Cristo es el Sacerdote, el Profeta y el Rey
Jesucristo es “la piedra viva, rechazada por los hombres pero elegida y preciosa a los ojos de Dios; y nosotros somos piedras vivas también, que edificamos como un Templo espiritual para ejercer un sacerdocio santo y ofrecer sacrificios espirituales gratos a Dios por Jesucristo” (1P 2, 4-5). Como dice San Agustín, si “Cristo” significa “ el Ungido” como Sacerdote, “cristiano” significa “ungido con Cristo” para en El ser sacerdote igualmente; estando “ungida” no sólo la Cabeza, Cristo, sino todo el Cuerpo.
Cristo, el Ungido, se ofreció a sí mismo desde su entrada en el mundo, hasta culminar su obediencia muriendo en la Cruz, y manteniendo ahora para siempre su oblación ante Dios el Padre (Hb 10, 5-10). Del mismo modo, los cristianos conscientes de lo que son, ofrecerán sus propios cuerpos (Rm 12, 1-2) y todas las actividades de su vida como en obediencia, en unión con el sacrificio de Cristo, para la salvación del mundo en el que viven inmersos. “Todas sus obras, sus oraciones, sus iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar (con los sacrificios que conllevan), el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal”, han de ser ese “sacrificio grato a Dios por Jesucristo” (LG 34).
Actuando en todo santamente, consagran a Dios el mundo entero, haciéndolo ofrenda grata a sus ojos. Y cada semana, en “el Día del Señor”, se unen a Cristo en la Asamblea Litúrgica para, así unidos, ofrecer con El su sacrificio: de la semana que ha transcurrido y ya queda atrás, e igualmente de la semana que se disponen a comenzar manteniendo su obediencia a Dios en lo que les pedirá el vivir cada día. De todo esto es necesario que los cristianos sean más catequizados, para que lo hagan conscientes y con gusto.
Cristo es el Ungido también como Profeta, como Elías ungió “Profeta” a Eliseo (2 R 16). Es el “Profeta” que se prometió a Moisés que vendría después de él (Dt 18, 18 y Hch 3, 22). La palabra “Profeta” no significa “el que adivina el futuro”, sino “el que habla a los hombres las palabras de Dios”. Los creyentes en Cristo somos “un pueblo adquirido por Dios para anunciar las maravillas de quien nos llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1P 2, 9). Anunciar la Buena Noticia, teniendo el carisma de interpretar la Palabra de Dios, es ser “profeta”(Ef 2, 20 y 3, 5). “Hablar con unción”, podemos decir “ser profeta”.
Cristo es el Ungido también como Profeta, como Elías ungió “Profeta” a Eliseo (2 R 16). Es el “Profeta” que se prometió a Moisés que vendría después de él (Dt 18, 18 y Hch 3, 22). La palabra “Profeta” no significa “el que adivina el futuro”, sino “el que habla a los hombres las palabras de Dios”. Los creyentes en Cristo somos “un pueblo adquirido por Dios para anunciar las maravillas de quien nos llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1P 2, 9). Anunciar la Buena Noticia, teniendo el carisma de interpretar la Palabra de Dios, es ser “profeta”(Ef 2, 20 y 3, 5). “Hablar con unción”, podemos decir “ser profeta”.
Ser “profetas” con Cristo, y con Juan el Bautista, es proclamar la fuerza salvadora del Reino de Dios con el testimonio de la propia vida y el poder de la Palabra. Ser “profeta” es también denunciar el mal allí donde impere su fuerza de perdición de los hombres. Si cada Iglesia particular descubriese el carisma de los “profetas” que hay en ella, encauzándolo para el bien de todos (1Co 12, 7-11), y a través de ellos llevase el mensaje salvador casa por casa, se implantaría el Reino de Dios siquiera en el mundo de los cristianos.
“Por su pertenencia a Cristo, Señor y Rey del universo, los fieles laicos participan también de su oficio de Rey, y son llamados por El para servir al Reino de Dios y difundirlo en la historia. En el Reino de Dios, se manda sirviendo (Mc 10, 43). Viven la realeza cristiana, antes que nada, mediante la lucha espiritual para vencer en sí mismos el reino del pecado (Rm 6,12). Y después, en la entrega de sí mismos para servir, en la justicia y en la caridad, al propio Jesús, que está presente en todos los hermanos, especialmente en los más pequeños y pobres (Mt 25, 40)” (CL 14).
“Por su pertenencia a Cristo, Señor y Rey del universo, los fieles laicos participan también de su oficio de Rey, y son llamados por El para servir al Reino de Dios y difundirlo en la historia. En el Reino de Dios, se manda sirviendo (Mc 10, 43). Viven la realeza cristiana, antes que nada, mediante la lucha espiritual para vencer en sí mismos el reino del pecado (Rm 6,12). Y después, en la entrega de sí mismos para servir, en la justicia y en la caridad, al propio Jesús, que está presente en todos los hermanos, especialmente en los más pequeños y pobres (Mt 25, 40)” (CL 14).
“A los laicos les pertenece, por propia vocación, intentar el logro del Reino de Dios protagonizando los asuntos temporales del mundo y ordenándolos según Dios” (LG 31). Lo hacen “ejerciendo aquel poder con el que Jesucristo Resucitado atrae a sí todas las cosas y las somete, junto con El mismo, al Padre, de manera que Dios lo sea todo en todas (Jn 12, 32; 1Co 15, 28); con el poder del Amor de Dios manifestado en él (CL 15)
“La Iglesia vive en el mundo, aunque no es del mundo (Jn 17, 16); y es enviada a continuar la obra redentora de Jesucristo, la cual, ‘al mismo tiempo que mira de suyo a la salvación eterna de los hombre, abarca también la restauración de todo el orden temporal’ (Apostolicam Actuositatem 5). Los fieles laicos ‘son llamados por Dios para contribuir desde dentro, a modo de fermento, a la santificación del mundo mediante el ejercicio de sus propias tareas, guiados por el espíritu evangélico’ (LG 31). Dios les manifiesta su designio en su situación intramundana, y les comunica su particular vocación de buscar el Reino de Dios”, ordenando, según Dios, las realidades temporales, como dice el Concilio. (CL 15).
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Para leer la 1º Parte AQUÍ
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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.
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