P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Is 43,16-21; S 125,1-6; Flp 3,8-14; Jn 8,1-11
El evangelio de hoy da pie para hablar de un sacramento normal en la práctica cristiana: el de la penitencia, conocido vulgarmente como la confesión, y que también podría designarse como del perdón, la reconciliación o la misericordia de Dios.
Como
todos los sacramentos, éste de la penitencia lo tiene la Iglesia recibido de la
autoridad de Cristo. Conocemos por San Juan el momento preciso: el día de la
resurrección por la noche. “Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen
los pecados, les serán perdonados. A quienes se los retengan, les serán
retenidos” (20,23). Como Cristo dio una particular relevancia en su misión al
perdón de los pecados, su Iglesia debe seguir haciéndolo. Iglesia que no
conserve este sacramento, no es la Iglesia completa que fundó Cristo; ha perdido
en su caminar algo esencial: el sacramento de la penitencia. Una comunidad
cristiana vigorosa usa de ese medio precioso para corregir sus pecados y crecer
en Cristo. Y un cristiano consciente y comprometido lo usa con frecuencia, pues
la palabra de Dios, la gracia del Espíritu y su propia conciencia le advierten claro
aspectos de su vida que no son el debido testimonio de su fe, que no hacen
honor a la Palabra de Dios y que hieren la caridad con el prójimo.
La
fe es un acto de la inteligencia, que cree y acepta como verdad lo que se nos
ha manifestado con la palabra. Es fe humana si se cree a la palabra humana y fe
divina si se cree a palabra de Dios.
Sin
fe humana sería imposible la vida humana. El niño ha de creer a sus padres, los
padres al hijo; el alumno al profesor, y el profesor al alumno; el médico al
enfermo y el enfermo al médico. En cuanto para algo entra una relación humana
–y esto es una realidad constante– el confiar, el tener fe en el otro es
totalmente necesario.
También
Dios ha hablado al hombre. La Biblia, en donde encontramos la palabra y la obra
de Dios, nos dice que Dios creó al hombre “a su imagen y semejanza”. La misma
Biblia enseña que Adán se sentía solo antes de la creación de Eva, a pesar de
que era dueño de todos los animales, plantas y riquezas del Paraíso. Únicamente
dejó de estar solo cuando Dios creó la mujer, porque –dijo Adán– la mujer era
“semejante” a él. Hecho el hombre a imagen y semejanza de Dios, es capaz de
conocerle, escucharle y hablarle. Y Dios le ha hablado a lo largo de su
historia y le sigue hablando de diversas maneras (v. Heb 1,1-2). Por eso
si las relaciones humanas son imposibles sin la fe humana, mucho más lo son las
relaciones con Dios si no se cree en Dios, si no se cree a Dios, si no se tiene
fe sobrenatural.
El
que cree a Dios no puede equivocarse, porque Dios es la verdad y no puede mi
engañarse ni engañar. Si nosotros confesamos nuestros pecados con
arrepentimiento, debemos estar seguros de que nos han sido perdonados, que han
sido arrojados, como dice la Escritura, al fondo del mar. Nadie los puede encontrar,
no existen ya.
“Tampoco yo te condeno. Anda y, en adelante no
peques más”. Pero “¿quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?”. Cristo
concedió que los fariseos tenían razón pensando así; pero les demostró que él
era Dios y podía perdonar los pecados curando al paralítico (v. Mc 2,7-12). Más
aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres
(Jn 20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre. Y comenta así esta realidad el
Catecismo de la Iglesia Católica: «Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en
su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón
y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre… El apóstol es
enviado “en nombre de Cristo” y “es Dios mismo” quien a través de él exhorta y
suplica: “déjense reconciliar con Dios” (2Co 5,20)» (CEC 1442).
Es
muy importante el uso del sacramento de la penitencia en la vida cristiana. Porque
el paso de vivir normalmente en pecado a vivir en gracia no siempre es fácil.
San Pablo hablando de sí mismo, de su concupiscencia, dice que el pecado habita
en él. “Me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto
otra ley en mis miembros, que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a
la ley del pecado que está en mis miembros” (Ro 7,22-23). Y hablando a todos,
dice: “El que crea estar de pie y muy seguro, mire que no caiga” (1Co 10,12).
Y
de las personas cuya vida normal está lejos del pecado grave, dice la
Escritura: “Cierto que no hay ningún justo en la tierra que haga el bien sin
pecar nunca” (Coh 7,20). Por eso difícilmente se progresa en la supresión de
raíz de los defectos y en la adquisición de virtudes en alto grado sin el uso
del sacramento de la penitencia.
Punto
delicado para una buena confesión es el arrepentimiento, que forma un bloque
con propósito de la enmienda. Reconocer un pecado pasado como malo y ofensa a
Dios y rechazarlo sinceramente incluye la decisión seria de cara al futuro a
poner los medios necesarios para evitarlo. La confesión no es una especie de
amnistía de multas o impuestos para seguir luego haciendo lo mismo. La mayor
dificultad está en quienes no han tomado una decisión semejante y no piensan en
el cambio necesario, que exige esfuerzo personal y que suele costar bastante.
Ven que el pecado es malo, pero no piensan en mayores esfuerzos para el
necesario cambio en su vida. No piensan en ir a misa los días festivos, ni
evitar espectáculos malos, ni orar más, ni renovar sus propósitos, ni meterse
en un grupo de fe, ni evitar una relación pecaminosa ni otras ocasiones
próximas de pecado. Están equivocados. Van al médico pero no se imaginan
cambiar hábitos ni medicarse. Aquellos acusadores reconocieron en su conciencia
sus propios pecados, pero no se atrevieron a afrontarlos. La confesión exige el
cambio de vida, la conversión interior y con frecuencia también un cambio
“exterior”.
Hay
penitentes que están ya en proceso de conversión. Se esfuerzan con los medios
debidos para evitar los pecados, pero caen por la fragilidad humana. Tal vez
deben corregir descuidos en el uso de esos medios, tal vez los deben
intensificar, pero su intento de conversión es activo y persistente. Normalmente es necesario orar sobre ese o
esos defectos y asumir la cruz de corregirse. La mujer adúltera reconoció su
pecado y, de la palabra de Jesús, deducimos que quería cambiar: “No peques
más”.
Confesémonos. Es bueno confesarse, pero hagámoslo
bien, manteniendo alto el esfuerzo de conversión....
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