P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita †
Lecturas: Jb 38,1.8-11; S. 106; 2Cor 5,14-17; Mc 4,35-40
Terminó con la fiesta del Corpus Christi el periodo que cada año dedica la Iglesia al misterio pascual, la pasión, muerte y resurrección de Jesús, la fundación de la Iglesia en Pentecostés y los dos grandes misterios de la Trinidad y la Eucaristía, fuentes de vida de la fe y peregrinar cristianos. Domingo a domingo volvemos la mirada a Jesús en su vida pública. El día de resurrección recordó el ángel a los discípulos el mandato de Jesús de volver a Galilea. “Allí me verán” – les dijo–. En Galilea siguió apareciéndoseles hasta la Ascensión. En contacto con Jesús resucitado pudieron comprender el significado profundo de aquellas palabras y hechos. Es lo que hacemos en la Iglesia a lo largo del año litúrgico. Habiendo creído en Cristo resucitado, en conversación oracional con Él, a sus pies vamos a ir recordando con fe y amor sus palabras y hechos, y sacaremos lecciones y fuerzas para nuestra vida.
Pero además todo el Antiguo Testamento es la constatación escrita del empeño salvador de Dios desde que Adán, nuestro primer padre, cometió el primer pecado. Esa historia culmina en Cristo. Todos los acontecimientos y figuras del Antiguo Testamento, por eso, tienen referencia a Cristo y su obra y así hay que leerlos. Leerlos sin esa referencia es condenarse a no entenderlos y a que no sirvan sino, a lo sumo, para satisfacer la curiosidad. También esta referencia procuraremos tenerla en cuenta.
El hecho del evangelio de hoy ocurre probablemente ya muy avanzado el segundo año del ministerio apostólico de Jesús. Es una catequesis sobre la confianza que debemos tener en Jesús. Jesús está presente en cualquier circunstancia de nuestra vida. Desde luego que a veces nos vamos a encontrar con los discípulos en la barca – no olvidemos que es la barca de Pedro, símbolo de la Iglesia – sacudidos por tempestades, promovidas por condiciones normales de la vida humana y por la falta de comprensión y persecuciones del prójimo. Jesús predijo que nos enviaba como ovejas entre lobos y nos advirtió que fuésemos prudentes como serpientes. Debemos aceptar en nuestra vida la existencia de dificultades, de tempestades, de cruces, enfermedades, falta de plata, disgustos, incomprensiones, maledicencias, fracasos, etc. Son cosas que a veces nos alteran mucho.
En el Antiguo Testamento Job es el prototipo del justo que sufre sin culpa personal. La lectura de hoy es la respuesta definitiva que da Job a Dios aceptando su sufrimiento: humilde confiesa su ignorancia y, aunque no ve en sí un pecado como causa de un castigo de Dios, se somete con fe al designio misterioso de Dios. Dios acepta esta respuesta como buena. En cambio condena a los cuatro amigos, que, aparentemente más piadosos, le decían que Dios le castigaba por sus pecados. Job es símbolo de la pasión de Cristo. Dios, en el Antiguo Testamento, no responde sino de modo incompleto a la pregunta del por qué el sufrimiento. La respuesta plena está en Cristo con otro misterio: el misterio de la pasión de Cristo.
Encontramos esta respuesta en el pequeño fragmento de la segunda lectura de hoy: Cristo, que representaba a todos los hombres, sufrió y murió por todos los hombres, pagando con su obediencia hasta la muerte los pecados de todos sus hermanos. Por eso todos murieron en Él. Éste es el criterio para juzgar la muerte de Cristo y no otro.
La tempestad representa todo lo que nos molesta y da dolor en la vida. Para algunos el que Dios permita el hambre y la crueldad de los inocentes ha sido y es un motivo de escándalo y de ateísmo: ¿Dónde está Dios? Si Dios existiese no permitiría ni hubiera permitido la trata de blancas, de niños inocentes, las cámaras de gas, el hambre de los pobres, etc. Jesús va con ellos en la barca; pero no hace nada para sacarlos del apuro; ni da órdenes ni agarra un remo; y encima duerme tranquilo. “¡Maestro! ¿No ves, no te importa que nos hundamos?”. Tú has curado enfermos, has resucitado muertos, has convertido pecadores, has hecho grandes maravillas. ¿No te importa lo que me pasa, lo que sufro, mi desesperación, mi impotencia?
Saber sufrir cristianamente no es fácil. Es cierto que a veces nos castigamos con nuestros propios pecados y defectos. El estudiante perezoso que es reprobado; el violento que levanta el rechazo en su contra. El que ha prescindido de Dios en su vida, el que deja a Cristo que duerma a su lado para que no le moleste, no tiene mucho derecho a quejarse de nada cuando tiene que tragar su propia medicina.
Pero otras veces no es así. Se escarba en los propios pecados y no se encuentran o no se les ve suficientemente graves para aceptar lo que pasa como un castigo justo y se revuelve uno contra Dios. Dios no es bueno, no es misericordioso, no me ama. Y viene la tentación de rechazar a Dios.
Recuerden que Jesús sufrió no por sus pecados sino por los nuestros, recordemos que su camino es el nuestro: cargar con la cruz. Esta cruz tiene el peso de nuestros propios pecados, nuestros defectos nos hacen sufrir y tenemos que aguantar algún sufrimiento para corregirlos. También tiene el peso de los ajenos, pues los defectos ajenos nos hacen también sufrir. Pero además no olvidemos que hemos de completar lo que falta a la pasión de Cristo (Col 1,24), es decir que debemos ofrecer nuestros sacrificios a Dios para que, compensando de alguna manera los pecados del prójimo, Dios se sienta movido a dar mayores gracias de conversión a los pecadores.
Cristo no va dormido. Con más frecuencia nos dormimos nosotros en nuestra relación con Él. Con frecuencia las tempestades, que sufrimos, tienen la ventaja de despertarnos para darnos cuenta de que Jesús navega a nuestro lado. Espantados o confiados, no dejemos nunca de pedirle que nos ayude en todo. No basta nuestra habilidad y nuestro empeño. Es necesario que Él esté junto a nosotros. Su presencia y sus órdenes sostienen nuestro remar y, cuando sea necesario, también calmará los vientos, pues “¡hasta el viento y las aguas le obedecen!”.
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