Homilías: CORPUS CHRISTI (B) 2009


Lecturas: Ex 24,3-8; S. 115; Hb 9,11-15; Mc 14,12-16

La Eucaristía como sacrificio
y cima de la vida cristiana
P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.


Esta homilía podría casi limitarse a un comentario de lo que enseña el Catecismo de la Iglesia sobre la Eucaristía. Dice así: “La Sagrada Eucaristía culmina la iniciación cristiana”. Los recién consagrados por el Bautismo y la Confirmación “participan por medio de la Eucaristía … en el sacrificio mismo del Señor” (CIC 1322).

Ustedes están convencidos de la enorme importancia de la Eucaristía para la vida cristiana. El Catecismo lo confirma. Se extiende en siete capítulos al exponer la doctrina. Me limito hoy a la Eucaristía como fuente y cima de la vida cristiana y como sacrificio de Cristo.

La Eucaristía no es una mera práctica piadosa ni un elemento más en el conjunto de medios de salvación de la Iglesia. “La Eucaristía es fuente y cima de toda la vida cristiana” (1324). Es frase tomada del Concilio (LG 11), en el que se reflexionó y discutió cada palabra para que estuviese claro su pensamiento. Fuente y cima: es decir que de ella sola nos viene poder vivir en plenitud la vida cristiana y en ella sola la podremos vivir.

Vivir en plenitud la vida es hacerlo aprovechando todas sus potencialidades. Una persona puede tener grandes cualidades naturales para la música, el deporte, los estudios; pero, si no practica estas actividades, no vive en plenitud su vida. En el orden natural la persona humana para vivir en plenitud necesita de muchas cosas, sobre todo de buena salud, un mínimo de seguridad y bienes materiales, respeto, amistades, una familia unida, sentido de la vida y conocer la verdad plena y amar y ser amado (aquí se incluye la necesidad natural de conocer a Dios y de amarle y ser amado por él).

En el orden de la fe, en el caso de la vida cristiana recibida en el bautismo, la plenitud de vida consiste, dicho con suma brevedad, en conocer la Verdad, es decir a Dios, tal y como se nos ha revelado en Cristo y se manifiesta en la Iglesia, tener la experiencia de su amor infinito, recibiéndolo y dándolo, en la oración y en la caridad con el prójimo. Esto es vivir la vida cristiana en plenitud. Pues bien, para ello es necesaria –enseña el Concilio– la Eucaristía.

Consecuencia inmediata a sacar de esta doctrina, es la de aprovechar todo lo relativo a la Eucaristía con el máximo de fe y de caridad. La fe, el dolor de los pecados, el amor de Dios, la emoción estremecida del peregrino en la gruta de Belén, en el Calvario, ante las cenizas de San Pedro en Roma, ante la imagen milagrosa de Nuestra Señora en Guadalupe, aquel respeto, aquel dolor de los pecados, aquella devoción …, debemos con tanta y mayor razón tratar de provocarlos especialmente cuando venimos a la misa en domingo. La mayor ponderación del valor de la Eucaristía del domingo no es exagerar. Por eso todos avivemos la fe al máximo, cuando venimos, cuando entramos en la iglesia, cuando cantamos, respondemos, adoptamos la postura adecuada para cada momento, escuchamos la palabra, oramos, estamos presentes ante el misterio y ofrecemos con Cristo unidos a su sacrificio, de cuya víctima participamos.

Pero quisiera subrayar otro valor de la Eucaristía, que tengo la impresión de que en algo se descuida: La Eucaristía es también sacrificio; en la misa ofrecemos al Padre el sacrificio de Cristo en la cruz.

Una vez más releamos el Catecismo de la Iglesia: «En todas las plegarias eucarísticas (las oraciones desde el prefacio hasta el padrenuestro) encontramos, tras las palabras de la institución (en la consagración), una oración llamada anámnesis o memorial (hoy, por ejemplo: “Así, pues, al celebrar ahora el memorial de la muerte y resurrección de tu Hijo”). El memorial recibe un sentido nuevo en el Nuevo Testamento. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual: “Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado, se realiza la obra de nuestra redención” (LG 3). Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es también un sacrificio. El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las palabras mismas de la institución. “Esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros” y “esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros” (Lc 22,19-20). En la Eucaristía Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz y la sangre misma que derramó por muchos para remisión de los pecados (Mt 26,28). La Eucaristía es, pues, un sacrificio porque representa (= hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto. Cristo, nuestro Dios y Señor, se ofreció a Dios Padre una vez por todas, muriendo como intercesor sobre el altar de la cruz, a fin de realizar para los hombres una redención eterna. Sin embargo, como su muerte no debía poner fin a su sacerdocio (Hb 7,24.27), en la Última Cena, “la noche en que fue entregado”(1Co 11,23), quiso dejar a la Iglesia su esposa amada, un sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza humana), donde será representado el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz, cuya a memoria se perpetúa hasta el fin de los siglos (1Do 11,23) y cuya virtud saludable ese aplicaría a la redención de los pecados que cometemos cada día (Cc. de Trento, DS 1740)» (CIC 1362-1366).

De aquí que sea un gran error el de aquellos que no van a misa porque no pueden comulgar, como si la misa fuese un mero prerrequisito para tener formas consagradas. En rigor la misa (y en ella el momento esencial de la consagración) como memorial de pasión, muerte y resurrección de Cristo, contiene lo más importante de la misión de Cristo y es la fuente de las demás gracias de Dios. Por ello el Catecismo dice también: “Los demás sacramentos, como también los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan” (CIC 1324)

En la misa, como María, como Juan, como María Magdalena, estamos al pie de la cruz. Es un sacrificio por los pecados de todos los hombres y de todos los tiempos, también por los nuestros. Estemos con la fe más viva que podamos. Pidamos perdón, demos gracias, confiemos, ofrezcamos nuestros propios sacrificios como agua mezclada con la sangre de Cristo, miremos al traspasado, bebamos aquella sangre, comamos de la víctima, resucitemos con su fuerza, recibamos el Espíritu de Jesús moribundo.
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