SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA
15. Valor soteriológico de Pentecostés como consumación de la Nueva Alianza.
En la época inmediatamente
anterior a Cristo, la fiesta de las Semanas o Pentecostés, no estaba sino
relación con la alianza del Sinaí. En efecto, el libro de Jubileos considera
esa fiesta como destinada a celebrar cada año la renovación de la alianza.
Según los Jubileos, Dios había pedido a Moisés esa renovación, mediante la
aspersión de sangre que se hacía sobre el pueblo; era una renovación, porque la
Alianza del Sinaí perpetuaba las alianzas anteriores estipuladas con Noé y con
los patriarcas. Sin embargo, el nexo entre Pentecostés y la Alianza, es todavía
mas profundo. En el A T la alianza
definitiva había sido anunciada como presencia del Espíritu de Dios en el
pueblo.
Si el libro de Isaías profetiza
que el espíritu de Yahvé reposará sobre el Mesías, Is 11, 1; 61, 1, contiene
igualmente un oráculo que extiende a Israel esa presencia del espíritu de
Yahvé: "en cuanto a mí, esta es la
alianza con ellos, dice Yahvé. Mi espíritu que ha venido sobre ti y mis
palabras que he puesto en tus labios no caerán de tu boca ni de la boca de tu
descendencia, dice Yahvé, desde ahora y para siempre", Is 59, 21.
El oráculo de Ezequiel es
todavía mas preciso, pues indica aun más en que sentido la nueva alianza
comportará la presencia del Espíritu. En efecto, el gran problema planteado por
la alianza es el de la fidelidad del pueblo; en la nueva alianza, la fidelidad
en cumplir todas las obligaciones de la alianza y la auténtica pertenencia del
pueblo a Dios tendrán su garantía en el don definitivo del Espíritu de Dios: "Os daré un corazón nuevo, infundiré en
vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os
daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros haré que os
conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas. Vosotros
seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios", Ez 36, 26-29.
Así, pues, la liberación del
pecado, la purificación son el resultado de esa infusión de un "espíritu nuevo", espíritu de Dios comunicado a los
hombres. Ese espíritu infundido en los corazones será el principio de la
rectitud moral, y actuará de tal modo que el pueblo sea el pueblo de Dios. De
esta manera se consuma "la nueva alianza" en la que según Jeremías,
la ley divina queda ya inscrita en el fondo de los corazones. Jer 31, 31-33.
También S. Pablo caracteriza a
la nueva alianza en base al Espíritu cuando habla de los apóstoles: "ministros de la nueva alianza, no la
de la letra, sino del Espíritu", 2 Cor 3, 6. El apostolado es el "ministerio del Espíritu", 2
Cor 3, 8. El Espíritu es el que confiere a la nueva alianza su superioridad; la
ausencia del Espíritu ha condenado a muerte a la antigua alianza (la del
Sinaí), por eso "la letra mata, el
Espíritu vivifica".
Es por consiguiente, en
Pentecostés cuando se estrecha la verdadera y definitiva alianza, en ese
momento Cristo glorioso reúne definitivamente a la humanidad con Dios
infundiendo en el corazón de esa humanidad su Espíritu, el Espíritu Santo; este
Espíritu asegura la sinceridad de la nueva Alianza, la íntima realidad de la
pertenencia a Dios; asegura igualmente la fidelidad la inconmovible permanencia;
pues la alianza esta destinada a desplegarse en una unión cada vez más honda de
los hombres con Dios.
Pentecostés representa el don
supremo del amor divino, ya que por medio del Espíritu Santo, Dios se entrega a
lo más íntimo del ser del hombre y viene a morar, no ya simplemente entre los
hombres, como sucedió con la Encarnación, sino en el corazón de los hombres. Pentecostés consuma la Encarnación hasta en su aspiración suprema, su extensión
a toda la humanidad. Por otra parte, Pentecostés suscita la entrega más sublime
de los hombres a Dios, entrega sostenida y animada por el Espíritu Santo. El
encuentro de estas dos donaciones, en su estadio más completo, constituye la
Alianza perfecta, que era el objetivo de toda la obra redentora.
16. Pentecostés acontecimiento de misión
Ya Cristo resucitado, en las
apariciones y con ocasión de la Ascensión, había asignado a las mujeres y a los
discípulos una misión: su glorificación no podía significar un repliegue sobre
el triunfo obtenido; debía ser el principio de una nueva acción en el mundo.
El acontecimiento de Pentecostés demuestra que el Reino establecido por Cristo
es un Reino esencialmente abierto y que, al igual que su fundador, la Iglesia
no puede encerrarse en sí misma en el disfrute de la vida divina y de los dones
divinos.
La comunidad queda formada
espiritualmente en virtud de la venida del Espíritu Santo; ahora bien, es
constituida por El en estado de misión, sin que se puedan distinguir dos
momentos diferentes para la constitución y para la misión. La Iglesia nace con
un dinamismo de expansión que le es esencial.
El contraste entre la comunidad
agrupada toda ella en un solo lugar y la afluencia de gentes de todas las
naciones, a las que se les debe dirigir el testimonio inmediatamente, subraya
el impulso del Espíritu Santo hacia una misión universal. La primera profesión
de fe de Pedro en Pentecostés, lejos de estar reservada a un reducido núcleo de
creyentes, adopta la forma de una proclama a la muchedumbre y de una llamada
general a la conversión.
Esta misión había sido
anunciada por Jesús, que personalmente había insistido en su carácter
universal, ya que a los discípulos que le hablaban en provecho de Israel, les
dio como campo de operaciones la tierra entera hasta sus últimos confines, Hech
1, 68. Lo que es propio del Espíritu
Santo es poner en obra esa misión, darle un primer cumplimiento desde el mismo
día de Pentecostés. El Espíritu Santo impulsa a los discípulos a dar
testimonio y atrae hacia ellos a oyentes llegados de todas partes.
El símbolo de las "lenguas de fuego", Hech 2,
3, es característico: los que se han reunido para recibir el Espíritu Santo se
hacen aptos para propagar el mensaje: se encuentran en circunstancias en las
que deben dar testimonio, y para ello tienen capacidad, superior a toda aptitud
humana. Además el Espíritu Santo hace comprender a cada oyente, en su propia
lengua, el mensaje proclamado Hech 2, 8-11, de modo que el mismo asegura en
cada uno de ellos la comprensión del mensaje. Aparece así con más claridad la
naturaleza de la salvación que Jesús transmite por medio del Espíritu Santo. Se
trata de una salvación comunitaria, ya que el don del Espíritu se confiere a la
comunidad reunida, y de una salvación destinada a comunicarse al mundo a través
de un testimonio cuya eficacia está asegurada.
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Con esta entrega concluimos esta serie. Para las entregas anteriores acceda al índice de FORMACIÓN AQUÍ.
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Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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