SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Plaza de San Francisco, Asís
Viernes 4 de octubre de 2013
«Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25).
Paz y bien a todos. Con este saludo franciscano os agradezco el haber venido aquí, a esta plaza llena de historia y de fe, para rezar juntos.
Como tantos peregrinos, también yo he venido para dar gracias al Padre por todo lo que ha querido revelar a uno de estos «pequeños» de los que habla el evangelio: Francisco, hijo de un rico comerciante de Asís. El encuentro con Jesús lo llevó a despojarse de una vida cómoda y superficial, para abrazar «la señora pobreza» y vivir como verdadero hijo del Padre que está en los cielos. Esta elección de san Francisco representaba un modo radical de imitar a Cristo, de revestirse de Aquel que siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2Co 8,9). El amor a los pobres y la imitación de Cristo pobre son dos elementos unidos de modo inseparable en la vida de Francisco, las dos caras de una misma moneda.
¿Cuál es el testimonio que nos da hoy Francisco? ¿Qué nos dice, no con las palabras –esto es fácil– sino con la vida?
1. La primera cosa que nos dice, la realidad fundamental que nos atestigua es ésta: ser cristianos es una relación viva con la Persona de Jesús, es revestirse de él, es asimilarse a él.
¿Dónde inicia el camino de Francisco hacia Cristo? Comienza con la mirada de Jesús en la cruz. Dejarse mirar por él en el momento en el que da la vida por nosotros y nos atrae a sí. Francisco lo experimentó de modo particular en la iglesita de San Damián, rezando delante del crucifijo, que hoy también yo veneraré. En aquel crucifijo Jesús no aparece muerto, sino vivo. La sangre desciende de las heridas de las manos, los pies y el costado, pero esa sangre expresa vida. Jesús no tiene los ojos cerrados, sino abiertos, de par en par: una mirada que habla al corazón. Y el Crucifijo no nos habla de derrota, de fracaso; paradójicamente nos habla de una muerte que es vida, que genera vida, porque nos habla de amor, porque él es el Amor de Dios encarnado, y el Amor no muere, más aún, vence el mal y la muerte. El que se deja mirar por Jesús crucificado es re-creado, llega a ser una «nueva criatura». De aquí comienza todo: es la experiencia de la Gracia que transforma, el ser amados sin méritos, aun siendo pecadores. Por eso Francisco puede decir, como san Pablo: «En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Ga 6,14).
Nos dirigimos a ti, Francisco, y te pedimos: enséñanos a permanecer ante el Crucificado, a dejarnos mirar por él, a dejarnos perdonar, recrear por su amor.
2. En el evangelio hemos escuchado estas palabras: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,28-29).
Ésta es la segunda cosa que Francisco nos atestigua: quien sigue a Cristo, recibe la verdadera paz, aquella que sólo él, y no el mundo, nos puede dar. Muchos asocian a san Francisco con la paz, pero pocos profundizan. ¿Cuál es la paz que Francisco acogió y vivió y nos transmite? La de Cristo, que pasa a través del amor más grande, el de la Cruz. Es la paz que Jesús resucitado dio a los discípulos cuando se apareció en medio de ellos (cf. Jn 20,19.20).
La paz franciscana no es un sentimiento almibarado. Por favor: ¡ese san Francisco no existe! Y ni siquiera es una especie de armonía panteísta con las energías del cosmos… Tampoco esto es franciscano, tampoco esto es franciscano, sino una idea que algunos han construido. La paz de san Francisco es la de Cristo, y la encuentra el que «carga» con su «yugo», es decir su mandamiento: Amaos los unos a los otros como yo os he amado (cf. Jn 13,34; 15,12). Y este yugo no se puede llevar con arrogancia, con presunción, con soberbia, sino sólo se puede llevar con mansedumbre y humildad de corazón.
Nos dirigimos a ti, Francisco, y te pedimos: enséñanos a ser «instrumentos de la paz», de la paz que tiene su fuente en Dios, la paz que nos ha traído el Señor Jesús.
3. Francisco inicia el Cántico así: «Altísimo, omnipotente y buen Señor… Alabado seas… con todas las criaturas» (FF, 1820). El amor por toda la creación, por su armonía. El Santo de Asís da testimonio del respeto hacia todo lo que Dios ha creado y como Él lo ha creado, sin experimentar con la creación para destruirla; ayudarla a crecer, a ser más hermosa y más parecida a lo que Dios ha creado. Y sobre todo san Francisco es testigo del respeto por todo, de que el hombre está llamado a custodiar al hombre, de que el hombre está en el centro de la creación, en el puesto en el que Dios – el Creador – lo ha querido, sin ser instrumento de los ídolos que nos creamos. ¡La armonía y la paz! Francisco fue hombre de armonía, un hombre de paz. Desde esta Ciudad de la paz, repito con la fuerza y mansedumbre del amor: respetemos la creación, no seamos instrumentos de destrucción. Respetemos todo ser humano: que cesen los conflictos armados que ensangrientan la tierra, que callen las armas y en todas partes el odio ceda el puesto al amor, la ofensa al perdón y la discordia a la unión. Escuchemos el grito de los que lloran, sufren y mueren por la violencia, el terrorismo o la guerra, en Tierra Santa, tan amada por san Francisco, en Siria, en todo el Oriente Medio, en todo el mundo.
Nos dirigimos a ti, Francisco, y te pedimos: Alcánzanos de Dios para nuestro mundo el don de la armonía, la paz y el respeto por la creación.
No puedo olvidar, en fin, que Italia celebra hoy a san Francisco como su Patrón. Y felicito a todos los italianos, en la persona del Jefe del Gobierno, aquí presente. Lo expresa también el tradicional gesto de la ofrenda del aceite para la lámpara votiva, que este año corresponde precisamente a la Región de Umbría. Recemos por la Nación italiana, para que cada uno trabaje siempre para el bien común, mirando más lo que une que lo que divide.
Hago mía la oración de san Francisco por Asís, por Italia, por el mundo: «Te ruego, pues, Señor mío Jesucristo, Padre de toda misericordia, que no te acuerdes de nuestras ingratitudes, sino ten presente la inagotable clemencia que has manifestado en [esta ciudad], para que sea siempre lugar y morada de los que de veras te conocen y glorifican tu nombre, bendito y gloriosísimo, por los siglos de los siglos. Amén» (Espejo de perfección, 124: FF, 1824).
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Tomado de
www.vatican.va
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