Homilía de la Solemnidad del Corpus Christi (B), Domingo 10 de Junio del 2012

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.


Lecturas Ex 24,3-8; S. 115; Hb 9,11-15; Mc 14,12-16




El origen de esta fiesta del Corpus Christi está en la religiosa  agustina Santa Juliana de Mont Cornillon, quien tenía gran veneración al Santísimo Sacramento. Siempre añoraba que se tuviera una fiesta especial en su honor. Este deseo se dice haberse intensificado por una visión que ella tuvo de la Iglesia bajo la apariencia de luna llena con una mancha negra, que significaba la ausencia de esta solemnidad. Comunicó esta visión al entonces obispo de Lieja, Roberto de Thorete, y finalmente al Papa Urbano IV.
El obispo Roberto acogió la sugerencia  favorablemente, convocó un sínodo y ordenó que la celebración se tuviera el año entrante, el 1246. El obispo no vivió para ver la realización de su orden; murió el 16 de octubre de 1246; pero la fiesta se celebró. Más tarde, a petición de otro obispo de Lieja, el Papa extendió la celebración al mundo entero
La Eucaristía no es una mera práctica piadosa ni un elemento más en el conjunto de medios de salvación de la Iglesia. “La Eucaristía es fuente y cima de toda la vida cristiana” –dice el Catecismo– (1324). Fuente y cima: es decir que en ella se nos otorga la posibilidad de vivir la vida cristiana en plenitud. “Los demás sacramentos –prosigue el Catecismo, citando también el Concilio Vaticano II– como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La Sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia es decir, Cristo mismo, nuestra Pascual” (mismo 1324).
Es significativo que, a excepción de los cristianos ortodoxos, las demás herejías que han roto con la fe de la Iglesia hayan perdido también la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía mientras a los católicos nos sea tan fácil creer en ella. También ocurre que, cuando la fe se enfría y deja de influir en la vida, entre las primeras cosas que se abandonan está la misa dominical y la importancia de la Eucaristía; y cuando la fe vuelve a alumbrar, el hijo pródigo que vuelve, aun no teniendo gran formación religiosa, suele sentir ansias enormes de recibir la Eucaristía. Como todas las verdades y misterios de la fe, la Eucaristía no es algo molesto, sino que forma parte del “eu-angelion”, de las buenas noticias, de las realidades maravillosas, que constituyen esta nuestra fe, que es realmente un tesoro, la perla preciosa de la que habla el evangelio (Mt 13,44-46).
Digamos algo en primer lugar sobre la misa dominical. El domingo, “día del Señor”, es el día de la semana en que Cristo resucitó. Cuando Jesús instituye la Eucaristía en su última cena, ordena a sus discípulos que hagan lo mismo en memoria suya. Así lo hicieron ya desde el principio (1Co 16,2; Hch 20,7; Ap 1,10). Muy pronto se institucionalizó en las comunidades cristianas la costumbre de reunirse los domingos, día que llamaron “del Señor” por ser el día de la semana en que resucitó el Señor. San Justino hacia el año 150 narra cómo celebraban las misas; no hablaba de nada reciente, sino de unas reuniones cristianas arraigadas y de fuerte tradición. De hecho también San Pablo escribe sobre ellas a sus cristianos de Corinto, comunidad fundada por él pocos años antes; les dice sobre “la cena del Señor” que lo que él les “transmitió” lo había “recibido”; esta expresión viene a ser una expresión técnica de su origen apostólico y su práctica general en las diversas iglesias. En el día más grande de la semana participar en la misa es lo más grande que podemos hacer. El darnos cuenta de esto es ya un acto de fe.
Con gran deseo celebró Cristo la Última Cena con sus discípulos; con gran deseo vengamos nosotros cada domingo a celebrar la Eucaristía; porque el mismo deseo que tuvo de celebrar aquella Última Cena con ellos, lo tiene ahora de celebrar la misa con nosotros. Comenzamos dejándonos purificar por Cristo de nuestros pecados de “pensamiento, palabra, obra y omisión”. Escuchamos luego su palabra con ánimo de ser cada vez mejores. Así como los apóstoles escuchaban a Cristo y Él les daba explicación, también nosotros le escuchamos en las lecturas y en la homilía. Que sea con atención y ganas de ser mejores. En la Última Cena, hablando Cristo sobre el Espíritu Santo y otras cosas muy sublimes, los apóstoles entienden, gustan y se entusiasman (“ahora sí nos hablas claro”, Jn 16,29). Ojalá sintamos cada domingo que la palabra entra en nosotros como espada de doble filo, dándonos como una sacudida que nos estimula a mejorar en algo (Hb 4,12). Profesemos luego nuestra fe con vigor y gratitud. Pidamos luego por la Iglesia y todos los hombres. Esa oración es escuchada y tenemos seguridad de ello; es un servicio a la Iglesia y a todos los hombres, que no pueden dar ni los políticos, ni los poderosos a menos que crean y se humillen confiados ante Dios con todos sus hermanos, los pobres de Cristo. Recibieron su cuerpo y su sangre, sacramento de su muerte y resurrección. Escucharon la oración de Cristo por ellos y por nosotros, sus continuadores, pidiendo su unidad. Que cada misa sea para cada uno una inyección de luz y de fe, de entusiasmo, alegría y esperanza, de caridad y fuerza en busca del Padre, con el Hijo y en el Espíritu, de modo que invite a todos a ser hermanos e hijos de Dios.
Valor también especialmente importante es el de la permanencia del Señor en el sagrario. Como está Jesús en el cielo a la derecha del Padre, está también en el tabernáculo (así se designa en términos más litúrgicos al sagrario): dispuesto a escuchar, consolar, animar, enseñar, acompañar. El sagrario es la gran escuela donde se aprende a orar y el gran medio para entrar muy adentro en el corazón de Cristo, sentir y gustar de su amor y alcanzar la intimidad con Él. Como Nicodemo en la noche y María, la hermana de Lázaro, millones de almas experimentan ser amadas por el Señor y se encienden en su amor en compañía de Jesús en el sagrario. Han elegido la mejor parte y no les será quitada (Lc 10,42); porque al que tiene se le dará y abundará (Mt 25,29). A los pies de Jesús en el sagrario los evangelios y textos de la Escritura se iluminan, cobran vida y arden porque son de nuevo pronunciados por Jesús. Si dedican cada día diez, quince minutos a estar a solas con Jesús en el sagrario, sentirán que cada vez Jesús les es más íntimo, que les ama, que no pueden ya pasar sin él. Precioso también el detalle de tantos de sus amigos, que, si camino del trabajo o ya terminado, pasan delante de una Iglesia, entran para saludar, aunque no sea más que un momento, al amigo que no pueden olvidar.
A los padres y madres, catequistas, profesores…  eduquen a los jóvenes y a los niños a saber estar y moverse por la casa de Dios desde pequeños, a distinguir el altar donde está la eucaristía (que se distingue por la luz de una lámpara aislada, sin pareja, normalmente roja) y a hacer la genuflexión, saludo que sólo se da a Jesús en la Eucaristía y no a cuadros ni imágenes. Aprendamos todos a entrar, estar y movernos en la iglesia; es la casa de Dios, porque está Jesús, Dios hecho hombre, que vino y está aquí escucharnos, atendernos, perdonarnos, hacerse nuestro amigo y darnos la salvación.
“Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor. Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén” (S. 121). Jerusalén y cada una de nuestras iglesias son símbolo de la Iglesia de Jesús, de la Jerusalén del Cielo, destino eterno para todos nosotros. 



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