P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Reflexión sobre la Oración
Tomada de la Homilía del Domingo 16 T.O. (A)
Y de igual manera, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios. Ro 8,26-27.
Se puede decir que el contenido de esta pequeña perícopa de la carta de Pablo se veía venir. Esa maravillosa riqueza de la vida del Espíritu, que Pablo ha explicado de alguna manera; el grito de la creación que pide al cristiano que la reoriente hacia su meta, Dios, ya que él es el “sacerdote” de la creación; su propia realidad humana que, vivificada por el Espíritu, aspira a la inmortalidad, están llevando al creyente a la oración. Porque orar es estar con Dios; y todo ese dinamismo del Espíritu, dado por el bautismo, nos está diciendo a gritos: ¡Hijo de Dios! ¡Que eres hijo de Dios! Que Dios te ama. Que no tienes que esperar a nada más, para ser el dueño y heredero de su Reino. Que para ti está creado todo este mundo. Que además vas a ver y llegarás a poseer la persona y el amor de lo más maravilloso, de lo más grande, de lo más bello que puede existir, muy superior a todo lo que puedes inventar con tus pinturas ni imaginación, y sin temor a perderlo jamás.
El solo recoger mentalmente ese conjunto de reflejos de tantas maravillas nos inclina espontáneamente a reconocer, agradecer, tomar conciencia de ser amados por pura gracia, de que ese amor y nada más basta para ser completamente felices, de que ese amor es la fuente de la vida, de que vivir de verdad es amarle e invitar a todos con entusiasmo a que le amen, a que el Amor sea amado. Pues bien: Esto es la oración. La oración es la actitud normal de quien se da cuenta de que quién es Dios, de que está ante Él, de que lo tiene cercano, muy cercano, dentro de sí.
Si la vida nuestra consistiese en solo vivir del Espíritu que se nos ha dado en el bautismo, esto sería evidente, clarísimo, más claro que saber si pienso cuando pienso o quiero cuando quiero. Es absurdo hacerse problemas. Pero, por desgracia, en nosotros hay como dos personas: junto al hombre nuevo nacido en Cristo por el bautismo está el viejo, nacido en Adán, de la tierra, con la concupiscencia, tan frágil ante la tentación y el pecado (v. Ro 7,14-23). Porque también es verdad que “el pecado está en mí” (7,17) y “en pecado me concibió mi madre” (S. 51,7), y que muchas veces, queriendo hacer el bien, acabo haciendo el mal” (Ro 7,19). Por eso necesitamos de la ayuda de Dios, de su gracia inmerecida para superar ese peso continuo de la concupiscencia. Porque además el Demonio nunca está tranquilo y pone todos los obstáculos y utiliza todas las mentiras para detener nuestra progresiva conversión a Dios (1Pe 5,8).
La gracia nos es necesaria. Y la gracia no se obtiene más que con la oración. Lo dice el mismo Jesucristo (v. Lc 22,40.46). Así que la oración es necesaria con una necesidad ineludible.
Y al mismo tiempo la oración es una actividad connatural de la fe. Porque ¿el que no ora, cree? ¿Quién lo sabe? Una persona totalmente indiferente a otra, que no la saluda cuando se cruzan (lo que sucede a menudo), ¿es el padre, el hijo, el amigo, el esposo o la esposa...? Los hechos ¿no manifiestan lo contrario? No basta con orar, cierto, pero también es verdad que quien no ora, no vive cristianamente.
¿Por qué se confiesan algunos con frecuencia y siguen cometiendo los mismos pecados años y años? Porque no oran. Y no basta con confesarse, hay que orar. Orar es necesario. Y a lo necesario o se le da el tiempo debido o se muere. La fe muere si no se ora. El Catecismo de la Iglesia Católica le dedica un gran espacio, cien páginas, señal de la gran importancia que tiene.
Pero además orar es un privilegio. Se va a Roma o a Sydney a ver al Papa y se pide un billete para tener un buen sitio. La oración es una audiencia con el Señor del cielo y de la tierra, con nuestro Padre y Creador, del que pende nuestra existencia y felicidad eterna, a quien le debemos todo.
La oración es fácil para quien se siente pobre. Constátenlo en la Biblia y en los Evangelios. Viene un ciego y pide ver. Viene un leproso y pide que le limpie. Una pecadora y no dice nada, llora y besa los pies de Jesús.
Orar es espontáneo cuando la fe es ardiente. Entonces es muy fácil que desde el corazón broten “perdóname”, “ten misericordia”, “ayúdame”, “límpiame”, “gracias”, “bendito seas Señor”, “te amo, Dios mío” y un montón de expresiones semejantes que llenan los labios y el corazón.
Se puede y se debe aprender a orar y a orar mejor. Es aconsejable leer libros sobre la oración. El primer consejo para aprender a orar es orar. Así se aprende a caminar, a nadar, a hablar. Hay que dar tiempo a la oración.
Lo más necesario para orar es la humildad y la confianza en la misericordia de Dios. Entonces “el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos orar como es debido, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos que no se pueden expresar con palabras”. No hacen falta grandes ideas ni literariamente bien expresadas. Ni hacen falta grandes sentimientos. El Espíritu suple las limitaciones del orante.
“Por su parte Dios, que examina los corazones, sabe cuál es el deseo de ese Espíritu, que intercede por los creyentes según la voluntad de Dios”. No hay que estrujar la frase para comprender su significado. Está claro. Basta ser humilde y confiar.
Oremos “con gemidos”. Gemir expresa sentimientos profundos e irrefrenables. Gemir expresa confianza en que se conseguirá inclinar la voluntad salvífica de Dios. Gemir dice fe. Oremos así y no nos cansemos. Así nos dice Jesús que oremos en la parábola del amigo importuno (Lc 11,5-8), de la viuda y el juez injusto (Lc 18,1-8).
Oremos como nos enseña Jesús en el Padre nuestro. Muchas oraciones no se parecen al modelo que da Jesús ni siquiera en la petición del pan de cada día. Pidamos por el Reino de Jesús, por la Iglesia, por sus obras apostólicas, por la corrección de nuestros defectos, para conocer lo que Dios quiere de nosotros, para aceptar su voluntad, para ver su mano providente en nuestra vida, para perdonar, para aceptar la voluntad de Dios, para que nos de la gracia de conocerle mejor, de amarle más, de saber hablar bien de él, para no caer en la tentación, para librarnos de ser engañados por el diablo.
Oremos respondiendo a Dios, que habla primero: en la Escritura, en las cosas que nos pasan en la vida, buenas y malas, placenteras y molestas.
Y una observación final, muy importante. Orar es siempre bueno. No siempre se siente devoción. Pero, aun sin ese sentimiento, orar es actuar con fe, esperanza y caridad, orar es escuchar y estar con Dios, orar es vivir según el Espíritu. ¿Negará alguien su valor? Oremos que el Espíritu vendrá en nuestra ayuda y potenciará su eficacia.
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