San Alonso Rodríguez S.J.

(1531 – 1617)

Fiesta: 31 de octubre


A los ojos de Dios poco o nada significa la oscuridad o el brillo de la ocupación exterior; lo que El aprecia es el amor, la generosidad y la perfección con que cada uno cumple sus deberes. Esta es la gran lección que nos da el Santo Jesuita, que celebramos el 31 de octubre.

Alonso Rodríguez nació en Segovia el 25 de julio de 1531 y fue, entre once hermanos, el tercer hijo de Diego Rodríguez y María Gómez de Alvarado. Su madre le infundió desde pequeño una gran devoción a la Virgen. Absorto ante una imagen de María, se le oyó exclamar un día: “¡Oh, Señora, si supieseis cuánto os quiero! En verdad, que no podéis Vos amarme más a mí.”

“Te engañas, hijo,- oyó que le contestaba Ella suavemente- mucho más te quiero yo a ti, que tú a mí.”

El primer contacto con los Padres de la Compañía de Jesús lo tuvo Alonso a los diez años, en una Misión que dieron en Segovia. Su padre los hospedó en una casa de campo y encargó al niño que los atendiese. El no se separó un momento de los Misioneros que le enseñaron la Doctrina Cristiana y el modo de rezar el Santo Rosario.

En 1544 pasó a la Universidad de Alcalá con su hermano Diego, pero, al terminar el primer curso, murió su padre y tuvo que volverse a Segovia para llevar adelante el negocio, que era lana y paños. No había nacido para comerciante. Instado por la madre se casó el 1557 con María Suárez y Dios le bendijo muy pronto con un niño y una niña.

Hasta aquí todas habían sido líneas torcidas con las cuales Dios iba preparando la recta de su vida. Los negocios le fueron mal; la niña murió muy pronto y la esposa al año. Alonso tenía 32, y un solo lazo le unía aún al mundo: el pequeñuelo de tres años. Preocupado por su porvenir, en un arranque de noble generosidad, renovó la oblación de Blanca de Castilla. “Dios mío, si más tarde os ha de ofender gravemente, llevadlo ahora al cielo.” Un mes más tarde, la Divina Providencia en sus inescrutables designios, segaba la vida del niño y con él el último lazo que ataba al padre a la tierra.
Alonso creyó en su humildad que todas las pruebas eran castigo de sus pecados. El horror al pecado fue en él una especie de obsesión; prefería padecer todas las penas del infierno, antes de ofender a Dios. Hizo una confesión general de toda su vida, empezó a ayunar los viernes y los sábados, a usar la disciplina y el cilicio y a hacer largas horas de oración. El mercader de paños se había transformado en mercader evangélico de la margarita preciosa. “Estaba yo absorbido en los negocios, cuando Dios me mandó algunos trabajos, por medio de los cuales vine en conocimiento de mi mala vida pasada y de la miseria del mundo.”
Pensó en seguida en la vida religiosa. Pasaron seis años hasta que se resolvió entrar en la Compañía de Jesús. No tenía apenas estudios y llegaba ya casi a los cuarenta años de edad. Por eso su admisión tropezaba con serias dificultades. Tenía también poca salud, empeorada con las penitencias. El Provincial de Castilla se negó a admitirlo. Le aconsejaron entonces que acudiera al de Aragón y se trasladó a Valencia para ello. Tobo que esperar todavía casi dos años, ejerciendo el cargo de Preceptor en dos familias distintas. Las dificultades para su admisión casi aumentaban. Por fin, el P. Antonio Cordeses, Provincial, cortó por lo sano, diciendo que no quería privar a la Orden de un Santo.
Alonso empezó su Noviciado el 31 de enero de 1571 como Hermano coadjutor, para servir en los oficios humildes de casa. A los seis meses lo enviaron a Mallorca, al Colegio de Monte Sión, que debía ser el campo donde derramase el perfume de sus escondidas virtudes, durante cuarenta y seis años de vida religiosa. Hizo sus primeros votos el 5 de abril de 1573, y los últimos en 1585. No tuvo más que un cargo hasta que murió en 1617, el portero del Colegio. Para los que conozcan el movimiento de un Colegio jesuita, algo dice de su trabajo; pero siempre se trata de una historia escondida y nada lucida y variada. ¿Cuántas veces abriría la puerta? Dios sólo lo sabe. Alonso se contentaba con que Dios le abriera al final de su vida una vez la puerta del cielo.
Aquel abrir y cerrar la puerta monótono y trabajoso para un viejo no era una acción mecánica, sin alma y vida; era algo vivo, informado por una luz, por un amor: “Acostumbraba esa persona, escribe el Santo refiriéndose a sí mismo, acudir a abrir la puerta como al mismo Jesucristo en persona, dándole muestras de gran alegría, así como cuando se recibe a alguno que viene de muy lejos, con señales de mucho gozo y regocijo. Y Nuestros Señor se aparecía entonces, cuando menos lo pensaba, y lo veía venir a su encuentro en compañía de innumerables ángeles y de María Santísima.”
Esta mirada sobrenatural que nace de la fe y del amor, es la que da vida y mérito a las obras más pequeñas. Sin ella las más grandes y gloriosas a los ojos de los hombres, no valen nada delante de Dios.
San Alonso, aún en las acciones más comunes y pequeñas, estaba en Dios, amándole. Un día en la bendición de la mesa, se sintió transformado. Dios se le comunicó y le reveló que todos aquellos jesuitas, compañeros suyos en la mesa, lo serían también otro día en el convite de la gloria.

-¿Cuánto cree mi Hermano que podrá distraerse en todo el día?
-Paréceme que todas mis distracciones juntas no excederán de algún Credo.

Estaba siempre con el Rosario en la mano, la llave del cielo, Jamás descuidó la puerta del Colegio, pero le interesaba más la del cielo. De tanto pasar las cuentas del Rosario, las escaleras del cielo, tenía hechos callos en los dedos.
El oficio de portero lleva a veces también la obligación de acompañar a los que salen. Ya anciano recibió un día la orden de acompañar al P. Barrasá, hasta el castillo de Bellver. El camino era una cuesta de tres kilómetro y el calor sofocante. El Padre iba delante rezando el Breviario; el Hermano detrás con su Rosario. De repente se le apareció la Virgen, acompañada de muchos coros de ángeles y santos; muy sonriente lo anima y, sacando un blanquísimo lienzo, le enjuga el copioso sudor que corría por su rostro. Así correspondía la Virgen a la devoción de su siervo.
Siete años enteros padeció muy fuertes trabajos para defender la virtud angélica. El demonio no ahorraba medio para combatirlo. Imaginaciones, fantasmas, golpes, con amenaza de que no le dejaría dormir ni descansar nunca. “Hasta el día del Juicio, contestó Alonso, estoy dispuesto a sufrir por Jesucristo.”
Desde los primero meses de 1617 no pudo abandonar el lecho. Era su última purificación, para pasar limpio al abrazo del cielo. El 30 de octubre abrió los ojos, miró el Santo Crucifijo y se durmió con la palabra de Jesús en los labios. Su vida escondida ha dejado huella más profunda que la de muchos grandes sabios. Y es que lo que da valor al hombre no es ni el talento ni la riqueza, sino las obras buenas.
Tomado de Santos y Beatos de la Compañia de Jesús. P. Juan Leal S.J. 1950.

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