P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.†
Lecturas: Jer 31,7-9; S. 125; Heb 5,1-6; Mc 10,46-52
Nos encontramos a una semana o menos de la muerte de Jesús. Jericó está a un día de camino de Jerusalén. Inmediatamente entrará en la ciudad el Domingo de Ramos, posiblemente haciendo noche en Betania, que está a una hora escasa.
La viveza de la narración, la cita del nombre del ciego, Bartimeo, y la expresión también hebrea de “Rabboní”, que los oyentes no entienden y viene en el texto griego, muestran al testigo ocular, Pedro. Marcos, excepto a los apóstoles, sólo llama con su nombre propio a Jairo y a este ciego. Es probable que perteneciese a la comunidad romana que escucha; el nombre hebreo se traduce, porque los oyentes no entienden su significado. Mateo habla de dos ciegos; Marcos de uno solo, del que da el nombre y muchos detalles, lo que refuerza la sospecha de ser muy conocido en la comunidad de Roma.
También el “Hijo de David” no aparece, dirigido a Jesús, en todo San Marcos más que aquí y en la entrada de Ramos dos o tres días después. A los cristianos de Roma, en su mayoría de origen no judío, no les decía nada. El mismo Jesús nunca se llamó así dado el concepto mesiánico de los judíos de aquel tiempo esperando un mesías puramente temporalista. El milagro y su petición refleja el concepto del Mesías no políticamente poderoso sino misericordioso con los que sufren, que cura ciegos como dice Isaías (“te he destinado a ser luz de las gentes, para abrir los ojos ciegos”, 42,6-7) y también Jeremías en lectura de hoy: “El Señor ha salvado a su pueblo. Los traeré, los reuniré. Entre ellos hay ciegos y cojos”.
Fue llevado a Jesús. El momento está descrito preciosamente por Pedro. Planta al lector en primera fila: “Llamaron al ciego diciéndole: Ánimo, levántate, que te llama. Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús” ¿Qué quieres de mí? “¿Qué quieres que haga por ti?”. Jesús y todos lo sabían. Pero quería que expresase su deseo y así se hiciese más consciente de su necesidad y viviese bien a fondo su confianza y fe.
“¡Maestro!”. Marcos, como dije, lo cita en hebreo, repitiendo a la letra la palabra del ciego: “Rabboni”, que no es simplemente Maestro sino “Maestro mío”. La expresión va cargada de confianza, de agradecimiento, de fe, de seguridad en que solo Él, solo Jesús y nadie más que Jesús puede devolverle la vista: “¡Maestro mío! ¡Que pueda ver!”. En el paralelo Mateo dice que, al curar, Jesús tuvo compasión y les tocó los ojos En Marcos Jesús sólo destaca la fe del ciego, ni siquiera le dice que vea, sino: “Anda, tu fe te ha curado.”
Jesús no hará ya más curaciones milagrosas. En Jerusalén culminará su predicación, el jueves celebrará la última Cena y el viernes celebrará la Pascua de verdad muriendo en la Cruz. Levantado en alto, el que le mire y crea en él se salvará y el que no crea se condenará. Eso mismo resucitado encargó a los discípulos: “Prediquen el Evangelio a todos. El que creyere y se bautizare se salvará; el que no creyere, se condenará” (16,15-16). La fe es el punto culminante de la catequesis de Marcos y el objetivo fundamental (v. 1,1): “Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios”.
Fe es creer en lo que no se ve. Hay una fe humana, que es creer en lo que los hombres nos dicen. Sin esa fe no se puede vivir. Compramos diarios, vemos televisión, escuchamos radio, leemos libros, trabajamos en común, mandamos hijos a la escuela… Si no se creyera a los demás, sería perder el tiempo. Reflexionando un poco seriamente, se ve que es un gran absurdo decir que no se cree más que lo que se ve. La experiencia de mis actos internos no la tengo más que yo. Mi dolor, mi alegría, mi pensar, mis sentimientos, mi querer, mi admiración, sólo yo los experimento. Creo al médico, a mis padres, a mi esposo o esposa, a mis hijos, al que me vende algo, a quien me sirve la comida, al profesor, a las noticias de los medios, etc. ¿Quién sabe quiénes son sus padres? sino creyendo. Creyendo es como sabemos más del 90% de las cosas que conocemos. Si cada uno tuviéramos que descubrir por experiencia lo que sabe, continuaríamos todos siendo unos salvajes sin conocimientos. Todo progreso humano se ha hecho y hace usando de conocimientos que en su mayor parte no hemos descubierto nosotros. El hombre cree por naturaleza, necesita creer para vivir, hace muy bien en creer, progresa creyendo y es muy razonable creer. El hombre se puede definir como el único ser del mundo que cree. Lo dicho se refiere a la fe humana, la fe del hombre en el hombre.
