban constantes en la oración, en
compañía de María, la madre de Jesús, aguardando el cumplimiento de la promesa
del Resucitado: «Vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de
pocos días... Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre
vosotros, y seréis mis testigos...»
Al llegar
el día de la fiesta judía de Pentecostés, cincuenta días después de pascua, y
de la Resurrección del Señor, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De
repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que
llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas
como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron
todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según
el Espíritu les concedía expresarse.
Había en
Jerusalén hombres piadosos venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo.
Al producirse aquel ruido, la gente se congregó y se llenó de estupor al oírles
contar cada uno en su propia lengua las maravillas de Dios. Entonces Pedro,
presentándose con los Once, levantó su voz y les dijo: «Judíos y habitantes
todos de Jerusalén: No están éstos borrachos, como vosotros suponéis, sino que
Dios ha derramado sobre ellos su Espíritu. Escuchad, israelitas: A Jesús,
hombre acreditado por Dios, vosotros lo matasteis clavándolo en la cruz por
mano de los impíos, pero Dios lo resucitó, y todos nosotros somos testigos de
ello. Exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo
prometido, y ha derramado lo que vosotros veis y oís. Sepa, pues, con certeza
toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Mesías a este Jesús a quien
vosotros habéis crucificado». Al oír esto, dijeron con el corazón compungido a
Pedro y a los demás apóstoles: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?» Pedro les
contestó: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre
de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del
Espíritu Santo».
El día de
Pentecostés se cumplieron las promesas de Cristo: «Recibiréis el Espíritu
Santo..., Él os guiará hasta la verdad completa..., os lo enseñará todo y os
recordará todo lo que yo os he dicho..., seréis mis testigos...»
La escena
de Pentecostés es una de las más llamativas y espectaculares por sus efectos;
entre otros, el cambio radical producido en los apóstoles. A pesar de los
reiterados esfuerzos de Jesús, los discípulos eran tardos y torpes en entender
y asumir sus enseñanzas; así, incluso después de la Resurrección y ya camino
del Monte de los Olivos el día de la Ascensión, seguían preguntando al Señor:
«¿Es ahora cuando vas a restablecer el Reino de Israel?»; por otra parte, manifestaron
en diversas ocasiones estar dispuestos a dar la vida por Jesús, pero luego, a
la hora de la verdad, se dispersaron abandonándolo, se encerraron en el
Cenáculo por miedo a los judíos, se mostraron pusilánimes y hasta cobardes.
Sin
embargo, el Espíritu Santo los transformó por completo, les dio la inteligencia
del mensaje de Jesús, los volvió audaces y grandilocuentes para predicar ante
la muchedumbre, los liberó de sus miedos... ¿Quién diría que eran los mismos
hombres de unas horas antes? Y aquel acontecimiento fue sólo el comienzo,
porque a partir de entonces, asumiendo plenamente la misión que Jesús les había
conferido, no cesaron en su tarea evangelizadora y extendieron por el mundo la
Iglesia del Señor aun a costa de su propia vida.
Al contemplar
y meditar el misterio de Pentecostés se ve con mayor claridad cuán necesaria es
la oración perseverante para prepararse a recibir al Espíritu, y dejarle a su
disposición todo el espacio y energías de la propia vida, y qué maravillas
puede hacer ese Espíritu en quien lo acoge y le deja actuar como le plazca.
María, la
«llena de gracia» desde su concepción, tuvo siempre una muy especial relación
con el Espíritu Santo. El día de Pentecostés estuvo presente con los apóstoles
en el amanecer de los nuevos tiempos que el Espíritu inauguraba con la
manifestación pública de la naciente Iglesia, a la que ella acompañaría como
madre en sus primeros pasos.
Un Padre
nuestro, diez Ave Marías, Gloria y jaculatoria.
CUARTO
MISTERIO GLORIOSO
LA ASUNCIÓN
DE NUESTRA SEÑORA AL CIELO
El día 1 de
noviembre de 1950, el papa Pío XII declaró dogma de fe la Asunción de la Virgen
María a los cielos. Decía el Papa en tan solemne acto: «Después que una y otra
vez hemos elevado a Dios nuestras preces suplicantes e invocado la luz del
Espíritu de Verdad, para gloria de Dios omnipotente que otorgó su particular
benevolencia a la Virgen María, para honor de su Hijo, Rey inmortal de los
siglos y vencedor del pecado y de la muerte, para aumento de la gloria de la
misma augusta Madre, y gozo y regocijo de toda la Iglesia, por la autoridad de
nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y
nuestra, proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado:
Que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su
vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial».
