P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Sab 7,7-11; S 89; Heb 4,12-13; Mc 10,17-30
Este evangelio
contiene uno de los pasajes más bellos de los evangelios. Aquel joven –Mateo
precisa que era un joven, v. 19,20.22– de gran rectitud moral, limpio, sensible
a los mejores valores humanos. Viene corriendo donde Jesús. Ha sido atraído por
la palabra, sin duda, y más todavía por la calidad moral que el maestro galileo
transparenta y a la que arrastra. “Maestro bueno” le llama cuando le dirige la
palabra.
“Maestro bueno, ¿qué he de hacer para heredar la vida eterna?”. Ya intuye que la vida eterna es el estado en que se vive siempre amando y siendo amado por Dios. ¿Cómo estar seguro de alcanzarla?
Jesús
le muestra el camino general, el que es necesario para todos, el revelado por
Dios en la ley de Moisés: observar los mandamientos. El los observa y desde
niño, y no le parecen demasiado. El está dispuesto a más; ¿no es eso poco para
lo que pretende? Ser en verdad “bueno”, como Dios es bueno, siempre ha
procurado serlo. Pero El puede más. Es poco, demasiado poco lo que hasta ahora viene
haciendo.
Jesús entonces “se
le queda mirando con cariño”. ¡Qué hermosa es la belleza moral de un joven, de
una joven, que se expresan en el rostro, en la serenidad, en la paz, en la
sonrisa limpia, pura, generosa! ¡Qué maravilla la alegría de Jesús cuando le
mira! ¡Es un alma que goza haciendo y aspirando lo que hace buena a la persona y cada vez mejor!
También hoy hay
jóvenes, muchachos y muchachas, que han descubierto la hermosura y la grandeza
del amor de Jesús. Es el amor que empuja a ayudar a los pobres, que fortalece a
los que consagran su vida, su tiempo y sus energías en quienes no tienen medios
suficientes para su propio desarrollo. Quieren hacer algo. Quieren mejorarse,
mejorando el mundo.
Jesús los mira con
cariño. El cariño de Jesús pone y pondrá siempre en marcha lo mejor de nuestros
corazones. Cuando el cariño de Jesús toca el corazón, éste siente deseos de lanzarse.
Quiere llegar hasta lo último. Es entonces cuando Jesús le lanza el desafío,
como lo hizo con aquél: “Vende lo que tienes. Dáselo a los pobres. Tendrás un
tesoro en el cielo. Luego sígueme”.
Fue una pena.
Fracasó Jesús al invitarle. Fracasó sobre todo el muchacho. Era bueno, era
puro, pero amaba más el dinero que la bondad del Maestro. Era muy rico. Para
seguir a Jesús, la riqueza no es ventaja, es más bien un estorbo.
Hoy día también
Jesús mira a muchos jóvenes y les sigue invitando a seguirle. Lo sigue haciendo
porque su Iglesia los necesita. Los necesita El para enviarlos a sus hermanos y
hermanas y gritar a los hombres con las obras y las palabras que Jesús les ama
y les invita a dedicar su vida a lo más importante.
Decía el Papa Juan
Pablo II que la falta de vocaciones religiosas y sacerdotales es la tristeza de
la Iglesia. Dadas las necesidades también en el Perú nos hacen falta hoy más
vocaciones para sacerdotes y religiosos y religiosas. Es un problema que nos
toca a todos, no sólo al Papa y los obispos. ¡Cuántas veces a la hora de cerrar
esta Iglesia hay todavía, a veces muchos, que esperan para confesar! Faltan también
catequistas, faltan colaboradores suficientes en la liturgia y en la acción de
caridad de la Iglesia, porque no hay los pastores necesarios para formarlos y
sostenerlos en su labor. Si faltan los consagrados, faltan todos los demás. Y
faltan los pastores que acompañen a los laicos para ser luz en las estructuras
políticas, profesionales, sociales y aun en sus mismas y urgentísimas
necesidades familiares para realizarlas y ser ejemplo para otros. Viendo hoy a nuestra
Iglesia, Cristo tiene la misma impresión que cuando vio la multitud que le seguía
para escucharle y ser curada. Se le conmovieron las entrañas porque estaban
como ovejas sin pastor. “La mies es mucha y los obreros pocos –comentó– rueguen
al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (v. Mt 9,36-38). Varias veces
dice el evangelio que tuvo la misma conmoción y su corazón se vio forzado a
enseñar, curar y multiplicar panes y peces (v. Mt 14,14-21 y =; Mt 15,32;
Mc 8,1‑3). Como vemos, Jesucristo nos pide que ante la necesidad de
vocaciones lo primero oremos.
Hace cincuenta años que comenzó el Concilio
Vaticano II. Por decisión del Papa lo vamos a celebrar con el Año de la Fe, que
acabamos de empezar. Oremos, pues, para que el Señor vuelva. La fe vivida con
alegría ha de producir vocaciones. Oremos y animemos a vivir nuestra fe con
alegría, a descubrir sus tesoros. Si Raimondi dijo que el Perú era un mendigo
recostado a dormir sobre un saco de oro, también podemos decirlo refiriéndolo a
nuestra fe. Despertémonos todos y descubramos el tesoro de la fe.
Conozcámoslo
mejor, estudiémoslo, leamos más y más la Palabra, oremos, sobre todo oremos individualmente,
en grupo, en familia, demos razón de la esperanza. Pidamos al Señor vocaciones,
alegrémonos cuando Dios llama a un hijo/a o hermano/a para “estar con Él y
enviarlo a evangelizar” (Mc 3,14), comprometámonos con nuestra misión en la
Iglesia, no nos limitemos en ella a ser meros consumidores de servicios
religiosos, sino miembros activos que reciben y dan al resto del cuerpo de
Cristo. Nadie diga “yo no valgo”, porque es falso. No hace falta hacer ruido
para ser apóstol. La levadura no hace ruido. Basta vivir a fondo la fe. La
Virgen María es un ejemplo para todos. Ella fue “la que ha creído”. Acojamos la
Palabra como ella.
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