La fe sobrenatural, la fe cristiana, es creer en Dios que se ha revelado a los hombres. Porque el hombre no ha visto a Dios, pero Dios se le ha revelado. Y si es razonable que creamos a los hombres, los cuales nos pueden mentir o simplemente equivocarse, creer a Dios es mucho más razonable. Porque Dios no puede equivocarse pues es infinitamente sabio, ni puede mentir pues es infinitamente bueno.
Dios nos habla, a veces directamente, otras indirectamente por medio de otros hombres, pero para que nos lo comuniquen a nosotros. Ha hablado a Abrahán, Moisés, los profetas, los apóstoles, San Pablo y otros, y sobre todo nos ha enviado a su Hijo Jesucristo, para que nos comuniquen a los demás su mensaje (Hb 1,1-2). Si esto podemos comprobarlo como razonable, no cabe duda de que debemos creer en la existencia de ese Dios creador, que se nos ha comunicado, y en su mensaje. Esto en definitiva es creer en Dios y a Dios.
En efecto son muchos los hechos que de modo aplastante nos dicen que es así. Dios nos ha hablado a lo largo de la historia. Son innumerables las pruebas que hacen razonable nuestra fe: Es toda la Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento, de la que tenemos miles de copias y traducciones a las más diversas lenguas de los siglos más antiguos; son muchos escritos explicando y discutiendo los textos; son descubrimientos arqueológicos, otros textos históricos confirmatorios; son realidades actuales como los milagros que se siguen dando (cada beatificación y canonización exigen un milagro aplastante, examinado por científicos especialistas que excluyen la explicación por causas naturales). La misma existencia hoy de la Iglesia Católica, única institución social que persiste al cabo de veinte siglos sin armas, sin riquezas, cuando no hay ninguna otra organización social humana que tenga una presencia y una autoridad moral en el mundo, incluso fuera de sus límites, comparable. Todo esto demuestra que el Todopoderoso la sostiene y que lo que ella testimonia de Dios es la Verdad.
Es pues razonable creer en nuestra fe y en nuestra Iglesia. Es razonable creer en Dios que nos ha hablado y se ha manifestado en Jesucristo. Es razonable creer en que Jesús es el Hijo unigénito del Padre que se hizo hombre en el seno de la Virgen María, que cargó con nuestros pecados y murió en la cruz y resucitó por nuestra salvación. Es razonable creer en la Iglesia Católica y en que nos transmite la Verdad que Dios nos ha manifestado por Jesús y los profetas y en que perdona los pecados y nos comunica la vida y el Espíritu de Cristo en los sacramentos.
Esta fe es además para nosotros no una obligación cargosa sino la entrada a una vida maravillosa. Es como la entrada a un estadio para escuchar esos conciertos de masas o contemplar un espectáculo deportivo entre los dos mejores equipos. No se entra para estar dos horas sentados en una dura banca. Se va para disfrutar de algo inenarrable. Así es la fe. Se entra para una experiencia inenarrable, para ver algo grande. ¿Qué? Para ver a Cristo.
De aquel antes ciego dice el texto que “recobró la vista y lo seguía por el camino”. Ustedes no están ciegos, tienen fe. Sigan a Cristo en su camino. Es el camino que están haciendo el día de hoy. ¡Cuántas veces lo había recorrido Bartimeo! Pero ahora era muy distinto. Ahora veía el sol, las casas, los árboles, las flores, los colores, los pájaros, los rostros de las personas, su sonrisa y su dolor. Todo tenía una nueva dimensión, una nueva vida.
