P. Adolfo Franco, S.J.
Reflexión del Evangelio del Domingo de Ramos
Mateo 26, 14 - 27,66
El domingo 17 comienza la Semana Santa, y se nos invita a meditar en el relato de la Pasión del Señor. Es cuestión de contemplar los hechos que se nos narran, dejar que eso hechos nos hablen, y tener en cuenta que estamos personalmente involucrados en los hechos; no son simplemente hechos del pasado.
El domingo de Ramos, comienzo de la Semana Santa, nos introduce a la meditación de la Pasión del Señor, que ha de ocupar nuestro corazón, durante todos estos días, y ojalá siempre estuviera presente en nosotros para darnos cuenta del gran amor que Jesús nos tiene. El mismo había afirmado: “nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos”. En su muerte está nuestra salvación. Es necesario considerar esta Pasión de Jesús en todos sus pormenores, para darnos cuenta de su gran entrega, de cómo su amor es sin límite.
Los hechos son tan fuertes, que todas las palabras suenan a hueco, son completamente insuficientes para expresar la tragedia del Hijo de Dios asesinado por los hombres y con todas las formas de la crueldad que el odio suscita. Y todo ocurre por el extremado amor de una persona, única en el mundo, que asumió sobre sí las maldades y las perversiones de todos los hombres, para declararnos libres y salvos por la acción de la gracia, para darnos a nosotros una firme esperanza. Todas las palabras con las que queramos expresar esta salvación, carecen de fuerza suficiente, todas las metas a que uno podría aspirar han quedado sobrepasadas, porque aquí la realidad es más grande que toda fantasía. Y sin embargo todo esto es real.
Es importante centrarnos en la maldad de los hombres que realizaron la locura de la condena a muerte del Hijo de Dios, porque seguramente será un espejo de nuestras propias maldades; no fueron ellos solos, entre todos lo hemos matado. La falta de fe de los jefes de los judíos fue la que comenzó todo. Una falta de fe que algunos, demasiado razonables, podrían justificar diciendo que era tremendo lo que ese nuevo predicador pretendía, y que además venía a desestabilizar el orden religioso y civil ya consolidado en su pueblo. Nos cuesta mucho trabajo aceptar transformaciones que retan nuestra comodidad, que nos hacen sentir incómodos porque tenemos que adoptar decisiones nuevas.
Pero es que en verdad el mensaje era una amenaza: todo el mensaje de Jesús era un verdadero reto a la juiciosa (pero mezquina) inteligencia de los judíos: que había que amar al enemigo (¡a quién se le ocurre!), que los pecadores les precederían a ellos en el Reino de los cielos (¡qué injusticia!), que este carpintero de Nazareth era el Hijo de Dios (¡qué blasfemia!). Esta doctrina y a su autor hay que erradicarlos. Así pensaron los “sabios” jueces de Israel. Y uno debe preguntarse si cree en esos fuertes mensajes de Jesús más que lo judíos: ¿yo creo que el amor debe abarcar incluso a los que me hacen mal? ¿Yo acepto que muchos de mis juicios sobre buenos y malos está completamente equivocados? ¿Yo doblo mi rodilla ante el Hijo de Dios y le entrego mi vida?
Y una vez admitida la necesidad de la muerte de Jesús ya eran lícitas todas las crueldades y todas las mentiras. Era lícito humillarlo en forma indignante, escupirlo, golpearlo, entregarlo a personas crueles, como objeto de su violencia y de su furia: ya no importa convertirlo en juguete de pasiones, porque ha perdido el derecho a ser persona. El que se había despojado de todo para ser un hombre entre los hombres, es rechazado como indigno de pertenecer a la raza humana.
Y, como es absolutamente cierto que merece la muerte (según el prejuicio de sus acusadores), es lícito construir acusaciones, para lograr esa condena: ya se pueden falsificar testimonios, cuando los que han sido dados no bastan para fundamentar la sentencia, es lícito tergiversar las afirmaciones del reo, para que aparezca con nitidez su culpabilidad y el peligro que acarrea su doctrina, es lícito llevarlo al procurador romano y fabricar una nueva acusación maquillada para la ocasión, a fin de que no se les escape el criminal, y es lícito manipular al pueblo, y renegar y jurar, para obtener la meta propuesta: la destrucción de Jesucristo. Cómo se parece este proceso a tantas tragedias de inocentes falsamente acusados. Jesús es inocente, pero su suerte está echada.
De lo que no se dan cuenta sus acusadores y sus jueces, es de lo que sucede en el Corazón de Jesús, de lo que ocurre entre el cielo y la tierra. Cada paso que se da para que llegue hasta la muerte, es un paso decisivo que Jesús da hacia nosotros, es un paso que le hace entrar en el océano insondable del amor por nosotros. Cuando lo toman preso, dice que nos quiere, y que desea ir más allá, y cuando lo juzgan inicuamente, confiesa que aún nos ama más (si esto fuera posible), y cuando lo golpean, y cuando le escupen, y cuando le cargan la cruz, y cuando le estiran los brazos en el madero, y cuando le clavan los clavos; en cada momento de esos El está diciéndome interiormente que me ama sin límites y sin condiciones, y que por amarme es bueno padecer todos esos sufrimientos.
Sin esta consideración, toda la Pasión pierde sentido. Esto es en el fondo lo que está pasando: es la Pasión de un Hombre (Dios verdadero) que amó sin medida a sus hermanos y que por ellos fue capaz de dar todo lo que era y todo lo que tenía.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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