SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA
13. Ascensión y Pentecostés
Entre la Ascensión y Pentecostés el nexo es
todavía más estrecho. Se trata, en efecto, de lo que podríamos llamar dos
facetas de un mismo acontecimiento fundamental. La Ascensión es una partida, la
partida definitiva de Cristo. Ahora bien, Cristo se va corporalmente a fin de
venir espiritualmente: la venida de Cristo por medio del Espíritu Santo en
Pentecostés es la contrapartida a la ocultación de su presencia corporal en la
Ascensión. Hemos observado que esta venida del Hijo del hombre sobre las nubes
había sido anunciada por los ángeles para explicar a los discípulos el sentido
de la Ascensión. Hech 1, 11.
La Ascensión es también una elevación, la
elevación celeste de Cristo que desde ahora está sentado a la derecha de Dios y
recibe el poder absoluto sobre el Reino. Ahora bien, el poder atribuido a
Cristo en el momento de la Ascensión no es sino el poder de dar el Espíritu
Santo. Cuando S. Pablo afirma que Cristo ascendido al cielo "dio dones a los hombres", dones por los que en la
Iglesia hay apóstoles, profetas, evangelistas, pastores, doctores, no hay duda
alguna que por tales dones entiende los carismas del Espíritu Santo.
El poder divino adquirido por Cristo ascendido al
cielo es el poder de disponer del Espíritu Santo; por lo demás, debemos
recordar la equivalencia establecida en el N T entre Espíritu y potencia de
Dios. Disponer de la potencia divina es disponer del Espíritu Santo.
Hemos visto que el poder de Cristo ascendido al cielo
era el poder de la Cabeza sobre el Cuerpo; ahora bien, Cristo da la vida al
Cuerpo Místico por medio del Espíritu Santo, de tal manera que este ha sido
llamado, por una tradición que refleja el eco fiel de la Escritura, alma del
Cuerpo Místico.
La Ascensión no realiza, pues, su plena
virtualidad sino en Pentecostés. Es la instauración de un Reino que no se
establece sobre la tierra sino en el momento de Pentecostés, y Cristo no
constituye el Cuerpo Místico, del que es la Cabeza, sino por medio de la efusión
del Espíritu Santo sobre la comunidad de sus discípulos. En Pentecostés queda
formalmente constituida la Iglesia.
Al preguntarle los discípulos cuando iba a
establecer el Reino, Jesús les respondió que la tarea de la instauración del
Reino les incumbía a ellos, con la energía divina que les llegaría de lo alto: "Recibiréis la fuerza del Espíritu
Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos..." Hech 1, 8.
En la muerte de Cristo, la instauración del Reino de Dios se inaugura en el
cielo por la Ascensión, pero en la tierra por medio de Pentecostés.
14. Pentecostés, fruto del sacrificio
En el evangelio de S. Juan, la escena de la
lanzada se narra en razón de su significado simbólico. El evangelista no
explica ese significado, se limita a mostrar que él atribuye una gran
importancia al símbolo, ya que atestigua solemnemente la veracidad del
testimonio. Ahora bien, en la sangre y en el agua que fluyen del costado
traspasado de Cristo, Jn 19, 34, se debe reconocer la imagen de la efusión del
Espíritu Santo que deriva del sacrificio. Si la alusión al bautismo y a la
eucaristía es probable, es aún más cierto que el agua simboliza la gracia, la
comunicación del Espíritu.
El diálogo con la samaritana, Jn 4, 4 y sobre
todo la declaración del Maestro con ocasión de la fiesta de los Tabernáculos lo
indican suficientemente. A propósito de esta última declaración: "de su seno brotarán ríos de agua
viva", el evangelista añade su interpretación: Jesús "lo decía refiriéndose al Espíritu que
iban a recibir los que creyeran en El", Jn 7, 39.
Del cuerpo del Mesías debía salir abundante
efusión del Espíritu Santo. Sin embargo ese cuerpo debía antes ser glorificado: "porque aun no había Espíritu, pues
todavía Jesús no había sido glorificado". El episodio de la lanzada
demuestra simbólicamente que la efusión del Espíritu Santo se obtiene con el
sacrificio. En el momento en que, simbólicamente el sacrificio se consuma, el
agua empieza a fluir. El cuerpo santificado de Cristo que, a los ojos de S.
Juan, lleva en sí su glorificación, comienza a difundir simbólicamente el
Espíritu Santo.
Algunos comentaristas han interpretado en el
sentido del don del Espíritu y han afirmado en consecuencia un don del Espíritu
Santo resultante del sacrificio de Cristo. La sangre que habla es el Espíritu
que se difunde en virtud del sacrificio.
Se puede concluir que todo el fruto del sacrificio redentor ha sido
recogido en Pentecostés. Mereciendo su glorificación Cristo ha merecido a los
hombres la efusión del Espíritu Santo, efusión por la que ellos reciben la
salvación, la remisión de los pecados, y la santificación, todos los dones
espirituales. Pentecostés es la fecundidad del sacrificio; si los discípulos
quedaron "todos llenos del Espíritu
Santo", Hech 2, 4, esa plenitud del don deriva de la plenitud del
sacrificio ofrecido por Cristo al Padre, y manifiesta la plenitud de su
glorificación.
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Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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