Gracias a Aquel que nos amó

P. José R. Martínez Galdeano s.j.
Reflexión sobre 2Tim 4,6-8.17-18

Porque yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe. Y desde ahora me aguarda la corona de la justicia que aquel Día me entregará el Señor, el justo Juez; y no solamente a mí, sino también a todos los que hayan esperado con amor su Manifestación.
Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todos los gentiles. Y fui «librado de la boca del león». El Señor me librará de toda obra mala y me salvará guardándome para su Reino celestial. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.


Es tal vez la carta más conmovedora. Pablo está en la cárcel. Estuvo una primera vez y salió libre. Ahora presiente que no va a ser así, que morirá condenado a muerte: “Estoy a punto de ser sacrificado y el momento de mi partida es inminente”. Está solo; sólo le acompaña Lucas, acompañante de sus viajes y autor de un evangelio y del libro de los Hechos de los Apóstoles. Se siente viejo. Escribe a Timoteo, discípulo muy querido, hijo de una familia muy querida, de los primeros convertidos en la ciudad de Listra. Se unió al grupo de compañeros de Pablo en el segundo viaje, cuando Pablo visitó Listra, y desde entonces le acompañará en sus viajes. Está en Éfeso al cargo de aquella Iglesia, en la que sucederá a su maestro.

Pablo escribe con el corazón en la mano: “Yo estoy a punto de ser sacrificado y el momento de mi partida (de la muerte) es inminente. He combatido bien mi combate (enorme su esfuerzo predicando el Evangelio desde Asia, las actuales Palestina, Siria y Turquía, hasta el otro extremo del Mediterráneo, España), he corrido hasta la meta (nueva alusión a la muerte), he mantenido la fe (ha sufrido persecuciones, ha escrito numerosas cartas a comunidades amenazadas por el error). Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida”. Se siente cansado, pero no fracasado. Hay otro mundo, existe la vida eterna, existe el Cielo, existe el premio y existe un juez justo. ¡Cómo le ha amado Pablo desde que aceptó su derrota y la victoria de Cristo por amor! “¡Mi vivir es Cristo! ¡Llevo impresas sus llagas en mi cuerpo!” (Flp 1,21; Ga,6,17). Casi veinte siglos más tarde dirá otra gran amante de Jesucristo en circunstancia igual, Teresa de Lisieux, ante la muerte: “¡Qué felicidad saber que me va a juzgar Aquel, a quien he amado tanto!”. El mismo lenguaje, el mismo amor.

Es maravilloso, es conmovedor ver a Pablo en la cárcel ante la muerte, sin miedo, lleno de fortaleza y esperanza, deseando el encuentro con Cristo, que espera será pronto. Aunque no sea más que con la imaginación, acercarse a ese momento sacude de emoción; una corriente que estremece, recorre el cuerpo y el alma.

El texto litúrgico que reflexionamos salta unas líneas, pidiendo a Timoteo que se apresure a ir a Roma. Pablo tiene miedo a no llegar a verle antes de morir. Se añaden unas breves noticias y recomendaciones. Luego prosigue. Afrontó la primera sesión del tribunal; estuvo, como dice, ante “la boca del león”; su actitud no dejaba lugar a dudas sobre el resultado de la sentencia: va ser sacrificado. Tal vez presidió el mismo emperador romano, Nerón; la administración de la justicia era una de las funciones imperiales importantes, que desempeñaba personalmente. Pero no se amilanó. El Espíritu cumplió la promesa de Jesús (Mt 10,20): “El Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles”. Tal vez no habían oído el Evangelio nunca o les había sido adulterado; pero él, Pablo, había podido dar a aquellos paganos, tan ignorantes del Dios verdadero, una síntesis veraz y precisa del mensaje de Jesús. Le escucharon: “Él me libró de la boca del león”. Y culmina su recuerdo victoriosamente: “El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. ¡A Él la gloria por los siglos de los siglos. Amén!”. Así termina la carta. Añadirá sólo varios saludos de parte suya y de otros.

Impresionante el momento. Solo, encarcelado, sin defensa, ante la muerte próxima, “sabe de quién se ha fiado” (2Tim 1,12). Sintiendo a Dios muy cerca, con una historia personal de apasionado enemigo de Jesús y otra etapa de igualmente apasionado seguidor de Cristo hasta las últimas consecuencias (de Cristo crucificado), no tiene miedo. Ha amado hasta la muerte y ahora sabe que es amado por quien amó y ama infinitamente. No tiene miedo: Me salvará, me llevará a su reino del cielo. “¿Quién me separará del amor de Cristo? Ni la muerte, ni la vida, ni criatura alguna” (Ro 8,38s). El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo. ¡A Él la gloria por los siglos de los siglos. Amén”, así sea, así será.

Precioso el ánimo y la fe que anima a Pablo a enfrentar su muerte. Ojalá que sean los nuestros en aquellos momentos. Temo que hoy no sea lo más común. Al menos a veces a los cristianos nos falta la fe suficiente para ayudar a nuestros moribundos a afrontar la muerte con un espíritu que recuerde al de Pablo. No pocos de nuestros fieles mueren en la cama, pero sin haber recibido los sacramentos. Uno piensa para qué se llama al sacerdote para que ore sobre un difunto, al que se le ha dejado morir sin la confesión, ni el viático, ni la unción de los enfermos. Y si se llama al sacerdote para administrar la unción, mi experiencia frecuente es que el moribundo ya no traga, no habla y hasta se encuentra ya en coma. Caigan todos en la cuenta que es obligación grave de piedad y caridad proporcionar a un enfermo grave la oportunidad del perdón y del auxilio de Dios en momento tan decisivo para su salvación eterna.

Según la opinión general de los teólogos la perseverancia final, el morir en gracia de Dios, es una gracia especial distinta del mero conservarse en gracia. Es como el que sube a una alta montaña. No le basta su empeño. Si no bebe durante el camino, sus fuerzas no le alcanzarán para llegar a la cumbre. Hace falta una gracia especial para triunfar en la agonía, en la lucha última con la muerte, para morir con Cristo. De la muerte del justo joven dice la Biblia: “Su alma era del agrado del Señor; por eso se apresuró a sacarle de entre la maldad” (Sab 4,14). Si la fe no es posible sin la gracia, la perseverancia y la coherencia con ella en el decisivo momento final y para siempre, con mayor razón. La Iglesia no la supone sin más. La Iglesia, siguiendo las apremiantes recomendaciones del Señor, insta a todos a pedirla y además con frecuencia.

Cristo ha dotado a su Iglesia de un sacramento especial cuyos efectos son el perdón de los pecados (caso de que la confesión no sea posible), la misma salud corporal (si conviene a la salvación) y el fortalecimiento de la fe, esperanza y caridad para vencer las tentaciones y asumir la muerte. Que una persona sea anciana o vaya a sufrir una operación con peligro de muerte, es razón que justifica la recepción de la unción de los enfermos. En la piedad tradicional cristiana se incluye la oración, que ha de ser constante y normal, por el don de la perseverancia final. Es costumbre que se ha perdido en muchos casos, y es importante que todo cristiano piadoso recupere. “Velen. Su adversario el Diablo ronda como león rugiente (no pensemos nunca que se acabaron los peligros) buscando a quién devorar. El Dios de toda gracia (toda gracia es don de Dios), el que les ha llamado, Él les restablecerá, afianzará, robustecerá y consolidará. A Él el poder por los siglos de los siglos. Amén” (1Pe 5,8-11). Porque “en todo salimos (y saldremos) vencedores gracias a Aquel que nos amó” (Ro 8,37).

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