P. Vicente Gallo S.J.
A la sentencia de la Biblia “Los dos serán una sola carne”, Jesús añadió: “Y lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”. Pero de hecho son dos; no solamente varón el uno y mujer la otra, lo que ya marca características muy diferentes; sino personas distintas y con rasgos distintos en su personalidad, cada uno como persona de veras distinta. Precisamente eso los hace complementarse y hacerse más felices en ese mutuo enriquecimiento. Pero, a la vez, ello puede ser causa de tantas “diferencias” que ellas ocasionarán muchas fricciones y dificultades en la vida de relación.
El enamorarse cada día tiene que evitar que esas diferencias se conviertan en distanciamientos o en incompatibilidades. Cuando se enamoraron, y hasta al casarse, muchas de esas diferencias no se hicieron visibles; porque “el amor es ciego” y porque hay cosas de nosotros mismos que no nos gusta descubrirlas a nadie, las dejamos ocultas porque pensamos que nos harían inaceptables para el otro. Hay en nuestro propio ser eso que llamamos “vulnerabilidad”, que es el temor instintivo de que alguien, conociéndonos bien, se aproveche de nosotros, que nos ataque en nuestro punto débil, o sencillamente que nos juzgue mal. Y ese ocultamiento instintivo, permanece también después de casarse durante más o menos tiempo, pues, a la larga todo termina descubriéndose.
Pero ocurre que el manifestarnos solamente con algunos aspectos de nuestra persona y ocultar sistemáticamente otros, nos hace creer que somos así como nos manifestamos, y que no podemos ser de otra manera. Al creernos así, nos limitamos en nuestro crecimiento personal, marginando el trabajar sobre ciertos defectos para eliminarlos o para transformarlos en auténticos valores.
Sería el caso del sentir “envidia” de las cualidades, las destrezas o la dedicación y el empeño que vemos en otros: si, como se nos ha dicho que la envidia es cosa mala, nos reprimimos para no sentirla ni dejarla traslucir; y estamos así matando la sana virtud de la “emulación”, no esforzándonos para ser o tener nosotros lo que vemos en ese otro al que envidiamos.
En cualquiera de los que llamamos “pecados capitales”, podríamos encontrar ejemplos semejantes: porque todos esos instintos no son “pecados”, sino “las fuentes de los pecados”; pero que en sí mismos son instintos vitales necesarios para hacernos “personas valiosas”, alcanzando con ellos auténticos valores y logros importantes como personas. Son de hecho “fuentes del pecado” cuando no los mantenemos bajo control y los dejamos buscar objetivos malos o realizarlos de hecho. Pero no son pecado si los controlamos debidamente como “personas” responsables y no simples animales.
Para crecer es necesario tener estimación propia, y también tener ambiciones, así como tener coraje y rabia ante las dificultades para superarlas. También es necesario el instinto del goce sexual, para procrear, y para fusionarse en la unión amorosa de compartir juntos ese instinto. Igual que es necesario saber gustar la comida y la bebida, que Dios es quien las hizo deliciosas para que no perdamos el apetito de alimentarnos de ellas y saber darle gracias por sus dones de Padre previsor. Es, por fin, necesaria la emulación, apetecer lo que tienen o alcanzan otros. Y necesitamos el deseo del descanso, para no perecer trabajando sin medida, o vivir para trabajar en vez de trabajar para vivir. Esos son los siete instintos capitales que sin más se los califica de “pecados” equivocadamente.
1 comentario:
Como estas Padre Vicente?
Soy yo Jose Maria Aldariz
Me manda tu correo para jm.aldariz@hotmail.com
Fuerte abrazo
Chema.
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