Matrimonios: Una sola Vid, una sola Iglesia, 1º Parte
P. Vicente Gallo, S.J.
1. Un solo Cuerpo de Cristo
En el Evangelio de Juan, es el mismo Jesús quien se aplica aquello de la vid que decía Dios en Isaías. En aquella noche de la Cena, consciente Jesús de que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre (Jn 13, 1), dice así a quienes dejaba en lugar de él: “Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el dueño de la viña. Todo sarmiento que halla en mí y no dé fruto, lo corta, y al que dé fruto lo poda para que dé más fruto. Permaneced en mí como yo en vosotros. Pues lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, y vosotros sois los sarmientos”. Y prosigue con más aclaración de este símil (Jn 15, 1-15).
Pio XII, ya en 1946, dijo: “Los laicos principalmente, por medio de los cuáles la Iglesia es principio vital de la sociedad humana, deben tener conciencia cada vez más clara no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia. Ellos son la Iglesia” (AAS 1946, 38, 149) Por el Bautismo nos hacemos Cuerpo de Cristo (Rm 6, 3): nos entregamos a ser del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; y Dios nos hace suyos igual que es suya la humanidad de Jesucristo, siendo un solo Cuerpo del que nosotros somos sus miembros (1Co 12, 27).
Al incorporarnos a Cristo, recibimos su mismo Espíritu (Ef 4, 4), nos hacemos partícipes de su Vida nueva de resucitado (Rm 6, 4-5); “nacemos de nuevo” (Jn 3, 5), nos hacemos “nueva creatura” (Ga 6, 15). Pero deberá ser para vivir como “hombres nuevos” (Rm 6, 6-11), siendo santos como es santo Jesucristo, sin pecado ya, como Cristo, “hijos de Dios” de veras en el Hijo (1Jn 3, 1), herederos con El, para resucitar con El y ser juntamente con El glorificados (Rm 8, 17). “No reine ya el pecado en nuestro cuerpo de muerte, ni hagamos ya de nuestros miembros armas de la injusticia al servicio del pecado; sino, haciéndonos de Dios, como muertos venidos a la vida, y nuestros miembros como armas de justicia al servicio de Dios, de manera que el pecado ya no domine en nosotros” (Rm 6, 12-14).
Comúnmente se afirma que “todos somos hijos de Dios”, lo cuál solamente es verdad en el sentido de que todos están destinados a ser hijos de Dios. Pero “Hijo de Dios” lo es solamente Jesucristo, como lo proclamamos en el Credo: “Creo en Jesucristo su único Hijo”. Los bautizados “somos hijos de Dios” por habernos incorporado a El por la fe y el bautismo. Y todas las creaturas gimen como con dolores de parto esperando la aparición de los hijos de Dios, para servirles a ellos y dejar de servir con esclavitud al pecado (Rm 8, 19-24) en nosotros los pecadores, pues todos hemos pecado (1Jn 1, 8).
Entendemos, como consecuencia, que, si somos en Jesucristo hijos de Dios, nuestro vivir de creyentes en El deberá ser vivir “como hijos de Dios”, igual que Jesucristo (Rm 6, 11-14), y siendo “hermanos unos de otros” como Jesucristo se ha hecho nuestro hermano (Hb 2, 11). Con Jesucristo somos verdadera “Familia de Dios”. Nuestro apostolado deberá pretender ir haciendo del mundo entero esa Familia de Dios, en la que nos amemos como hermanos igual que Cristo nos ama a todos, y el Padre nos ame como a hijos igual que a El. “Amarnos como hermanos” los creyentes en Cristo deberá ser, a la vez, nuestro principal testimonio para que todos crean y se salven (Hch 2, 46-47).
“Todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo” (1Co 12, 13). “Todos formamos un solo Cuerpo en Cristo” (Rm 12, 5). “Vosotros sois el Cuerpo de Cristo, miembros de ese Cuerpo cada uno en particular” (1Co 12, 27). De manera que como nuestros miembros hacen un solo cuerpo porque están vivificados por un mismo espíritu, así en la Iglesia hemos de hacer “un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a la que hemos sido llamados”(Ef 4, 4), porque, en la esperanza estamos ya salvados y tenemos como herencia el vivir de Dios en Jesucristo (Rm 8, 23-25).
Un solo Cuerpo, una sola Viña del Señor con una sola Vid que es Cristo, un solo Templo santo para Dios; pues los bautizados, “como piedras vivas, entramos en la construcción de un templo espiritual para formar un sacerdocio santo y ofrecer sacrificios espirituales gratos a Dios por medio de Jesucristo” (1P 2, 5), siendo la oblación nuestros propios cuerpos (Rm 12, 1). Los sufrimientos presentes no son comparables con la gloria que se manifestará en nosotros como en Cristo, resucitado de su muerte en cruz (Rm 8, 18).
Seamos, pues, de plata, de oro, de piedras preciosas, no de heno o madera vieja (1Co 3, 11-17), para ser digno Santuario de Dios vivo (2Co 6, 16) “edificados sobre el cimiento de los Apóstoles y los que anunciaron fielmente el mensaje de Cristo, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda la edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también nosotros estamos siendo juntamente edificados hasta ser morada de Dios en el Espíritu” (Ef 2, 20-22).
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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.
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