Homilía del 4º Domingo de Adviento (C)



Lo dicho se cumplió.
Lo prometió el Señor.

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Miq 5,1-4; S 79; Hb 10,5-10; Lc 1,39-45


Por fin llega ya. El Señor está a la puerta. “Cielos, destilen el rocío; nubes, derramen la victoria; ábrase la tierra y brote la salvación” (Is 45,8). Así dice la antífona de entrada prevista por la liturgia de hoy. El rocío, la victoria, la salvación señalan a Jesús salvador.



La primera lectura nos recuerda la profecía de Miqueas. Miqueas vive y profetiza al mismo tiempo que Isaías. Con toda claridad predice que el Mesías nacerá en Belén. Es la aldea originaria de David, a quien Dios por el profeta Natán ha prometido que el Mesías será un descendiente suyo, “el jefe de Israel” (v. 2S 7.12-17). Pero la profecía puede indicar algo más: “Su origen se remonta a los tiempos antiguos, a los días pasados”. Estas palabras de modo oscuro dicen también del origen divino y eterno del Mesías.

Esta profecía se une a la de la virgen de Isaías, la madre del Emmanuel, Dios con nosotros, garantía de salvación de Israel, es decir de la Iglesia, que pastoreará a todos los hombres, “hasta los confines de la tierra”, siendo “él mismo nuestra paz” (Is 7,14; Miq 5,3-4). Por eso la Iglesia le pide en el salmo responsorial: “Ven a salvarnos…Ven a visitar tu viña (la Iglesia)…” “Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que Tú fortaleciste”, que es nuestra cabeza y de cuyo cuerpo somos miembros, hemos pedido. De esta forma “no nos alejaremos de Ti: danos vida para que invoquemos tu nombre”.  

 La segunda lectura está tomada de la carta a los Hebreos. Esta carta enseña que Cristo es el ahora sumo sacerdote, que con su sacrificio en la cruz ha satisfecho plenamente por los pecados de todo el género humano. El texto revela que Jesús desde el primer momento de su existencia humana, que fue el de su encarnación y concepción virginal en el seno de María, aceptó su destino y la voluntad del Padre de padecer la muerte en la cruz por nuestros pecados y así satisfacer con su obediencia todas nuestras desobediencias.

Así “cuando Cristo entró en el mundo”, es decir cuando tomó la naturaleza humana en el seno de María, entonces “dijo”. ¿Quién? y ¿a Quién dijo? La carta cita el salmo 40 y en él el futuro Mesías habla con Dios. “Tu no quieres sacrificios ni ofrendas”, se refiere a los sacrificios del Antiguo Testamento en el magnífico templo de Jerusalén. “Pero me has preparado un cuerpo”, es su cuerpo humano concebido y crecido en el seno de María. “No aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias”, todos aquellos sacrificios de animales, pese a su magnífica apariencia no tienen valor bastante para expiar los pecados de la humanidad. “Entonces yo dije lo que está escrito en el libro”; entonces, en ese momento de mi entrada en este mundo, cuando fui concebido, dije lo del libro; va a citar el salmo que se refiere al Mesías salvador prometido, salmo 40, 7-9: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad”.

Sigue luego otra explicación de lo dicho pero con otras palabras. “Primero dice: no quieres ni aceptas sacrificios ni ofrendas, holocaustos ni víctimas expiatorias –que se ofrecen según la ley (del Antiguo Testamento).–Después añade: Aquí estoy yo ahora para hacer tu voluntad”. Que es la cruz, como lo afirma repetidamente. “Niega lo primero”, el valor de los sacrificios del templo; “para afirmar lo segundo”, el cumplimiento de la voluntad del Padre hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2,8).

“Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre”. Sólo gracias al valor de esa muerte de Cristo, sin necesidad de más sacrificios, nosotros podemos por la fe hacer nuestros sus méritos y hacernos así santos.

Esto se produce ya a partir de la encarnación en el seno de María. Lo canta el texto del evangelio. Es inmediato al final de la entrevista de María y el ángel Gabriel. María ha aceptado. En su seno y de su carne Dios ha creado un cuerpo humano, que ha sido asumido por el Hijo, la segunda persona de la Trinidad. El Verbo de Dios, la segunda persona de la Trinidad, se ha hecho hombre. La historia del hombre en la tierra ha dado un salto de calidad.

El evangelio es la inmediata continuación de la anunciación del ángel, aceptación de María y concepción de Jesús en su seno. Habiendo escuchado María que Isabel estaba de seis meses, fue “aprisa”. La acogida cordial de Jesús dinamiza en servicio del prójimo; el mismo espíritu navideño que nos empuja hacia los demás con felicitaciones, buenos deseos, obsequios y reconciliaciones nos lo confirma. El Espíritu de Jesús no encapsula en nosotros mismos sino que lleva a servir a los demás.

“En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. “Se llenó Isabel del Espíritu Sano y dijo a voz en grito: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?”. María lleva siempre a Jesús, necesariamente nos acerca a Él y hace que nos llenemos del Espíritu Santo, nos hace conocer la presencia de Jesús, nos llena de alegría y fortalece la fe... Es un error craso de los hermanos separados el prescindir de María en la relación con Dios y con Jesús. La escritura señala su presencia activa en la  obra de Cristo en la encarnación, en Caná al comienzo de la vida pública, en la hora suprema de la cruz, en la oración que da luz a la Iglesia en Pentecostés. Y la historia sigue confirmando la presencia maternal de María en el caminar de la Iglesia a través de tantas gracias, tantos santuarios de bendiciones y milagros, tantas apariciones, tantas conversiones. “¡Dichosa tú, que has creído!, pues lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. En este año de la fe, le pedimos que nos la aumente. Madre de la Iglesia, Madre de la fe.




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