Es lo que tiene que suceder con ustedes. Tienen fe. Deben abrir los ojos y mirar. Hablo de los ojos y del mirar de la fe. La fe es el comienzo de la justificación. Nuestras obras no valen si no se hacen con fe. Hay ya una fe, que podemos calificar de elemental. Ustedes han venido a misa porque tienen fe, la fe les ha impulsado a ello. Han entrado en la iglesia, hecho la genuflexión ante Jesús en la Eucaristía, porque tienen fe. Mientras escuchan la palabra, miran como de reojo su conducta para ver en qué fallan o pueden mejorar su actitud cristiana. Dan una limosna. Frenan una intemperancia que puede molestar, porque ese hermano representa a Jesús o simplemente porque es algo bueno que Dios quiere. Podríamos ir añadiendo un montón de cosas. Todas son un ejercicio de fe.
Pero se puede mejorar; se puede hacer más. Así como los músculos se vigorizan con el ejercicio y la alimentación apropiada, también la fe. ¿Cómo? Con la oración, con los sacramentos, con las obras de caridad, con la lectura y escucha de la palabra de Dios y de la enseñanza de la Iglesia, con la participación en la vida de la Iglesia, con el ejercicio de las virtudes en la vida, en la familia, el trabajo, la vida social. Hecho todo desde la fe y con la fe más vigorosa que se pueda, el cristiano va logrando cada vez mejores marcas, aumentando su fe y sus virtudes y viendo cada vez mejor a Dios cerca y en todo. Así, por ejemplo, de la eucaristía deben salir más alegres por haber podido comunicarse con Dios y haber escuchado su Palabra; al oír la Palabra, piensen en lo que les dice para su vida actual y normal; deben salir animados a ser más amables en sus familias y allí donde vayan este domingo y más adelante.
Como ustedes comprenden, podríamos seguir así toda la mañana. No es fácil vivir de la fe; pero, cuando con la gracia de Dios se logra en alguna proporción, la vida cambia, se ve lo que no se ve más que con ella.
Bartimeo seguía a Jesús y probablemente no dejó nunca de seguirle. Pidámosle su gracia para hacerlo también nosotros: “Véante mis ojos, dulce Jesús bueno. Véante mis ojos, muérame yo luego” (Santa Teresa).
Señor, que yo te esté viendo siempre
Nos encontramos a una semana o menos de la muerte de Jesús. Jericó está a un día de camino de Jerusalén. Inmediatamente entrará en la ciudad el Domingo de Ramos, posiblemente haciendo noche en Betania, que está a una hora escasa.
La viveza de la narración, la cita del nombre del ciego, Bartimeo, y la expresión también hebrea de “Rabboní”, que los oyentes no entienden y viene en el texto griego, muestran al testigo ocular, Pedro. Marcos, excepto a los apóstoles, sólo llama con su nombre propio a Jairo y a este ciego. Es probable que perteneciese a la comunidad romana que escucha; el nombre hebreo se traduce, porque los oyentes no entienden su significado. Mateo habla de dos ciegos; Marcos de uno solo, del que da el nombre y muchos detalles, lo que refuerza la sospecha de ser muy conocido en la comunidad de Roma.
También el “Hijo de David” no aparece, dirigido a Jesús, en todo San Marcos más que aquí y en la entrada de Ramos dos o tres días después. A los cristianos de Roma, en su mayoría de origen no judío, no les decía nada. El mismo Jesús nunca se llamó así dado el concepto mesiánico de los judíos de aquel tiempo esperando un mesías puramente temporalista. El milagro y su petición refleja el concepto del Mesías no políticamente poderoso sino misericordioso con los que sufren, que cura ciegos como dice Isaías (“te he destinado a ser luz de las gentes, para abrir los ojos ciegos”, 42,6-7) y también Jeremías en lectura de hoy: “El Señor ha salvado a su pueblo. Los traeré, los reuniré. Entre ellos hay ciegos y cojos”.
Fue llevado a Jesús. El momento está descrito preciosamente por Pedro. Planta al lector en primera fila: “Llamaron al ciego diciéndole: Ánimo, levántate, que te llama. Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús” ¿Qué quieres de mí? “¿Qué quieres que haga por ti?”. Jesús y todos lo sabían. Pero quería que expresase su deseo y así se hiciese más consciente de su necesidad y viviese bien a fondo su confianza y fe.
“¡Maestro!”. Marcos, como dije, lo cita en hebreo, repitiendo a la letra la palabra del ciego: “Rabboni”, que no es simplemente Maestro sino “Maestro mío”. La expresión va cargada de confianza, de agradecimiento, de fe, de seguridad en que solo Él, solo Jesús y nadie más que Jesús puede devolverle la vista: “¡Maestro mío! ¡Que pueda ver!”. En el paralelo Mateo dice que, al curar, Jesús tuvo compasión y les tocó los ojos En Marcos Jesús sólo destaca la fe del ciego, ni siquiera le dice que vea, sino: “Anda, tu fe te ha curado.”
