P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Reflexión sobre la Asunción de la Virgen María
Tomada de la Homilía con ocasión de la fiesta de la Asunción de María al Cielo.
Celebramos hoy una de las grandes fiestas de la Virgen María. Cuatro son las verdades acerca de María que pertenecen a nuestra fe, son enseñadas infaliblemente por la Iglesia y constituyen la base firme de nuestra devoción y del culto a la Virgen María:
La maternidad divina de María. María es madre de Dios, de Jesús cuya naturaleza humana fue concebida en su seno. Jesús nunca existió sin ser el Hijo de Dios.
La segunda verdad, también de fe, sobre María es su virginidad. Está unida a su maternidad divina. Concibió a Jesús sin intervención de varón; y siguió siendo virgen hasta su muerte.
La tercera es su concepción inmaculada: en atención a su destino de madre de Dios fue liberada por Dios de todo pecado, aun el original, en previsión de los futuros méritos de Jesús en la cruz, “a futuro”, y fue colmada de gracia santificante en el mismo momento de la concepción por sus padres.
La cuarta verdad es la que hoy conmemoramos: que María ha ido y está ya en cuerpo y alma en el Cielo. Nos ha precedido. En el credo decimos de nosotros mismos: “Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna”. Ahí nos incluimos nosotros mismos. No hemos de desaparecer. No ya el alma, tampoco el cuerpo. No sabemos cómo. No sabemos lo que será de este mundo. Sí sabemos que este género humano desaparecerá de la tierra y que los que se salven irán junto a Dios por toda la eternidad.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma con decisión que María “es verdaderamente la Madre de los miembros de Cristo” (963) y que “el papel de María con relación a la Iglesia (ser la Madre de todos los cristianos) es inseparable de su unión con Cristo y de ella (de su unión con Cristo) deriva directamente” (964). Es decir que no conocemos plenamente a María y su relación con Jesús si no la conocemos como nuestra Madre con lo que ello comporta. Maternidad de Cristo y maternidad de la Iglesia y no se pueden comprender la una sin la otra. Por eso el Papa Juan Pablo II en la Encíclica Redemptoris Mater, que nos escribió con motivo del Año Mariano, que se celebró durante su pontificado, añade que se puede afirmar que la Iglesia aprende de María su propia maternidad y que los progresos del pueblo cristiano en la comprensión del misterio de la Iglesia se viven en mayor profundidad si se viven parejos a la profundización del misterio de la Virgen María.
El misterio salvífico de María corre unido estrechamente a su unión con el misterio de Jesús y de la Iglesia: Ya desde su concepción inmaculada y de la plenitud de gracia recibida cuando comienza su existencia, en la encarnación del Hijo de Dios en su seno, a lo largo de su vida y hasta la cruz, en el alumbramiento de la Iglesia en Pentecostés y hasta su muerte (pues es más general entre los teólogos el hecho de su muerte) y tras ser llevada en cuerpo y alma al cielo ( sin morir como piensan algunos pocos teólogos o tras su resurrección corporal como opina la mayoría).
María acompaña maternalmente el caminar de la Iglesia desde el principio de su existencia. Lo hizo en cierta forma durante la vida mortal de Jesús y continúa después de su muerte, desde que nace la Iglesia en Pentecostés y después de su asunción a los cielos. Hoy dedicamos este día a celebrar, meditar este misterio y orar a María con motivo de su celebración. Pertenece a la fe de nuestra Iglesia.
“El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra”. De esta forma anunció el ángel a María su maternidad divina y le despejó los obstáculos para su aceptación. El mismo Espíritu cubriría a la pequeña iglesia naciente el día de Pentecostés y también María formaba parte de aquel grupo que por diez días había esperado y rogado intensamente la venida del Espíritu. Nacía la Iglesia para ser la Madre de todos los creyentes, nacía como María por obra del Espíritu Santo, nacía para obrar la palabra que le había confiado Jesús que predicase hasta el fin del mundo y de los tiempos.
Así María y la Iglesia son la mujer del Apocalipsis, que ha concebido en su seno un Hijo varón y es perseguida por el Diablo, cuya baba no podrá alcanzarla, pero intentará hacer la guerra al resto de sus hijos, los que tenemos que atravesar todavía el desierto de esta vida (v. Ap. 12). Pero como Jesús a sus discípulos les prometió que les iba a preparar un lugar con Él en los Cielos, así también la Virgen María lo hace con nosotros.
Testimonio de esto y de la maternidad activa y actual de María respecto de todos nosotros y de la Iglesia es el creciente manifestarse a sus hijos en los sitios más diversos y con gracias maravillosas de milagros corporales y espirituales en lugares de culto y peregrinación mariana, y sobre todo en el fondo de los corazones, en los que María entra como madre, consuela, anima, resucita la fe y se deja oír aquel: “Hagan todo lo que Él les diga”.
En este momento María se siente Madre de la Iglesia y de todos sus hijos. No dejará de escucharnos y la historia llenaría bibliotecas con testimonios de conversiones, curaciones, gracias de lo más diversas. Recurran, hermanos, a su protección en sus problemas, en sus necesidades, sobre todo en la necesidad del agua y del vino de su Hijo, para hacer de nosotros verdaderos hijos de Dios.
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