Homilía: Cargando con nuestra cruz - 22º TO(A)



P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Jer 20,7-9; S.62; Ro 12,1-2; Mt 16,21-27



Hice notar el pasado domingo que en esta parte del evangelio San Mateo trata de la Iglesia. Fue voluntad de Cristo fundar la Iglesia y dar en ella a Pedro plenos poderes. El texto de hoy sigue de modo inmediato.

El primer paso de los discípulos de Cristo, lo primero que deben saber es que han de aceptar la cruz en sus propias vidas: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y (entonces) me siga”. El texto tiene un claro sabor hebreo y por ello es también posible que sean iguales o muy cercanas a las que empleó el mismo Cristo: “Si uno quiere salvar su vida, la perderá; el que la pierde por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si malogra su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla?”.

Pero no es fácil. Ponderemos la reacción de Pedro. Pedro acaba de recibir una gran revelación del Padre y Cristo le ha bendecido, prometido el gobierno y la infalibilidad en su Iglesia futura, y le reprende ahora con una severidad extraordinaria. Llega a calificarlo de Satanás. En realidad le tienta como lo hizo Satanás tras la oración de 40 días, cuando iba a comenzar su ministerio: Ir por el camino del éxito y del triunfo humano. Aunque hubiéremos recibido grandes dones de Dios, nos es difícil a veces aceptar la cruz en nuestro servicio a Cristo.

San Pablo en su primer viaje apostólico recordaba a los convertidos que “por muchas tribulaciones es necesario entrar en el Reino de Dios” (Hch 14,22). A su querido discípulo Timoteo le recuerda que “todos los que quieran vivir piadosamente, padecerán persecución” (2Ti 3,11). Y a los cristianos de Corinto, que se están desviando, les recuerda que unos buscan a un Cristo milagrero y otros mucha sabiduría, pero que él les predicó a Cristo crucificado (1Cor 1,23-24). De sí mismo dice que está crucificado con Cristo y no quiere saber sino a Cristo crucificado (Gal 2,20; 1Cor 2,2).

También la primera lectura de hoy nos habla de la llamada de Dios a Jeremías. Le pide que predique un mensaje que nadie en Israel quiere escuchar y que le va a acarrear persecución y cárcel. Es así a veces la voluntad de Dios para con nosotros: que hagamos lo que a la gente no gusta y por lo que nos perseguirán.

Es fácil incurrir en el error de Pedro. Hasta hay quienes en la cruz ven un castigo de Dios. Como no ven que hayan cometido un pecado tan grande, se rebelan contra Dios por injusto.

Sin embargo Cristo y al Iglesia en el lenguaje de su liturgia nos recuerdan siempre la cruz. Entramos en la Iglesia con la señal de la cruz, comenzamos la misa y otras oraciones con la señala de la cruz. Las bendiciones se dan normalmente con la señal de la cruz. El perdón de nuestros pecados y todas las bendiciones de Dios nos las ha merecido Cristo en la cruz. La obra fundamental de Cristo se hizo en su cruz.

La obra de Cristo en sus santos se hace también con la cruz, haciéndose partícipe de los sufrimientos de Cristo. Nuestra naturaleza tiene, aun en los más santos, inclinación hacia el mal y resistencia al bien: “En pecado me concibió mi madre”, “el pecado está en mí” (S. 51; Ro 7,17). Los que quieren vivir según el espíritu de Cristo encontrarán dificultad. Sentirán como que suben una montaña. Quien no nota esto, es posible que no lleve una vida en verdad cristiana. Por eso San Pablo exhorta a los cristianos de Roma a “presentar sus cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios y a no ajustarse a este mundo sino a transformarse por la renovación de la mente” (v. lectura 2ª de hoy).

Es en la cruz de Cristo donde encontramos el perdón de nuestros pecados. En la cruz de Cristo brota nuestro arrepentimiento. En la cruz descubrimos su amor. En la cruz se despierta nuestro amor. En la cruz encontramos fuerza para llevar la nuestra.

La corrección de defectos exige esfuerzo y cruz. La adquisición de virtudes lo mismo. Este esfuerzo es forma normar y diaria de acompañar nosotros a Jesús con la cru

Pero además la vida humana es frágil. Muchas cosas nos suceden que no son las que queremos. Una enfermedad, un accidente, un tropiezo o fracaso económico, un acontecimiento no deseado, un proyecto que nos ha fracasado. Debemos aprovechar todas esas cosas para ofrecerlas a Dios y darle un “culto razonable”. Entonces nadie podrá quitarnos la alegría, recordando que todo lo que sucede a los elegidos de Dios es permitido para nuestro bien (Ro 8,28). “Más importante que lo que nos sucede, es lo que hacemos con lo que nos sucede” dice un escritor.

Esta conformidad con la cruz de Cristo, la gracia para llevarla con paciencia y aun alegría, es un gran fruto de la oración y debemos pedirla constantemente. Si el Señor nos la concede (y desea concederla) será un buen testimonio cristiano, dado sin soberbia, que acabará interrogando a los que conviven con nosotros. Y veremos también con frecuencia la mano providente de Dios en nuestra vida. Cree y entenderás (v. Mt 8,13)



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