Jesús no hará ya más curaciones milagrosas. En Jerusalén culminará su predicación, el jueves celebrará la última Cena y el viernes celebrará la Pascua de verdad muriendo en la Cruz. Levantado en alto, el que le mire y crea en él se salvará y el que no crea se condenará. Eso mismo resucitado encargó a los discípulos: “Prediquen el Evangelio a todos. El que creyere y se bautizare se salvará; el que no creyere, se condenará” (16,15-16). La fe es el punto culminante de la catequesis de Marcos y el objetivo fundamental (v. 1,1): “Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios”.
Fe es creer en lo que no se ve. Hay una fe humana, que es creer en lo que los hombres nos dicen. Sin esa fe no se puede vivir. Compramos diarios, vemos televisión, escuchamos radio, leemos libros, trabajamos en común, mandamos hijos a la escuela… Si no se creyera a los demás, sería perder el tiempo. Reflexionando un poco seriamente, se ve que es un gran absurdo decir que no se cree más que lo que se ve. La experiencia de mis actos internos no la tengo más que yo. Mi dolor, mi alegría, mi pensar, mis sentimientos, mi querer, mi admiración, sólo yo los experimento. Creo al médico, a mis padres, a mi esposo o esposa, a mis hijos, al que me vende algo, a quien me sirve la comida, al profesor, a las noticias de los medios, etc. ¿Quién sabe quiénes son sus padres? sino creyendo. Creyendo es como sabemos más del 90% de las cosas que conocemos. Si cada uno tuviéramos que descubrir por experiencia lo que sabe, continuaríamos todos siendo unos salvajes sin conocimientos. Todo progreso humano se ha hecho y hace usando de conocimientos que en su mayor parte no hemos descubierto nosotros. El hombre cree por naturaleza, necesita creer para vivir, hace muy bien en creer, progresa creyendo y es muy razonable creer. El hombre se puede definir como el único ser del mundo que cree. Lo dicho se refiere a la fe humana, la fe del hombre en el hombre.
La fe sobrenatural, la fe cristiana, es creer en Dios que se ha revelado a los hombres. Porque el hombre no ha visto a Dios, pero Dios se le ha revelado. Y si es razonable que creamos a los hombres, los cuales nos pueden mentir o simplemente equivocarse, creer a Dios es mucho más razonable. Porque Dios no puede equivocarse pues es infinitamente sabio, ni puede mentir pues es infinitamente bueno.
Dios nos habla, a veces directamente, otras indirectamente por medio de otros hombres, pero para que nos lo comuniquen a nosotros. Ha hablado a Abrahán, Moisés, los profetas, los apóstoles, San Pablo y otros, y sobre todo nos ha enviado a su Hijo Jesucristo, para que nos comuniquen a los demás su mensaje (Hb 1,1-2). Si esto podemos comprobarlo como razonable, no cabe duda de que debemos creer en la existencia de ese Dios creador, que se nos ha comunicado, y en su mensaje. Esto en definitiva es creer en Dios y a Dios.
En efecto son muchos los hechos que de modo aplastante nos dicen que es así. Dios nos ha hablado a lo largo de la historia. Son innumerables las pruebas que hacen razonable nuestra fe: Es toda la Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento, de la que tenemos miles de copias y traducciones a las más diversas lenguas de los siglos más antiguos; son muchos escritos explicando y discutiendo los textos; son descubrimientos arqueológicos, otros textos históricos confirmatorios; son realidades actuales como los milagros que se siguen dando (cada beatificación y canonización exigen un milagro aplastante, examinado por científicos especialistas que excluyen la explicación por causas naturales). La misma existencia hoy de la Iglesia Católica, única institución social que persiste al cabo de veinte siglos sin armas, sin riquezas, cuando no hay ninguna otra organización social humana que tenga una presencia y una autoridad moral en el mundo, incluso fuera de sus límites, comparable. Todo esto demuestra que el Todopoderoso la sostiene y que lo que ella testimonia de Dios es la Verdad.
