Corpus Christi

P. Adolfo Franco, S.J.



El Corpus Christi, es una fiesta que subraya el hecho prodigioso de la
Encarnación. Realmente Cristo tuvo un cuerpo que fue instrumento de
nuestra salvación, y lo sigue siendo.


La fiesta del Cuerpo de Cri­sto, se traslada en muchos sitios, como en el Perú, a este domin­go, para que tenga el realce que se merece. Es una fiesta que se refiere naturalmente a la Eucaris­tía (que es el Cuerpo y la Sangre de Cristo).

Celebramos y con alegría el que Jesús nos haya regalado este sacramento de la Eucaristía. Así cumple El la promesa hecha de estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Hay que detenerse y darle tiempo a este pensamiento: Dios está presente entre nosotros y yo me lo puedo encontrar realmente; Dios no es un Dios lejano a miles de kilómetros y miles de galaxias. Está aquí en nuestro barrio, a unas pocas cuadras de mi casa, y puedo tener un encuentro con El siempre que yo quiera. Eucaristía, presencia de Dios, alimento de nuestra vida, locura del amor de Jesús, que ha querido ser personalmente el alimento de nuestra existencia, nuestro consolador, nuestro apoyo y nuestro amigo.

Pero es notable la in­sisten­cia que da la Igle­sia a destacar en esta celebración lo del CUERPO de Cris­to, subrayando lo mate­rial de Je­sucristo, su carne, en reali­dad su Cuerpo y su Sangre. El mismo  Jesús había insistido en este aspecto "ma­terial" de su realidad, in­sis­tiendo en que hay que "comer su carne" (Jn 6, 53); y al narrar su En­carnación se destaca lo mismo en el Evange­lio de San Juan "el Verbo se hizo car­ne" (Jn 1, 14).

"Esto es mi Cuerpo", "Esta es mi Sangre" (Mt 26, 27-28). Nosotros a veces espi­ritualizamos tanto la figura de Je­sús, que perdemos de vista su realidad tan­gible, y lo tangible de El es su cuer­po. Cuando resucita in­siste en lo mismo: "Palpadme y ved que un espíritu no tie­ne carne y huesos como veis que yo tengo" (Lc 24, 39).

¡Qué fundamental es que se subra­ye en esta fie­sta la importancia del cuerpo! Es bueno que meditemos en la importancia del Cuerpo de Cristo, y en la im­por­tancia del nuestro.

El cuerpo es al fin y al cabo un libro abier­to de nuestra vida. En el de Cris­to han queda­do grabadas las escenas de su vida. En El han quedado para siempre las huellas, las lla­gas, lo que hizo por entregarse a nosotros. En su Cuerpo se grabaron las espinas, y los azotes, el cansancio. Y además de ser un libro donde se han escri­to los he­chos de su vida, su Cuerpo es el reflejo de su espí­ritu: su vitalidad, su bon­dad, la profundidad de su espíritu, su preocu­pación por los hom­bres; todo esto se reflejaba en su forma de mirar, en el tono de su voz, en la expresión de su boca. Esto es en resumen lo que es el Cuerpo de Cristo y lo que quere­mos celebrar con ale­gría.

Pero también es bueno que pense­mos en nuestro propio cuerpo, el com­pañero donde se han ido mar­cando las eta­pas importantes de nuestra existencia; casi po­dría­mos también decir que nues­tro cuerpo es el libro de nuestra vida, nues­tra biografía: las ci­catrices de una enfer­medad, cuántos recuer­dos de angus­tia han quedado como arrugas de nuestro rostro: al mi­rar el rostro de un padre po­dríamos leer las preocupa­cio­nes por sus hijos, y en sus canas el esfuerzo con que ha enfrentado la vida para sacar adelante a la familia y superar los obs­táculos de todos los días. El cuerpo se ha ido quedando marcado con este tatuaje. El cuerpo ha sido el mirador de nuestras ale­grías, y el instrumento que ha ex­perimentado los sufri­mientos. Toda nuestra vida, lo mejor de noso­tros mismos, está seña­lado en ese compa­ñero, que a veces no apre­cia­mos. Y nuestra alma está unida a nuestro cuerpo y se expresa a través de él: lo que llevamos dentro lo comunicamos por este cuerpo que es parte tan importante de nosotros mismos.

Al cabo del tiempo este nue­stro cuerpo, a lo mejor en­corvado, está manifestando a los de­más una vida de traba­jo y de fatiga,  que la persona ha vivido como un servicio. No es un cuerpo simplemente des­gastado, es la expre­sión de una persona que se ha entregado. Y el rostro, la expresión de nue­stra mirada y de nuestro gesto, puede exteriorizar la paz y la tranquilidad que una persona ha ido logrando a base de controlar sus re­acciones temperamen­tales, y es una manifestación de su confianza en Dios. Una mirada puede tener la lumi­no­sidad del que todavía tie­ne ideales, y sabe sonreír profundamente: ¡hay que ver cómo algu­nos ojos sonríen! Cuan­tas cosas de nuestra vida se manifiestan en nues­tro cuerpo: no sólo cicatri­ces de operacio­nes (momentos especia­les de dolor y de con­versión), sino huellas más sutiles, que expre­san aventuras de nues­tro caminar con fe y esperanza en una vida, que no se presenta como fácil, pero que siempre está llena de riquezas.

Y para este cuerpo nuestro, santuario de nuestro espíritu, viene el Cuerpo de Cristo para ser alimento, fortaleza, sostén. El Cuerpo de Cristo se nos da realmente aunque bajo las apariencias de pan y de vino, y se nos da porque El personalmente quiere renovar nuestro interior, pero entrando como comida y como bebida.

Al darle gracias al Señor por el milagro de su Cuerpo y de su Sangre, démosle gracias también por nuestro propio cuerpo y por nuestra propia sangre.



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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

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