Pío XII, en
la misma Constitución en que declaró el dogma, exponía que «los argumentos y
razones de los Santos Padres y de los teólogos a favor del hecho de la Asunción
de la Virgen se apoyan, como en su fundamento último, en las Sagradas Letras,
las cuales, ciertamente, nos presentan ante los ojos a la augusta Madre de Dios
en estrechísima unión con su divino Hijo y participando siempre de su suerte.
Por ello parece como imposible imaginar a aquella que concibió a Cristo, le dio
a luz, le alimentó con su leche, le tuvo entre sus brazos y le estrechó contra
su pecho, separada de Él después de esta vida terrena, si no con el alma, sí al
menos con el cuerpo. Siendo nuestro Redentor hijo de María, como observador
fidelísimo de la ley divina, ciertamente no podía menos de honrar, además de su
Padre eterno, a su Madre queridísima. Por consiguiente, pudiendo adornarla de
tan grande honor como el de preservarla inmune de la corrupción del sepulcro,
debe creerse que realmente lo hizo».
Añadía el
Papa: «A la manera que la gloriosa resurrección de Cristo fue parte esencial y
último trofeo de su más absoluta victoria sobre la muerte y el pecado, así la
lucha de la bienaventurada Virgen, común con su Hijo, había de concluir con la
glorificación de su cuerpo virginal... Por eso, la augusta Madre de Dios,
misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad, “por un solo y
mismo decreto” de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen
integérrima en su divina maternidad, generosamente asociada al Redentor divino,
que alcanzó pleno triunfo sobre el pecado y sus consecuencias, consiguió, al
fin, como corona suprema de sus privilegios, ser conservada inmune de la corrupción
del sepulcro y, del mismo modo que antes su Hijo, vencida la muerte, ser
levantada en cuerpo y alma a la suprema gloria del cielo, donde brillaría como
Reina a la derecha de su propio Hijo, Rey inmortal de los siglos».
La Asunción
de María, madre de Dios y madre nuestra, es para nosotros motivo de esperanza y
de alegría porque, pobres y necesitados como somos, vemos que la Virgen sube al
cielo para abogar por nosotros ante el trono de Dios más de cerca y con mayor
eficacia. La contemplación de este misterio tiene que acrecentar nuestra
devoción y confianza cuando dirigimos a Dios nuestras plegarias invocando la
intercesión de la Virgen, como hacen tantas oraciones litúrgicas.
Como
muestra de la tradicional creencia y devoción del pueblo cristiano en el
misterio de la Asunción de María, reproducimos esta bella poesía de Fray Luis
de León:
Al cielo vais, Señora
Al cielo vais, Señora,
y allá os reciben con alegre canto.
¡Oh quién pudiera ahora
asirse a vuestro manto
para subir con vos al monte santo!
De ángeles sois llevada,
de quien servida sois desde la cuna,
de estrellas coronada:
¡Tal Reina habrá ninguna,
pues os calza los pies la blanca
luna!
Volved los blandos ojos,
ave preciosa, sola humilde y nueva,
a este valle de abrojos,
que tales flores lleva,
do suspirando están los hijos de
Eva.
Que, si con clara vista
miráis las tristes almas deste
suelo,
con propiedad no vista,
las subiréis de un vuelo,
como piedra de imán al cielo, al
cielo.
Un Padre
nuestro, diez Ave Marías, Gloria y jaculatoria.
QUINTO
MISTERIO GLORIOSO
LA
CORONACIÓN DE LA VIRGEN MARÍA COMO REINA DEL UNIVERSO
Pablo VI
dice en su Exhortación Apostólica Marialis cultus: «La solemnidad de la
Asunción se prolonga jubilosamente en la celebración de la fiesta de la Realeza
de María, que tiene lugar ocho días después y en la que se contempla a Aquella
que, sentada junto al Rey de los siglos, resplandece como Reina e intercede
como Madre». Se subraya así el vínculo profundo que existe entre la Asunción y
la Coronación de la Virgen. En esa misma línea de pensamiento, el Concilio
Vaticano II, en su Constitución sobre la Iglesia, enumera las grandezas de la
Madre de Jesús, que culminan en su coronación: Los Apóstoles –recuerda–, antes
de recibir el Espíritu Santo el día de Pentecostés, perseveraban unánimes en la
oración con María, la Madre de Jesús. También María imploraba con sus oraciones
el don del Espíritu, que en la Anunciación ya la había cubierto a ella con su
sombra. Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de
culpa original, terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y
alma a la gloria celestial, y fue ensalzada por el Señor como Reina universal
con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de señores y
vencedor del pecado y de la muerte (Lumen gentium, 59).