Es pues razonable creer en nuestra fe y en nuestra Iglesia. Es razonable creer en Dios que nos ha hablado y se ha manifestado en Jesucristo. Es razonable creer en que Jesús es el Hijo unigénito del Padre que se hizo hombre en el seno de la Virgen María, que cargó con nuestros pecados y murió en la cruz y resucitó por nuestra salvación. Es razonable creer en la Iglesia Católica y en que nos transmite la Verdad que Dios nos ha manifestado por Jesús y los profetas y en que perdona los pecados y nos comunica la vida y el Espíritu de Cristo en los sacramentos.
Esta fe es además para nosotros no una obligación cargosa sino la entrada a una vida maravillosa. Es como la entrada a un estadio para escuchar esos conciertos de masas o contemplar un espectáculo deportivo entre los dos mejores equipos. No se entra para estar dos horas sentados en una dura banca. Se va para disfrutar de algo inenarrable. Así es la fe. Se entra para una experiencia inenarrable, para ver algo grande. ¿Qué? Para ver a Cristo.
De aquel antes ciego dice el texto que “recobró la vista y lo seguía por el camino”. Ustedes no están ciegos, tienen fe. Sigan a Cristo en su camino. Es el camino que están haciendo el día de hoy. ¡Cuántas veces lo había recorrido Bartimeo! Pero ahora era muy distinto. Ahora veía el sol, las casas, los árboles, las flores, los colores, los pájaros, los rostros de las personas, su sonrisa y su dolor. Todo tenía una nueva dimensión, una nueva vida.
Es lo que tiene que suceder con ustedes. Tienen fe. Deben abrir los ojos y mirar. Hablo de los ojos y del mirar de la fe. La fe es el comienzo de la justificación. Nuestras obras no valen si no se hacen con fe. Hay ya una fe, que podemos calificar de elemental. Ustedes han venido a misa porque tienen fe, la fe les ha impulsado a ello. Han entrado en la iglesia, hecho la genuflexión ante Jesús en la Eucaristía, porque tienen fe. Mientras escuchan la palabra, miran como de reojo su conducta para ver en qué fallan o pueden mejorar su actitud cristiana. Dan una limosna. Frenan una intemperancia que puede molestar, porque ese hermano representa a Jesús o simplemente porque es algo bueno que Dios quiere. Podríamos ir añadiendo un montón de cosas. Todas son un ejercicio de fe.
Pero se puede mejorar; se puede hacer más. Así como los músculos se vigorizan con el ejercicio y la alimentación apropiada, también la fe. ¿Cómo? Con la oración, con los sacramentos, con las obras de caridad, con la lectura y escucha de la palabra de Dios y de la enseñanza de la Iglesia, con la participación en la vida de la Iglesia, con el ejercicio de las virtudes en la vida, en la familia, el trabajo, la vida social. Hecho todo desde la fe y con la fe más vigorosa que se pueda, el cristiano va logrando cada vez mejores marcas, aumentando su fe y sus virtudes y viendo cada vez mejor a Dios cerca y en todo. Así, por ejemplo, de la eucaristía deben salir más alegres por haber podido comunicarse con Dios y haber escuchado su Palabra; al oír la Palabra, piensen en lo que les dice para su vida actual y normal; deben salir animados a ser más amables en sus familias y allí donde vayan este domingo y más adelante.
Como ustedes comprenden, podríamos seguir así toda la mañana. No es fácil vivir de la fe; pero, cuando con la gracia de Dios se logra en alguna proporción, la vida cambia, se ve lo que no se ve más que con ella.
Bartimeo seguía a Jesús y probablemente no dejó nunca de seguirle. Pidámosle su gracia para hacerlo también nosotros: “Véante mis ojos, dulce Jesús bueno. Véante mis ojos, muérame yo luego” (Santa Teresa).
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Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima.
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.
P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita†
Director fundador del blog
1 comentario:
Cierto es padre Jose, que ciegos estamos, y nuestra ceguera es lo humano que cargamos, donde la humildad es ablandar esta naturaleza para aceptar nuestra ceguera. ¿Que vería luego Bartimeo? correspondería acaso la imagen que forjó por tiempo su ceguera, la figura del alma de aquel que lo curó, por que si hay algo que desarrollo un ciego es el ver a través de la voz y esta es la que más rápido dice lo que somos. De allí su seguridad, su fe, que no necesitó ver para creer, ya que no podía hacerlo.
Un abrazo de un ciego que quiere ver, desde su fe no con los ojos humanos, que es nada.
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