Hch 15,36-18,22
Entre el primer viaje misionero de san Pablo y el segundo se dio el concilio de Jerusalén, al cual ya nos hemos referido.
Para su segundo viaje proyectado “con el fin de visitar a los hermanos y ver cómo marchaban” (15,36), el apasionado Pablo después de pensarlo bien escoge por compañero a Silas, por sus desavenencias con Bernabé por causa de su desencanto hacia el joven Marcos (15,36-40). Nos hallamos probablemente en la primavera del año 50. Este segundo viaje transita por caminos de tierra, desde Antioquía de Siria, y pasando por Tarso y a través de los desfiladeros del monte Taurus, llegando a Listra donde el apóstol tuvo el gozo de encontrarse de nuevo con su joven discípulo Timoteo su “hijo genuino en la fe” (1 Tim 1,2), el cual se integra ya como compañero de viaje y de una forma incondicional. Confortadas las recordadas iglesias del primer viaje, Pablo experimenta la inspiración de cruzar el mar y adentrarse en la admirada Grecia.
Fue una experiencia muy peculiar: En Tróade, en el extremo occidental de Asia Menor, acoge a Lucas, el médico antioqueño, que pasa a ser el cuarto miembro de la expedición. El Espíritu les impulsó en sueños, a pasar hacia Europa: “Tratamos de salir para Macedonia, convencidos de que Dios nos llamaba para anunciarles la Buena Nueva. Zarpamos de Tróade y fuimos a Samotracia y al día siguiente, en Neápolis. De allí a Filipos…” (16,10-12)
El emperador Augusto había hecho de la ciudad de Filipos una colinia militar que gozaba de los muchos privilegios de toda ciudad romana. En ella, Pablo persuadido por una mujer “empresaria” (comerciante de telas de púrpura), llamada Lidia, decidió fundar en su casa la primera comunidad cristiana en tierra europea. Pocos judíos había en esta ciudad, pero esta vez fueron otros los intereses que se sintieron amenazados por Pablo, y éste no pudo evitar el ser perseguido, azotado y encarcelado (16,16-40). Pero la iglesia de Filipos fue sin duda la más alegre y querida del apóstol: “así, pues, hermanos míos queridos, a quienes tanto amo y a quienes tanto añoro; vosotros que sois mi alegría y mi corona, permaneced firmes en el Señor” (Dl 4,1). En ella había padecido con gozo.
En la vieja Tesalónica, (la actual ciudad de Salónica) “algunos de los judíos creyeron y se unieron a Pablo y a Silas, así como muchos griegos y no pocas mujeres importantes” (17,4). En Berca… “creyeron muchos de los judíos, y entre los griegos, mujeres distinguidas y no pocos hombres” (17,12). En Atenas, la ciudad universitaria por excelencia, después de varios días de hablar en la sinagoga y en el Foro, pronunció Pablo un discurso ante el Areópago, pero sus miembros, filósofos y sabios de este mundo, no aceptaron su mensaje sobre la resurrección de un Jesús triunfante sobre la muerte: “Al oírle hablar de la resurrección de los muertos, unos se echaron a reír y otros dijeron: -Ya te oiremos hablar de esto en otra ocasión” (17,32). Sólo unos pocos creyeron en él. Si Pablo les hubiera hablado del alma de Jesús como separada del cuerpo, su aceptación hubiera sido grande. Pero Jesús era el resucitado, el viviente por excelencia. Su cuerpo se había transfigurado, y esto era excesivo e inadmisible para la cultura griega. Pablo, al contrario , precisamente en ello fundaba la esencia de la fe cristiana, su cimiento y piedra angular.
De allí pasó Pablo a Corinto, situada a unos 75Km de Atenas. En aquella época el puerto de Corinto tenía un gran valor estratégico, ya que daba prácticamente a dos mares evitando así la travesía alrededor del Peloponeso. Su población estaba formada por marinos y comerciantes. Era la ciudad más libertina del imperio. Al buscar un alojamiento y un trabajo en el barrio judío, Pablo se encontró con un matrimonio judío llegado de Roma, Priscila y Aquila, que le acogieron con gran afecto. Volveremos a encontrarles más tarde primero en Efeso y después en Roma.
A pesar de todas las dificultades con que tropezó Pablo en Corinto, su labor fue muy fructífera. “El Señor dijo a Pablo de noche en una visión: -No temas, sino habla y no calles, porque yo estoy contigo. Y permaneció allí un año y seis meses, enseñando entre ellos la palabra de Dios” (18,9-11). Desde su estancia en la comunidad de Corinto se inicia como escritor con su primera carta a los de Tesalñonica, el primer escrito del N.T. Pasando un cierto tiempo, el grupo misionero inició su viaje de regreso. Se detuvieron en Efeso, Cesaréa y Jerusalén, y volvieron por último a la comunidad de partida, la de Antioquía (Siria).
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