Pío XII, en
su Encíclica sobre la Realeza de María, exponía que el pueblo cristiano, desde
los primeros siglos de la Iglesia, ha elevado suplicantes oraciones e himnos de
loa y de piedad a la “Reina del Cielo”, tanto en sus tiempos de felicidad y
alegría como en los de angustia y peligro; y que nunca falló la esperanza en la
Madre del Rey divino, Jesucristo, ni languideció la fe que nos enseña que la
Virgen María, Madre de Dios, reina en todo el mundo con maternal corazón, y
está coronada con la gloria de la realeza en la bienaventuranza celestial.
Con razón
–añadía el Papa–, el pueblo cristiano ha creído siempre que Aquella de quien
nació el Hijo del Altísimo, Príncipe de la Paz, Rey de reyes y Señor de los
señores, recibió de Dios singularísimos privilegios de gracia; y considerando
luego las íntimas relaciones que unen a la madre con el hijo, ha reconocido en
la Madre de Dios una regia preeminencia sobre todos los seres. En la tradición
cristiana, ya los antiguos escritores, fundados en las palabras del arcángel
San Gabriel, que predijo el reinado eterno del Hijo de María, y en las de
Isabel, que se inclinó reverente ante ella llamándola Madre de mi Señor,
llamaban a María Madre del Rey y Madre del Señor, queriendo significar que de
la realeza del Hijo se derivaba la de su Madre.
La sagrada
Liturgia, fiel espejo de la enseñanza comunicada por los Padres y creída por el
pueblo cristiano, ha cantado en el correr de los siglos y canta de continuo, así
en Oriente como en Occidente, las glorias de la celestial Reina: Salve Regina,
Regina caeli laetare, Ave Regina caelorum, etc. También el arte, al inspirarse
en los principios de la fe cristiana, y como fiel intérprete de la espontánea y
auténtica devoción del pueblo, ya desde el Concilio de Éfeso, ha representado a
María como Reina y Emperatriz coronada.
Desde el
punto de vista teológico, el argumento principal en que se funda la dignidad
regia de María es su divina maternidad: el ser madre de Jesucristo, el único
que en sentido estricto, propio y absoluto, es Rey del Universo por naturaleza.
A lo que hay que añadir que la Virgen también es proclamada Reina en razón de
la parte singular que por voluntad de Dios tuvo, asociada a su Hijo, en la obra
de nuestra eterna salvación.
La Iglesia
no ha cesado de avivar la devoción a María, madre de Dios y madre de nuestra, y
de fomentar la confianza en su maternal intercesión.
Así, decía
Pío IX en la bula en que definió el dogma de la Inmaculada Concepción: «Con ánimo
verdaderamente maternal al tener en sus manos el negocio de nuestra salvación,
Ella se preocupa de todo el género humano, pues está constituida por el Señor
Reina del cielo y de la tierra y está exaltada sobre los coros todos de los
Angeles y sobre los grados todos de los Santos en el cielo; estando a la
diestra de su unigénito Hijo, Jesucristo, Señor nuestro, con sus maternales
súplicas impetra eficacísimamente, obtiene cuanto pide, y no puede no ser
escuchada».
La fiesta
de María Reina, ahora trasladada al 22 de agosto, la instituyó en 1954 Pío XII,
quien, después de fijarla para el 31 de mayo, escribía en su ya citada
Encíclica: «Procuren todos acercarse ahora con mayor confianza que antes, todos
cuantos recurren al trono de la gracia y de la misericordia de nuestra Reina y
Madre, para pedir socorro en la adversidad, luz en las tinieblas, consuelo en
el dolor y en el llanto, y, lo que más interesa, procuren liberarse de la
esclavitud del pecado... Sean frecuentados sus templos por las multitudes de los
fieles, para en ellos celebrar sus fiestas; en las manos de todos esté la
corona del Rosario para reunir juntos, en iglesias, en casas, en hospitales, en
cárceles, tanto los grupos pequeños como las grandes asociaciones de fieles, a
fin de celebrar sus glorias. En sumo honor sea el nombre de María... Empéñense
todos en imitar, con vigilante y diligente cuidado, en sus propias costumbres y
en su propia alma, las grandes virtudes de la Reina del Cielo y Madre nuestra
amantísima. Consecuencia de ello será que los cristianos, al venerar e imitar a
tan gran Reina y Madre, se sientan finalmente hermanos, y, huyendo de los odios
y de los desenfrenados deseos de riquezas, promuevan el amor social, respeten
los derechos de los pobres y amen la paz».
Como punto
final ponemos la oración litúrgica de la fiesta de María Reina: «Dios
todopoderoso, que nos has dado como Madre y como Reina a la Madre de tu
Unigénito, concédenos que, protegidos por su intercesión, alcancemos la gloria
de tus hijos en el reino de los cielos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén».
Un Padre
nuestro, diez Ave Marías, Gloria y jaculatoria.
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